La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Septiembre 2015 Edición

Una iglesia pobre para los pobres

El testimonio del Papa Francisco a los pobres de espíritu

Por: Rev. Guy Noonan

Una iglesia pobre para los pobres: El testimonio del Papa Francisco a los pobres de espíritu by Rev. Guy Noonan

El Papa Francisco habla con inmigrantes durante su visita del 8 de julio de 2013 en la isla italiana de Lampedusa, lugar al que llegan miles de personas de África con el deseo de emigrar a Europa.

Uno de los episodios más conmovedores de San Francisco de Asís fue su encuentro con un leproso fuera de las puertas de la ciudad. Todo comenzó cuando recibió el siguiente mensaje en oración:

“Si quieres conocer mi voluntad, tienes que odiar y despreciar todo lo que hasta ahora tu cuerpo ha anhelado y deseado poseer. Luego… Aquellas cosas que te hacían temblar anteriormente serán para ti motivo de gran gozo y contento.”

Este joven trovador, que había soñado con ser un valiente caballero andante rodeado de elegantes nobles y hermosas damas, se dio cuenta de que no podía tolerar a las personas que tenían alguna desfiguración física, una enfermedad o que sencillamente no eran atractivas. Pero sucedió que la próxima vez que se encontró con un leproso, se bajó del caballo, se dirigió al hombre, lo abrazó y lo besó. Este solo acto de profunda solidaridad tuvo un enorme impacto en la vida de Francisco porque fue un momento de conversión, un momento en el que encontró a Jesús en la persona de un marginado.

Creo que este tipo de conversión es a lo que el Papa Francisco se refiere cuando dice que quiere que todos seamos “una Iglesia pobre para los pobres.” Así como San Francisco, todos tenemos oportunidades para encontrar a personas marginadas, tal vez en nuestra propia parroquia o sirviendo en algún albergue para gente sin casa o simplemente cuando hacemos nuestros quehaceres cotidianos. Si mantenemos el corazón abierto, escucharemos que el Espíritu Santo nos mueve a poner oído atento a sus lamentos y clamores. Yo espero y rezo que cuando tengamos la oportunidad de experimentar uno de estos encuentros, los recibamos con alegría y aceptemos a todos aquellos que Dios pone en nuestro camino. ¡Cuántas conversiones podrían suceder si todos actuáramos así!

Aceptar a los inestables. Personalmente, yo tuve uno de estos “momentos de conversión” hace ya varios años. Había un hombre llamado Herbie que vivía cerca de nuestra casa en Washington, DC. Se emborrachaba con frecuencia, y nosotros le guardábamos en nuestra casa el escaso dinero que tenía. Un día Herbie tocó a nuestra puerta y venía con una actitud muy sentimental. Cuando lo saludé, me dio un gran abrazo y no me quería soltar. Recuerdo que yo me decía interiormente: “Guy, ¡no seas tan defensivo! Deja que Herbie te abrace y abrázalo tú también.” No me gustó nada hacerlo, pero lo hice. Yo sabía que tenía que bajar mis propias defensas, así como lo había hecho San Francisco. Y así como sucedió para el Santo de Asís, esta aceptación de un borracho repulsivo provocó un profundo cambio en mi corazón.

El Papa Francisco tuvo una conversión similar cuando fue provincial de los jesuitas en Argentina. Al principio trataba de mandar a todos, controlar sus acciones y hacer cumplir las reglas con absoluta rigidez. Un tiempo más tarde, reconoció que actuando de esta manera, había levantado, sin darse cuenta, barreras de división entre sí mismo y sus hermanos. Pero cuando lo enviaron a Córdoba, no sólo vino a enfrentarse cara a cara con los pobres, sino también a encontrarse con su propia pobreza, la pobreza espiritual que le impedía amar como Jesús ama.

Dándose cuenta de esto, Francisco empezó a cambiar. De ser un hombre espiritualmente pobre, se convirtió en un pobre de espíritu, y esa suerte de pobreza fue liberadora, porque le confirió la libertad de hablar con claridad y en forma franca; lo libró de la preocupación y la ansiedad que suele acompañarnos como una sombra cuando nos encontramos inquietos e inseguros. Así fue como pudo aceptar a todos, ricos y pobres, y llegar a ser un testigo de la libertad que Cristo desea que todos tengamos: la libertad de amar a los marginados, los pobres, la gente que vive en las periferias. Esta experiencia, creo yo, sentó las bases para su llamada a crear una Iglesia que sea pobre de espíritu, una “Iglesia pobre para los pobres”.

En los márgenes. En su condición de Papa, Francisco sigue dando testimonio de la suerte de Iglesia que quiere que todos lleguemos a ser. En su primer viaje apostólico no fue a visitar a un importante jefe de estado o un santuario magnífico de algún lugar en el corazón de la Europa católica. No, fue a visitar a los refugiados africanos que habían naufragado cerca de la isla italiana de Lampedusa; es decir, fue a ver a gente que ni siquiera se encontraba en las periferias: era gente que había naufragado en el mar, sin tierra firme que pisar, y fue a verlos para solidarizar con ellos y orar con ellos.

