La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Septiembre 2020 Edición

Bienaventurados los pobres de espíritu

Vaciarse de uno mismo para que Jesús nos llene

Bienaventurados los pobres de espíritu: Vaciarse de uno mismo para que Jesús nos llene

¿Qué ideas se te vienen a la mente cuando piensas en un reino soberano?

Quizás te remontas a los relatos de la edad media, en que los reyes solían habitar en imponentes castillos edificados en la cima de un monte escarpado o protegidos por un profundo foso de agua con puente levadizo, custodiado por guardias armados y caballeros andantes provistos de armaduras brillantes, aparte del monarca que ostenta una corona de oro y piedras preciosas y que se sienta en su majestuoso trono, con su corte de nobles y damas ataviadas con elaborados vestidos de seda fina, todos los cuales le rinden honor y obediencia. O tal vez prefieres pensar en alguno de los reinados más modernos y protocolarios, como la corte de la Reina Isabel de Inglaterra, por ejemplo. Pero ya sea que pensemos en cortes reales del medioevo o en reinados modernos, por lo general se nos ocurre que en un reinado siempre hay derroche de esplendor, opulencia y también una buena dosis de intrigas.

Ahora, trata de imaginarte otro tipo de reino soberano: un Reino habitado por obreros y campesinos que se congregan en torno al Rey, que a su vez es un carpintero que, a primera vista no evidencia nada fuera de lo común. Los súbditos, en lugar de escuchar el canto de románticos trovadores, ponen oído atento a las inspiradoras enseñanzas que brotan de los labios de este Rey majestuoso, que habla de semillas esparcidas por los labradores, de pastores y rebaños, de hijos y padres de familia.

Este es el singular reinado de Jesucristo, nuestro Señor, el Reino que él vino a inaugurar en la tierra. Como él mismo lo señaló en el Sermón de la Montaña, el Reino de Dios es una vida nueva de oración, ayuno y limosna, en el que se ha de poner la otra mejilla; una vida en la que cada uno debe tratar a los demás como quisiera ser tratado, y que nos llama a confiar plenamente en que Dios es capaz de proveernos de todo lo que necesitamos.

No es casualidad, pues, que Cristo comience el Sermón de la Montaña pronunciando las bien conocidas Bienaventuranzas, aquella serie de ocho bendiciones que recibimos cuando vivimos de acuerdo con los valores de Dios. En cierto modo, las bienaventuranzas son una sinopsis del resto del sermón y nos enseñan a vivir como ciudadanos del Reino de los cielos, y llevan la promesa de un premio: ¡Una vida de felicidad plena!

Hay mucho que se podría comentar acerca de cada una de las bienaventuranzas, pero en esta ocasión queremos hacer hincapié en tres de ellas: Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los misericordiosos, bienaventurados los pacificadores. Algunas versiones las presentan de esta manera: Felices los que tienen espíritu de pobres, felices los compasivos, felices los que trabajan por la paz. Otras dicen dichosos en lugar de bienaventurados o felices. Trataremos de descubrir cómo podemos poner en práctica estas bienaventuranzas, para llegar a experimentar la vida y la felicidad del Reino de Dios más profundamente.

La primera bienaventuranza es: “Dichosos los que tienen espíritu de pobres, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5, 3)

Una vida de abnegación. Si queremos entender qué significa ser pobre de espíritu lo mejor es contemplar a Jesús. Él, más que nadie, vivió esta bienaventuranza a plenitud y en forma perfecta. ¿Por qué? Porque en su corazón, ser pobre de espíritu significa vaciarse de uno mismo y hacer lo que nuestro Padre celestial nos pide.

Imagínate que Jesús, el eterno Hijo de Dios, está sentado en su trono celestial disfrutando del culto de adoración que le rinden miríadas y miríadas de ángeles. ¿Por qué iba a abandonar todo eso y entrar en este mundo lleno de pecado y dolor? Porque era pobre de espíritu y no quiso aferrarse a su condición divina, sino que “se anonadó a sí mismo” y vino a vivir entre nosotros como ser humano (Filipenses 2, 7). Entró en su propia creación, como un bebé frágil e indefenso, y se sometió a todas las limitaciones de nuestra naturaleza humana.

Pero la decisión de Cristo de ser pobre de espíritu no terminó con su nacimiento; más bien, cada día en el transcurso de su vida se dedicó a hacer solo lo que su Padre le mostraba, y hablaba solo lo que su Padre le decía que dijera. En lugar de buscar fama o prestigio para sí mismo, se vació completamente de sus propios deseos en bien de los enfermos, los poseídos, los pobres y los perdidos. En lugar de exigir reverencia como Hijo de Dios, habló de la misericordia de su Padre y trató a todos con esa misericordia. Y a cada momento del día ponía en práctica sus propias palabras, como cuando declaró: “El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud” (Mateo 20, 28).

Aun cuando siempre encontraba actitudes de sospecha y amenaza en algunos de los jefes de Israel, continuó vaciándose de sí mismo: “No hago nada por mi propia cuenta; solamente digo lo que el Padre me ha enseñado” (Juan 8, 28). Finalmente, cuando llegó el momento de la verdad, su anonadamiento llegó al máximo cuando “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz” (Filipenses 2, 8). Tanto se despojó de todo que pudo decirle a Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46).

