La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2020 Edición

Señor, enséñanos a orar

El Maestro nos enseña

Señor, enséñanos a orar: El Maestro nos enseña

Un joven, nacido en una familia de músicos, demostró un extraordinario talento musical desde temprana edad. A los tres años comenzó a tocar el piano y su padre, que era violinista, docente y compositor, reconoció los talentos de su precoz hijo y se dedicó a enseñarle a desarrollarlos.

A los cinco años, el niño ya componía y publicaba su propia música. Había dominado tan bien el violín y el piano que se presentaba en prestigiosas salas de conciertos. Finalmente superó a su padre y llegó a ser uno de los compositores más prolíficos e influyentes de su época.

Estamos hablando nada menos que de Wolfgang Amadeus Mozart, uno de los genios más brillantes de la música clásica. Hasta ahora, más de dos siglos después de su muerte, todo el mundo conoce su nombre. Pero incluso Mozart, con todo el talento natural que tenía, comenzó su carrera como estudiante y fue aprendiendo bajo la guía de su padre.

Es fácil pensar que algunas personas son talentosas en la oración, y muchos creen que tener un encuentro con Dios de un modo transformador es algo que escapa a su capacidad, pero eso no es cierto. Innumerables personas de profunda vida espiritual realmente tuvieron dificultades con la oración, y muchas otras comunes y corrientes descubrieron que el Señor estaba más cerca de lo que imaginaban. Nuestro Padre celestial nos puede enseñar a desarrollar la capacidad innata que tenemos para comunicarnos con él, y también a encontrarnos con Jesús en la oración.

Jesús aprendió a orar. Si hubo alguien alguna vez que no necesitaba aprender a orar ese debía ser Jesús, pues ¡él es el Hijo de Dios! Entones, ¿fue la oración algo natural para él? Bueno, sí y no.

Jesús era totalmente divino, pero también totalmente humano. Como hombre, tenía las limitaciones que todos nosotros tenemos. No nació con un entendimiento maduro de su Padre ni de su propia identidad como Mesías; no. Nació como un bebé indefenso, plenamente dependiente de sus padres.

En su deseo de ser como nosotros en todo, menos en el pecado, Jesús decidió empezar desde el principio, incluso con respecto a la oración, es decir que él también tuvo que aprender a orar, y por eso es el ejemplo perfecto a seguir y la mejor guía para nosotros. Así que veamos cómo era su vida de oración.

La escuela de oración de Nazaret. Pocos son los detalles que encontramos en la Escritura acerca de los años ocultos de la niñez de Jesús en Nazaret. Pero no hay duda de que José y María le inculcaron la fe de su pueblo, y seguramente también le contaron acerca de su propia historia, como las visitas y mensajes del Arcángel San Gabriel a María y a José en sueños, acerca de su nacimiento en medio de la adversidad y acerca de la profecía de Simeón de que, un día, él sería “luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2, 32).

Esas son las grandes historias que deben haberse grabado en la mente de Jesús; pero José y María le dieron una base de fe y confianza en Dios demostrada en la sencillez de la vida cotidiana. Seguramente se congregaban al atardecer los días viernes para encender las velas del Shabat y dar gracias a Dios por las bendiciones de la semana; sin duda le enseñaban a estudiar las Escrituras hebreas y lo llevaban a la sinagoga para la instrucción. Lo más probable es que le ayudaban a descubrir la mano de Dios en la hermosura de la naturaleza, en las tareas ordinarias de la vida y en la presencia de amigos, vecinos y conocidos.

La escuela de Cristo. Conforme iba creciendo, Jesús aprendió a buscar a Dios por cuenta propia, como por ejemplo cuando se quedó en el Templo de Jerusalén mientras sus padres volvían a casa. Esta es una prueba de lo mucho que anhelaba estar en la casa de su Padre (v. Lucas 2, 49).

Incluso más tarde, cuando ya había reunido a sus discípulos y comenzado su ministerio, Jesús seguía retirándose a lugares aislados para orar: junto al mar, en la cumbre de una montaña, dondequiera que pudiera encontrar la quietud (v. Lucas 5, 16; Marcos 3, 7. 13). En su condición humana, Jesús ansiaba pasar tiempo a solas con su Padre y por eso le daba prioridad para sí mismo y para sus discípulos (Mateo 6, 6). Tan importante era esto para él que a menudo se levantaba de madrugada para ir a rezar o permanecía en oración toda la noche (Marcos 1, 35; Lucas 6, 12).

Pero había ocasiones en las que oraba a su Padre en forma especial, como cuando tenía que tomar decisiones importantes o lidiar con situaciones difíciles. Por ejemplo, antes de resucitar a Lázaro (Juan 11, 41-42); al escoger a los Doce Apóstoles y cuando lamentaba la muerte de Juan el Bautista (Lucas 6, 12; Mateo 14, 13). Además, rezó en el Huerto de Getsemaní, cuando sabía que lo arrestarían y que su juicio y ejecución eran inminentes.

