La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio 2019 Edición

Un corazón de carne

El compasivo corazón de Jesús transformó mi insensible corazón en la capilla del hospital

Por: Alejandro Lee

Un corazón de carne: El compasivo corazón de Jesús transformó mi insensible corazón en la capilla del hospital by Alejandro Lee

En una puerta de madera que había en un pasillo del hospital donde yo trabajaba como asistente médico había un sencillo cartel que decía Capilla Eucarística. Aunque yo era católico practicante, había pasado frente a esa puerta cientos de veces. Yo solía llegar temprano para mis turnos en la Sala de Emergencia y tener tiempo así para tomar café. En realidad, no es que yo evitara entrar en la capilla, pero en mi interior me sentía incómodo de que me vieran haciendo oración en el trabajo, pues no quería tener que explicar y tal vez defender mi religión.

No obstante, tras unos meses empecé a sentirme intranquilo por la creciente indiferencia que estaba experimentando. Entre mis pacientes había quienes estaban sufriendo tragedias personales o familiares como el cáncer, el aborto, abuso físico y otros males, pero yo no conseguía sentir pesar por ellos. Un día fui a confesarme y le dije al sacerdote lo que yo pensaba sobre esto. Suavemente, pero con firmeza, él me dijo que tal vez Dios quería que yo “fuese otro Cristo” para mis pacientes de alguna manera. Pensé para mí: Cristo sin duda sentiría el dolor de cada persona y trataría de aliviárselo tanto física como emocionalmente.

Jesús con los enfermos. En las semanas siguientes oré bastante meditando sobre cómo actuaba Jesús frente a la enfermedad, el dolor y la violencia. En mi mente, lo vi cuando recorría las calles entre las multitudes que se apretujaban para verlo y tocarlo. Él conocía lo que había en el corazón de cada persona, lo bueno y lo malo; conocía sus pecados y sabía que un día él mismo podría vencerlos.

Como yo lo veía, había un inmenso mar de enfermedades y lesiones en torno a Jesús y un número incontable de enfermos que le pedían auxilio. Jesús sabía que no había mejor manera de entrar en el corazón de alguien que a través de la curación física; por eso, ponía las manos sobre ellos, oraba por ellos, sanaba sus dolencias y perdonaba sus pecados, dándoles así a probar un poco del cuerpo resucitado que un día tendrían y les demostraba que él quería que todos ellos disfrutaran de buena salud en todas las dimensiones de su vida.

Como dice el Papa Francisco: “Veo que la Iglesia es como un hospital de campaña después de una batalla. Es inútil preguntarle a un herido grave si tiene el colesterol alto. . . Primero hay que curarle sus heridas, luego podemos hablar de todo lo demás.”

Pero, aun cuando reflexionaba de esta manera en la oración, seguía sin sentir un gran cambio en mi persona. El “fragor” de la “batalla” diaria en el hospital no me dejaba poner atención a los dolores de personas individuales. Todo lo que podía ver era las “batallas” médicas que se libraban en la Sala de Emergencia.

Tras aquella puerta. Un buen día llegué temprano para empezar mi turno y al pasar frente a la mencionada puerta, el cartel me llamó la atención más que otras veces. Tal vez a instancias del Espíritu Santo, decidí entrar. Abrí la puerta y vi un tabernáculo dorado sobre una mesita, al lado del cual había un cuadro de la Divina Misericordia con las palabras Jesús, en ti confío y una imagen de la Virgen María. Una lucecita roja indicaba la presencia de nuestro Señor en el Santísimo Sacramento.

Me senté y comencé a rezar el Rosario y se me ocurrió pensar en esta pequeña salita convertida en capilla. Allí, escondida en un pasillo cualquiera del hospital, albergaba la presencia real de Jesucristo, Rey de Reyes y Señor del cielo y de la tierra. ¡Y yo era el único que estaba allí en la capilla con él!

Antes de que yo llegara, él estaba allí en la habitación solo: ¡Un Soberano que reina en su trono sin que haya nadie en su corte! Mientras yo oraba, escuchaba que, fuera de la puerta, la gente comentaba sobre sus planes para el fin de semana y los problemas que tenían con los compañeros de trabajo. Oía las sirenas de las ambulancias y el zumbido cuando pasaba una camilla o una silla de ruedas. El ruido del pasillo era señal de que mucha gente iba y venía, cada uno ocupado con su propia vida.

El “Rey olvidado”. Así fue como empecé a entrar en la capilla para rezar antes y después de cada turno. No he visto a nadie que entre deliberadamente y comencé a preguntarme por qué. En un hospital lleno de pacientes con males físicos y mentales, adicciones, graves traumas posteriores a una guerra o violencia, desamparo y abandono. . . ¿por qué no había venido yo, ni nadie más, a visitar a nuestro Señor? Era como si él fuera un rey olvidado que reina en su trono, pero nadie le pone atención.

Hoy, tal como cuando él recorría las calles de Galilea, la gente necesita a Jesús con desesperación. Hace dos mil años, el gentío lo apretujaba, buscando sanaciones y milagros. A veces pienso que la mujer afectada con hemorragias (Lucas 8, 43-48) solo quería tocar al Señor, pues de alguna manera sabía que él podía curarla. Ella había perdido la fe en la medicina de la época, pero sí creía en la curación divina. Aquí, en este hospital, la situación no es muy distinta. Hay muchas aflicciones que lo mejor de la medicina moderna no puede curar; pero Cristo sigue estando aquí presente y dispuesto a administrar misericordia y salud en forma gratuita. Está esperando que nos acerquemos a él y le pidamos.

Llegar a ser como Jesús. Cuando vine a visitarlo en la capilla, Jesús empezó a sanar mi corazón de la indiferencia y el adormecimiento que lo tenían envuelto. El tiempo que he pasado allí ha comenzado a cambiar la visión que tengo de mí mismo como proveedor de atención médica, y en lugar de limitarme a aliviar las dolencias físicas, hago lo posible por darles a los pacientes un sentido de la presencia de Cristo.

Esto lo hago con toda sencillez; por ejemplo, posando para una foto con un niño pequeño cuya herida yo suturé y diciéndole al oído “Me alegro de que estés aquí”; o regocijándome con una señora que se enteró de que estaba embarazada y no solo enferma, después de diez años de tratar de concebir; o diciéndole a un adulto mayor que la tos se debía realmente un tumor maligno, pero hacerlo de la manera más amable posible.

He llegado a comprender que el mejor modo de ser portador de la presencia de Cristo es pasar tiempo con él en la oración y la adoración. Cuando logré conocer de verdad a Jesús, no me pareció difícil dejar que su amor brillara a través de mí.

Alejandro Lee vive en la zona metropolitana de Washington, D.C.

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