La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio-Agosto 2016 Edición

Una ofrenda de valor inestimable

La intención es lo que vale

Una ofrenda de valor inestimable: La intención es lo que vale

“El Regalo de los Reyes Magos” es un cuento corto escrito por un autor estadounidense llamado O. Henry. Se trata de una pareja pobre que tiene grandes dificultades para sobrevivir.

Al llegar la Navidad, Delia y Jim deciden darse el uno al otro un regalo muy especial, pero como no tienen dinero, tienen que valerse de su imaginación.

Cada uno quería que su regalo fuera sorpresa, por eso, sin decirle a Delia, Jim decide vender el valioso reloj de oro que había heredado de su familia y con el dinero le compra a Delia un juego de peinetas muy exclusivas para la hermosa cabellera que ella lucía. Por su parte, Delia se corta el pelo y lo vende para comprarle a Jim una cadena de oro para su reloj. Al entregarse mutuamente los regalos, ambos se sienten profundamente conmovidos. No es que los regalos mismos fueran tan extraordinarios, pero para ellos guardaban un valor incalculable.

La moraleja de la historia es simple. Las demostraciones de amor son los regalos más valiosos que una persona puede dar. El reloj de Jim era de un valor inestimable porque no era sólo un reloj cualquiera, representaba su herencia familiar, los lazos que lo unían a su padre y a su abuelo durante muchos años. Igualmente, el cabello de Delia era una muestra de su femineidad y su espíritu libre. En resumen, esto fue lo que ambos se dieron el uno al otro: no sólo una cadena y un par de peines, sino el tesoro de su propio corazón.

Ahora bien, tomaremos este ejemplo y lo aplicaremos al relato de la mujer que rompió el frasco de perfume y ungió al Señor y veremos por qué esa acción fue tan valiosa para el Señor.

Regalos de incalculable valor. Sabemos que Jesús nos dio un regalo de valor inestimable en la cruz. ¡Le costó su propia vida! Esta es la medida real del valor de un regalo: el sacrificio que hace aquel que lo da, no el dinero que él o ella gasta. Pero ¿y nosotros? ¿Qué cosa podríamos darle a Jesús a cambio de todo lo que él nos ha dado a nosotros? ¿Hay acaso algún regalo que pudiéramos darle al Señor que siquiera en algo pudiera asemejarse al regalo inefable y de incalculable valor que él nos ha donado en su cruz?

Bueno, en cierto sentido sí lo hay. La respuesta es “el frasco”. ¡El frasco eres tú, hermano! La mujer llevaba algo muy valioso y de aroma exquisito en su frasco de alabastro y tú también llevas algo muy valioso y de aroma exquisito en el frasco de tu persona: tu corazón. Tal vez no te sientas tan importante a veces, pero recuerda siempre que Dios omnipotente te considera su hijo, y para él tú eres tan valioso que estuvo dispuesto a entregar a su único Hijo al terrible sacrificio de la cruz para salvarte a ti. Por eso, tú tienes efectivamente un regalo valiosísimo que le puedes dar al Señor, y se lo das cada vez que elevas a él tu corazón en alabanza y adoración en la oración sincera, cada vez que cumples sus mandatos y cada vez que lo imitas demostrando amor, bondad, compasión y fe en tus relaciones personales.

Nadie puede ofrecerle al Señor un regalo de valor equivalente al que él nos dio a nosotros muriendo en la cruz, pero sí podemos entregarnos nosotros mismos en sus manos, expresándole todo el amor y la devoción de que seamos capaces, amándolo a él y amando a nuestros semejantes.

El valor del amor —y de los regalos que el amor motiva— no es asunto de igualdad; es asunto del corazón. Delia y Jim lo sabían, y los padres de familia también lo saben. Cuando el papá o la mamá recibe un obsequio de su pequeñito, como un dibujo, una flor o algo que encontró, se siente sin duda conmovido por el gesto. El regalo es de valor incalculable, no por el valor monetario que tenga, sino por quién lo dio y por el amor que lo motivó.

Jesús conoce el corazón de cada uno de nosotros, y sabe lo que llevamos en el “frasco” de nuestra vida; sabe lo que somos capaces de darle y no espera nada más que eso. Si cada día le damos aquello que podemos darle, hacemos “una obra buena” para él y si se lo damos con todo el amor y la devoción que podamos, los regalos que le demos serán de valor inestimable para el Señor.

Hizo todo lo que pudo. Esto parece sencillo, sin embargo hay un pero. Si todo lo que le damos al Señor son palabras que afirman nuestra fe en él mientras tenemos el corazón centrado en otros intereses, no estamos cumpliendo el propósito. “Sólo aquello que podamos dar” no significa establecer un mínimo. Darle el corazón a Cristo comprende todo nuestro estilo de vida, no sólo el esfuerzo de asistir a Misa o el tiempo dedicado a la oración. Es como decirle a Jesús: “Señor, tu sacrificio por mí fue extraordinario y enorme, y yo también quisiera ser tan generoso contigo.” Delia tenía sólo su larga cabellera; Jim sólo su reloj de oro. Era todo lo que poseían para darse el uno al otro, y por eso sus mutuos regalos fueron de un valor incalculable.