Durante todo este tiempo, los discípulos de Jesús observaron cómo oraba y pudieron ver que había una conexión entre su vida pública y su vida privada de oración, por lo que era natural que un día le pidieran: “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11, 1). Jesús, por supuesto, estaba más que deseoso de hacerlo, y les enseñó la oración que llamamos “El Padre Nuestro”. En esta hermosa plegaria, el Señor no se limitó a darles unos versos para repetir, sino una base para desarrollar una relación personal e íntima con Dios, aparte de que les estaba mostrando que podían atreverse a llamar “Padre” a Dios, como él lo hacía.

La oración que nos atrevemos a decir. El Padre Nuestro (Mateo 6, 9-12) es tan simple que hasta un niño pequeño puede repetirla y tan rica que los santos y teólogos casi no pueden llegar al abismo insondable de su profundidad. Veamos algunas de las actitudes que dan marco a las ideas que nos enseñó nuestro Salvador.

Intimidad con el Padre. “Padre nuestro que estás en los cielos.” Esta es la frase clave de toda la oración. De todos los hombres y mujeres santos del Antiguo Testamento, ni siquiera Moisés osó dirigirse a Dios llamándolo Padre. Solo Jesús fue capaz de llamar Padre a Dios de una manera tan familiar e íntima, pero aun así nos invita a todos a decir “Padre nuestro…”; nos invita a hablarle a Dios como hijos suyos con una actitud de plena confianza en su amor. ¡Qué inmenso privilegio! ¡Dios es tu Padre y mi Padre! ¡Y te ama con el mismo amor con que ama a su Hijo unigénito (Juan 16, 27)!

Reverencia y adoración. “Santificado sea tu nombre.” A menudo, cuando rezamos, comenzamos presentándole nuestras necesidades a Dios y luego pensamos en su propia Persona; pero Jesús invierte el orden y pone a Dios en primer lugar, acudiendo a su Padre con una actitud de suprema reverencia y respetuosa admiración y nos invita a hacer lo mismo. Desde el inicio, nos lleva a fijarnos en la santidad y la bondad de Dios, de modo que nos aproximemos al Todopoderoso con humildad de corazón, sabiendo que él es el centro de atención de la oración, no nosotros.

Entrega: “Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad.” No hay duda de que Jesús aprendió esta forma de oración viendo a su madre, pues ella oró de modo similar en la Anunciación: “Hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38). Considerando la oración de María, la sumisión de Cristo en la cruz y la entrega silenciosa de María al pie de la cruz, se ve que ambos recurrían a la oración en busca de fortaleza y confianza en Dios. Jesús enseñó esta oración a sus discípulos y nos invita a nosotros también a entregarnos a Dios sin reservas.

Confianza: “Danos hoy nuestro pan de cada día.” Jesús se encomendaba a Dios en la oración y cada día lo vivía con una actitud de humilde abandono en manos de su Padre; y luego nos enseña a poner nuestras necesidades, grandes y pequeñas, en manos de nuestro Padre. Además, cada día nos ofrece su propio Cuerpo y su propia Sangre como pan nuestro de cada día; de modo que podemos confiar que Aquel que se nos ofrece en la Santa Eucaristía también nos sustentará a lo largo del día.

Arrepentimiento y misericordia: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.” Jesús no desconocía las debilidades humanas y nunca pecó, pero fue tentado tal como lo somos nosotros; por eso sabía que a menudo caeríamos en pecado y necesitaríamos el perdón. También sabía que él iba a ofrecer su propia vida para reconciliarnos con el Padre. De modo que nos enseñó a implorar misericordia a Dios, sabiendo que él pagaría muy caro por nuestro perdón. Pero también nos enseñó que es necesario perdonar a quienes nos ofenden, tal como como el Padre nos perdona a nosotros.

Convicción. “Mas líbranos del mal.” Cuando Jesús fue tentado por el diablo en el desierto, tuvo la certeza de que Dios y su palabra lo protegerían (Mateo 4, 1-11). También nosotros podemos confiar en que Dios nos protege del mal. Cada día, aunque nos toque afrontar grandes tormentas o peligros, podemos exclamar: “Sálvame, Señor”, como Pedro, cuando el viento y las olas le causaron pavor (Mateo 14, 30). El Señor nos exhorta a creer que su Padre y nuestro Padre nos protege y nos fortalece cada vez que enfrentamos las tentaciones del mundo, la carne y el diablo.

Adoptar el Corazón de Jesús. Cuando alguien quiere aprender a tocar un instrumento musical, sabe que eso no se reduce solo a movimientos mecánicos, y algo parecido sucede con la oración: orar no se reduce únicamente a lo que decimos o hacemos; la clave es la disposición del corazón. En cada momento que pasamos en presencia del Señor, lo vamos conociendo un poco más y se fortalece nuestra relación con él y con el Padre. Así aprendemos a presentarnos ante Dios con una actitud como la de Jesús y, si lo hacemos, cualquier forma de oración puede convertirse en un encuentro cara a cara con nuestro Dios.

La oración silenciosa ante Jesucristo sacramentado puede ser también una efusión de amor. El orar de rodillas ante el crucifijo con un arrepentimiento sincero por los pecados cometidos nos ayuda a ser más tolerantes y compasivos con los demás. Asimismo, las oraciones que rezamos en Misa pueden convertirse en una ofrenda de amor a nuestro Padre. De todas estas y otras maneras podemos orar tal como nos enseñó Jesús, nuestro Maestro.

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