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Pascua 2016 Edición

Vida, familia, presencia

Tres bendiciones de Pascua que son transformadoras

Vida, familia, presencia: Tres bendiciones de Pascua que son transformadoras

Una breve mirada al libro de los Hechos de los Apóstoles basta para ver que los primeros discípulos salieron en efecto a llevar el mensaje de Cristo por todas partes y poco a poco fueron construyeron la Iglesia iniciada por el Espíritu Santo en Pentecostés.

Trabajando codo a codo, se dedicaron a edificar la Iglesia sobre el fundamento de la gloriosa resurrección de Jesús, y la fueron formando como la familia de Dios. Allí, todos ellos reunidos como Iglesia, experimentaron la promesa de Jesús de que él estaría con ellos todos los días hasta el fin del mundo.

En este artículo, analizaremos estos tres aspectos de vida, familia y presencia, que fueron esenciales en la experiencia de los apóstoles, cómo cada una de estas realidades los fue orientando en su misión y cómo cada uno de nosotros puede experimentar las mismas realidades en su vida. Veremos que nada puede conferirnos más confianza y tranquilidad que saber que la resurrección de Cristo significa el principio de una vida completamente nueva para cada uno de sus fieles.

De la muerte a la vida. Este es uno de los temas más comunes del Libro de los Hechos. En el día de Pentecostés, Pedro declaró que Dios había resucitado a Jesucristo de entre los muertos, y que la resurrección demostraba que Jesús era el Señor y el Mesías (Hechos 2, 34-35).

Luego, cuando él y Juan curaron al cojo a la entrada del templo, Pedro dijo a la muchedumbre: “Y así mataron ustedes al que nos lleva a la vida. Pero Dios lo resucitó, y de esto nosotros somos testigos” (3, 15).

Más tarde, predicando en la sinagoga en Antioquia de Pisidia, Pablo declaró: “Así que nosotros les estamos anunciando a ustedes esta buena noticia: La promesa que Dios hizo a nuestros antepasados, nos la ha cumplido a nosotros, que somos los descendientes. Esto lo ha hecho al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo segundo: ‘Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy’” (13, 32-33). Si nos fijamos bien vemos que los apóstoles llevaban el mensaje de la resurrección de Jesús a todas partes. Es decir, se aprecia claramente que estaban sumamente gozosos y motivados al saberse protagonistas de la nobilísima misión de anunciar la buena noticia y cuánto disfrutaban compartiendo sus experiencias y testimonios con cuantos quisieran escuchar.

Es triste, pero en el mundo actual, la religión se ha reducido al cumplimiento de una serie de obligaciones y prohibiciones de moral, como si eso fuera toda la esencia de la vida cristiana, pero no es así. Cumplir las normas de moral es, sin duda, una parte importante de ella, pero la esencia misma de nuestra fe cristiana ¡es la resurrección de Jesús, aquel magno acontecimiento que transformó la vida de los apóstoles y de los miles y miles de discípulos que vinieron tras ellos. ¡Es la vida nueva que recibieron por la fe en Cristo!

Es obvio que obedecer los mandamientos de Dios exige esfuerzo y entrega, pero el mensaje vivificante que los apóstoles y los santos se dedicaron a proclamar es el siguiente: Que Dios ama a todos los seres humanos al punto de que estuvo voluntariamente dispuesto a soportar el dolor y la humillación inimaginables de la flagelación y la crucifixión, a fin de que todos los que creyeran en él experimentaran su amor e iniciaran una vida completamente nueva de unión con él, tanto aquí en el mundo mismo como en el cielo. ¡Este es el mensaje transformador que ha perdurado de generación en generación!

Todos podemos experimentar esta vida nueva cuando nos decidimos a mantener la mirada fija en el Señor resucitado, y la recibimos cuando nos entregamos en sus manos día a día y sin reservas, pidiéndole su gracia y luego haciendo lo mejor que podamos para llevar una vida grata a sus ojos. Y toda vez que caemos, por error o ignorancia, podemos retomar la vida nueva si nos arrepentimos y le pedimos perdón y su gracia para comenzar de nuevo. De modo que si usted desea ser parte de la victoria de Cristo Jesús sobre la muerte, adopte la resurrección de Jesús como el fundamento de su vida.