La mujer que ungió a Jesús demostró la misma disposición, y lo hizo derramando todo su perfume sobre él. No le dio sólo un par de gotas; le dio todo lo que tenía.

En cierta forma, lo que hizo la mujer no fue muy provechoso. No pudo impedir que los discípulos se indignaran con ella, ni que Judas cambiara de idea y no traicionara a Jesús; no pudo evitar que los jefes de los sacerdotes y los ancianos se confabularan contra Jesús; tampoco pudo persuadir a Pilato que dejara libre a Jesús ni impedir que los soldados se burlasen de él y lo flagelaran. Tampoco pudo evitar que Jesús fuera crucificado.

Pero había algo que ella podía hacer y eso fue exactamente lo que hizo: “[Ella] ha hecho lo que ha podido” (Marcos 14, 8). Así le demostró al Señor cuánto lo amaba, ofreciéndole como sacrificio su posesión más valiosa. Mientras los apóstoles discutían sobre cuál de ellos era el más importante, mientras Judas urdía su plan para traicionar a Jesús y mientras todos los demás estaban ocupados preparándose para la Pascua judía, ella le ofrendaba al Señor su atención plena e irrestricta. Lo único que le preocupaba era demostrarle a Jesús todo el honor y la veneración que él se merecía y que ella podía darle.

¿Pasión o moderación? Un viejo refrán dice que hay que tomar todo “con moderación.” Esa idea es prudente cuando se trata de comida, bebida, trabajo y diversión, pero no lo es en lo que se refiere a nuestra actitud frente al Señor. El amor que Jesús nos tuvo en la cruz no fue un “amor moderado”, y nosotros también hemos de ofrecerle lo mismo a él. Cristo dedicó a nosotros cada onza de su energía, cada segundo de su tiempo y cada gota de su sangre. ¡Claro que nosotros debemos demostrarle mucho más que una devoción moderada día tras día!

Cuando el Rey David iba danzando jubilosamente delante del Arca de la Alianza (2 Samuel 6, 5), demostraba un amor que superaba la idea de la moderación. Cuando Abraham salió de su casa para trasladarse a una tierra de la que nunca había escuchado demostró una dedicación que muchos habrían considerado exagerada. Y nada es comparable a la devoción, la fe y el amor que la Virgen María demostró cuando le respondió al ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38).

Esta es la clase de devoción y pasión que demostró la mujer que ungió a Jesús. Y tal como lo descubrieron los otros héroes y heroínas de la fe, todo lo que supera la moderación provoca cuestionamiento y censura. Así fue exactamente como reaccionaron los discípulos al ver la extrema demostración de devoción. Ellos preferían la moderación, no la exageración, pero nada le iba a impedir a ella hacer lo que se había propuesto y Jesús la bendijo por su devoción.

Ser moderado significa no dejarse llevar por la emoción, ni sobrepasarse y no ser muy apasionado, pero tal actitud no deja margen alguno para la danza de David, ni la peregrinación de Abraham ni la entrega de María; no deja margen para derramar todo un frasco de costoso perfume sobre un maestro de Nazaret en lugar de guardárselo para uso personal. Pero esta clase de amor y dedicación conmueve profundamente al Señor; le llena de alegría y gratitud, y lo mueve a prodigar abundantes bendiciones sobre sus fieles.

El celo por tu casa me consume. La historia de esta mujer nos inspira a no ser moderados sino “exagerados” en nuestra dedicación al Señor; nos inspira a rechazar cualquier idea de censura en este sentido o la noción de que dar tanto de nosotros mismos a Jesús sea “un desperdicio” (v. Mateo 26, 8). Por el contrario, nos indica que un “derroche exagerado” como ese es hermoso y profundamente grato al Señor.

Cuando amamos apasionadamente a una persona queremos pasar todo el tiempo posible con él o ella aunque eso signifique renunciar a otras cosas que pueden ser útiles o buenas, y nos hacemos el tiempo necesario porque amamos a esa persona y queremos estar a su lado. De hecho, hasta nos produce cierta clase de placer interior hacer tales sacrificios porque ellos siempre nos ayudan a profundizar el amor que sentimos.

Así es como debemos acercarnos a Jesús en cada Misa, en toda ocasión de oración y cada vez que somos bondadosos o generosos con sus fieles. No es el valor monetario del regalo lo que cuenta y tampoco es el tiempo que se le dedica. Lo que cuenta es la razón por la cual lo demos y la actitud con que lo hagamos. Ojalá que todos procuremos hacerlo de la mejor manera posible. ¡Que el celo por el Señor nos consuma a todos!

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