El Reino de los Cielos es de él. Precisamente por haber vivido la pobreza de espíritu, el Padre resucitó a su Hijo de la muerte, lo exaltó en el cielo (Filipenses 2, 9) y le otorgó “el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús… toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre” (2, 10). La palabra “Señor” usada en este pasaje, Kyrios, es la versión griega del nombre que Dios le reveló a Moisés desde la zarza ardiente. Así tan alto es como el Padre premió a Jesús por haberse vaciado de sí mismo. ¡Literalmente le entregó el Reino de los cielos!

Por haberse desprendido de lo que le era propio y haber tomado la “condición de siervo” (Filipenses 2, 7), el Padre pudo “llenarlo” durante toda su vida. Por ejemplo, cuando Jesús les dijo a sus opositores “el Padre y yo somos uno”, estaba dando testimonio de lo totalmente unido que él estaba con su Padre; así les decía, a ellos y a nosotros, que todo el que se propone ser pobre de espíritu puede alcanzar una relación de intimidad con Dios. Ya sea que lo sintamos o no, Dios está siempre derramando su amor sobre nosotros cuando nos acercamos a él vacíos y pobres de espíritu.

Tal vez nunca nos toque sufrir una gran pobreza ni llegar a morir de un modo injusto e inhumano como él lo hizo, pero sí a todos se nos pide vivir con el mismo abandono. Recuerda, hermano, que Jesús no renunció a lo suyo únicamente en la cruz; lo hizo cada día de su vida. Confiaba absolutamente en su Padre para que le diera fortaleza y orientación y buscaba la voluntad de Dios de muchas maneras. Así también Dios quiere que cada uno de nosotros confiemos en él en todo; que nos vaciemos de nuestros propios deseos, para así llenarnos de la gracia que nos permita obedecerle y confiar en él.

“¡Aléjate de mí, Señor!” Tal vez se nos ocurra pensar que, debido a que Jesús era el Hijo de Dios, le costaba menos ser pobre de espíritu; pero en las Escrituras encontramos numerosos ejemplos de otras personas que también practicaron la pobreza de espíritu. San Pedro es uno de los mejores ejemplos.

Desde el principio, vemos al primer apóstol como un hombre esforzado cuya autosuficiencia y determinación le hacían caer en error o le impedían lograr lo que deseaba obtener. Cuando recién lo conocimos, Pedro había estado pescando toda la noche, pero las redes venían vacías (Lucas 5, 1-8). Luego Jesús, cuya experiencia de pesca era mínima comparada con la de Pedro, le manda echar de nuevo las redes y en el peor momento del día. A pesar de todo, Pedro saca tantos peces que casi se rompen las redes.

Al presenciar este milagro, Pedro se siente conmocionado y cayendo de rodillas le ruega a Jesús que se aleje (v. Lucas 5, 8), pues reconoce no solo que él no pudo pescar nada sino también su propia condición de pecador. Pero Jesús no se aleja, y más bien hace exactamente lo contrario: invita al pescador a permanecer con él y le promete que, si lo hace, lo hará “pescador de hombres”.

Esta fue la primera de muchas situaciones en las que Pedro tuvo que lidiar con sus propias limitaciones. Una y otra vez intentó valerse por sí mismo para lograr sus objetivos: caminar sobre el agua, convencer a Jesús de que evitara la cruz, prometer que nunca negaría a Jesús, aunque unas horas más tarde negó siquiera conocerlo.

Pero con cada intento de fiarse de sí mismo, su sentido de autosuficiencia se le fue desvaneciendo un poco más. Cada batalla (incluso las muy bien intencionadas) le mostraron que no era capaz de ser fiel al Señor por sus propios medios. Poco a poco fue aprendiendo que, solo acudiendo a Jesús como pobre y vacío, el Señor podia llenarlo. Solo los pobres de espíritu pueden recibir el Reino de Dios y la libertad de “pescar” a otros con la alegría y la esperanza del Reino de Dios.

Ven a llenarte. Entonces, ¿qué significa ser pobres de espíritu? Significa acogerse a Dios con las manos vacías; significa ofrecernos a Dios, sabiendo que él no espera que seamos dignos. También significa estar dispuestos a recibir los abundantes dones que Dios quiere darnos, en lugar de tratar de llenarnos de las cosas del mundo. Cuando reconocemos que tenemos las redes vacías, incluso después de haber “trabajado toda la noche” (Lucas 5, 5), nos encontramos en condiciones de recibir aquello que el Señor quiera darnos.

Es posible que tú, al igual que Pedro, también tengas que afrontar ciertas limitaciones y actitudes de autosuficiencia una y otra vez; y tal vez te sientas frustrado por no poder avanzar, lo que te lleva a pensar que por mucho que lo intentes no lograrás superar las situaciones. O incluso puede ser que, aun cuando te esfuerzas por hacerlo bien para el Señor, no ves que se produzcan los frutos que esperabas.

Pero sea como sea que te sientas, Dios está preparado para llenarte de gracia. Así que, esta semana, entra en la presencia del Señor en oración y dile algo como: “Señor, enséñame a ser pobre de espíritu. ¿Qué debo hacer para vaciarme de mí mismo de modo que puedas llenarme?” Si adoptas esta actitud de tener las manos vacías delante de Dios, comenzarás a ver en tu vida la bendición que Jesús prometió: Reconocer su Reino y vivir en él cada día.

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