La familia de Dios. Inmediatamente después de relatar el episodio de Pentecostés, San Lucas nos explica que los primeros creyentes “eran fieles a la enseñanza de los apóstoles, compartir lo que tenían, reunirse para partir el pan y la oración” (Hechos 2, 42). Es decir, luego de recibir la magnífica y poderosa unción del Espíritu Santo, no volvieron a su vida antigua como si nada hubiera pasado. No, lo que hicieron fue formar la Iglesia reuniéndose como hermanos, compartiendo el amor de Jesús y animándose unos a otros a practicar su recién adquirida fe y crecer en ella. Así fue como comenzaron a celebrar la Sagrada Eucaristía en comunión fraterna, de la cual recibían la fuerza, la gracia y la alegría, mientras alababan al Señor reunidos en asamblea y comulgaban el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Santa Comunión.

Es interesante observar que todo lo que hacían, fuera lo que fuera, siempre lo hacían juntos. San Pablo nunca viajó solo en sus viajes misioneros (Hechos 13, 2; 17, 15; 18, 18); Pedro nunca predicó el Evangelio sin exhortar a los oyentes a formar comunidad y amarse mutuamente (1 Peter 1, 22) y cuando los apóstoles tuvieron que resolver el dilema de cómo dar la bienvenida a los gentiles que se incorporaban a la Iglesia, lo decidieron en conjunto (Hechos 15, 1-3). Incluso se reunían a rezar en las casas y cenaban juntos (Hechos 12, 11-13; 6, 1-2).

Esto nos hace ver que en lugar de considerar que la Iglesia no es más que una gran institución jerárquica, dirigida por el papa y los obispos, y de verla nada más como la guardiana de la verdad de Dios, deberíamos considerarla como una gran familia, ¡nuestra propia familia! La Iglesia es nuestro hogar, el lugar al que pertenecemos; el lugar donde nos reunimos con nuestros hermanos, que creen y practican lo mismo que nosotros y cuya fe y amor nos inspiran a crecer en el amor y la espiritualidad.

Jesús nunca quiso que ninguno de sus fieles caminara solo por la senda de la fe, porque sabe que nos necesitamos los unos a los otros para llegar a ser la clase de discípulos que él quiere que seamos y luego llevar su luz a todos cuantos nos rodean. De modo que la próxima vez que usted entre a su parroquia, sea ésta una magnífica catedral o una capilla pequeña y sencilla, piense que está llegando a casa después de un día seguramente largo y de arduo trabajo. Al ver a los demás feligreses, piense que son sus hermanos que vienen todos a cenar juntos en familia, dispuestos a compartir sus historias personales y regocijarse en el hecho de estar reunidos bajo el techo de su Padre celestial. Imagínese cuán apoyado y reanimado se va a sentir, y de cuánta sabiduría y amor fraternal se puede beneficiar. Luego, ¡agradézcale al Señor por haberlo llamado a formar parte de su familia!

“Yo estoy siempre con ustedes.” En aquel primer día de Navidad, el Verbo encarnado, el Hijo de Dios, entró en nuestro mundo y pasó desapercibido para la mayoría de las personas, salvo unos pocos pastores y unos sabios que llegaron a rendirle homenaje. Cuando Jesús era apenas un pequeñito, Herodes trató de matarlo. Más tarde, sus conciudadanos se sintieron ofendidos por lo que decía, e incluso sus propios discípulos tuvieron dificultades para entender lo que enseñaba y para creer en él. Luego, en el Viernes Santo, lo crucificamos. Ante semejante respuesta del ser humano, bien Jesús pudo haber renunciado a todo y habernos dejado solos en cualquier momento, pero no lo hizo. Por el contrario, continuó predicando, perdonando, sanando y amando.

Y cuando llegó el Domingo de la Resurrección, Cristo dijo a sus discípulos: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20). ¡Cuánta alegría debe haberlos llenado a todos! Aunque fueron muchas las ocasiones en que ellos no le entendieron, no aceptaron del todo lo que les decía o perdieron la fe, Jesús nunca les reprochó nada ni los dejó desamparados. ¡Por eso tuvieron tanta confianza en su presencia después de Pentecostés!

Hoy, el Señor nos dice estas mismas palabras a nosotros, y cada día que pasa nos hace ver que sus palabras son ciertas y verdaderas y se entrega literalmente en nuestras manos, en la forma de su Cuerpo y su Sangre, y jamás deja de hacernos partícipes de su vida divina en la Sagrada Comunión. El Señor nos habla constantemente en su Palabra y nos ofrece pacientemente su sabiduría y su consolación; siempre nos espera en la Confesión sacramental, por muchas que sean las veces que tengamos que arrepentirnos y confesar nuestros pecados. Y lo mejor de todo es que él mismo vive en nuestro corazón, es decir, está más unido a nosotros que nuestra esposa o marido, y está más cerca de nosotros que nuestro mejor amigo.

San Pablo nos dice que no hay nada que pueda “separarnos del amor de Dios: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes y fuerzas espirituales, ni lo presente, ni lo futuro, ni lo más alto, ni lo más profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas por Dios. ¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Romanos 8, 38-39).

Pero estas no son sólo palabras amables de consuelo que el apóstol escribió para hacernos sentir bien; son verdades espirituales que comunican vida y que emanaron de la experiencia personal del apóstol y de sus hermanos en la Iglesia. Pese a la persecución que había fuera y a la amenaza de división que surgía dentro, los cristianos siempre encontraban que Jesús estaba con ellos, fortaleciéndolos y guiándolos.

Así pues, en este tiempo de Pascua, propóngase decirle al Señor cada día que usted cree que él está allí a su lado. Todos los días, sean buenos o malos y sea que usted se sienta en paz o no, declare para sí mismo de un modo convincente: “Cristo vive en mí.” Luego, dirigiéndose al Señor, exprésele su gratitud: “Gracias, amado Jesús, por estar conmigo ahora mismo. Ven, Señor, y derrama tu gracia sobre mí, para conocer tu presencia ahora mismo. Guía mis pasos y protege mi corazón. Jesús, yo confío en ti y en tu amor.”

Impulsados por el Espíritu. Justo antes de ascender al cielo, el Señor predijo que cuando el Espíritu viniera, los discípulos serían sus testigos “en Jerusalén, en toda la región de Judea y de Samaria, y hasta en las partes más lejanas de la tierra” (Hechos 1, 8) y esto es exactamente lo que sucedió. En cada página del libro de los Hechos se pinta el cuadro de una Iglesia dinámica, que sigue avanzando con el poder del Espíritu Santo, captando el interés de mucha gente y trayendo al Señor cada vez a más personas.

Ahora entendemos el por qué. Cuando el Espíritu Santo bajó sobre los primeros discípulos, les mostró que toda la gracia y las bendiciones que recibían se debían a que Jesús había resucitado; les hizo entender que la muerte había sido derrotada, que ellos no estaban solos y que Jesús nunca los abandonaría. Estas maravillosas verdades, hechas realidad por el Espíritu Santo, encendieron un fuego abrasador en sus corazones y les hicieron salir al mundo con valor y confianza a llevar el mensaje de la salvación por todas partes. ¡Se trataba de una noticia tan novedosa y magnífica que no podían guardársela para sí mismos y tenían que compartirlas con todos sus familiares, amigos, conocidos y no conocidos!

Ahora bien, si usted, querido lector, quiere experimentar la misma alegría y confianza de los apóstoles y discípulos, dedíquese a leer los relatos de la resurrección del Señor que figuran en los evangelios y a orar al respecto. Recurra a su imaginación y piense que usted está allí junto a los discípulos aquel primer Domingo de la Resurrección, cuando ellos se encuentran con Jesús resucitado y se enteran de que Cristo ha derrotado a la muerte y todos los espíritus del mal. Aprecie la alegría que ilumina el rostro del Señor cuando él les dice: “Paz a ustedes” (Juan 20, 19). Adopte como suyos el júbilo del Señor y la alegría de su resurrección y acepte la victoria de Cristo como su propia victoria. Comprométase a serle fiel al Señor y deje que él le llene de su alegría.

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