El Santo Padre ha seguido haciendo esto desde su elección. Lo hemos visto visitando a los pobres que tanto sufren en Siria, Río de Janeiro, Nigeria y las Filipinas. Lo vemos buscando aquellas áreas que son frágiles del Cuerpo de Cristo y decirles que ellos son nuestros hermanos y hermanas, dignos de nuestra atención y amor.

Su actitud también es evidente en las personas que ha nombrado como cardenales. Varios de ellos vienen de tierras tales como Haití, Filipinas, Tonga y Myanmar, no de los centros tradicionales de poder como los Estados Unidos y Europa occidental. Francisco está deliberadamente dando voz a los lugares que hasta ahora no han tenido mucha representación en el Vaticano, a los pobres y marginados dentro de la Iglesia.

Receptores en pie de igualdad. Ahora, el Papa Francisco nos llama a dar más atención a la gente que se encuentra en las periferias, pero no tanto porque necesiten atención y cuidado y no quiere fomentar una visión de “nosotros y ellos”. Lo hace porque quiere romper las barreras de las divisiones. Y tampoco está pidiendo que los ricos se hagan pobres. Más bien, lo que le preocupa es que dejemos de lado el pensamiento de que nuestra riqueza o pobreza determine lo que somos o cuánto merecemos nosotros recibir amor y cuidado.

Esto es algo que explico con frecuencia en mis homilías. Me gusta decir que si cada uno de nosotros pusiera atención a su propia historia, nos daríamos cuenta de que nosotros también somos pobres, porque no somos creadores de nuestra propia vida y no podemos controlar completamente el curso que ella seguirá. Toda la vida es un don de Dios, y todos somos igualmente receptores del mismo don. Ricos y pobres, con casa o sin casa, educados o analfabetos, todos somos iguales.

Esta verdad se demuestra cada vez que celebramos la santa Misa, porque la Eucaristía es la gran “niveladora”. No importa quiénes seamos o lo que hayamos logrado hacer, todos recibimos la misma hostia; todos bebemos del mismo cáliz. No hay un cáliz para los ricos y uno para los pobres. Los poderosos no reciben una hostia más adornada ni más grande que los indefensos. En efecto, Papa o mendigo, todos participamos del mismo pan y del mismo cáliz, sin importar cuáles sean nuestros antecedentes y nuestra condición social.

Una iglesia pobre. En mi parroquia, aquí en San Agustín, estamos tratando de vivir estas realidades de una manera práctica. El Papa Francisco nos ha alentado a todos los sacerdotes a “salir de la sacristía” a fin de encontrarnos con la gente y compartir a Cristo con ellos. No esperes a que ellos vengan a ti; no esperes que ellos sean como tú. Sal a la calle y encuéntralos a cada uno con su propia historia personal.

Así fue que, cuando iniciamos una “despensa social” para los pobres, le añadimos un nuevo ingrediente, porque a las personas a quienes servimos les llamamos “nuestros invitados”, no los “necesitados” ni los que “pasan hambre.” Y es interesante como sólo un cambio de palabras puede marcar una verdadera diferencia, porque deja en claro que nuestro objetivo es hacer posible para ellos una experiencia positiva. Nos recuerda que debemos tratarlos de la manera como trataríamos a un visitante especial en nuestra propia casa o a los miembros queridos de nuestra familia y no sólo como “bocas que alimentar.”

En la despensa social, también tenemos lo que llamamos “víveres básicos” y “víveres de mayor valor.” Los víveres básicos son los alimentos que todos necesitamos día a día: frijoles y arroz, mantequilla de maní y pan. Esto se lo damos a todos los que llegan. Pero también tenemos algo especial: postres y frutas frescas, golosinas e incluso hortalizas frescas del huerto comunitario de nuestra parroquia. Luego pedimos a nuestros invitados que escojan lo que les gustaría recibir. Cuando les damos la opción estamos reconociendo su dignidad, y ellos ya no se sienten como mendigos. Pueden mirar y escoger lo que quieran, y esta opción les ilumina el rostro con grandes sonrisas. Se sienten tratados como personas valiosas, como familiares, y eso se nota.

El don del encuentro. El Papa Francisco maneja un carro viejo y maltratado; vive en un apartamento modesto y celebra la Misa con vestiduras comunes. Luego, se desvía del camino para ir a saludar a los pobres, los enfermos y los que sufren. Su vida humilde y sencilla ha hecho que la gente de todo el mundo lo reconozca, y esta ha sido una gran bendición para la Iglesia.

Pero reconocer la realidad no es lo mismo que actuar. Me imagino que si el Papa Francisco viniera a mi iglesia un domingo y predicara en la misa, tendría para nosotros palabras de aliento, pero también de exhortación. Nos pediría que tratáramos de vivir con mayor sencillez; nos pediría que gastáramos menos dinero en nosotros mismos y diéramos lo que sobre a la gente cercana que está sufriendo y que pasa por aprietos y dificultades.

También nos diría que saliéramos a conocer y saludar a estas personas, a tocarlos y escuchar sus historias. Así es como podemos terminar con nuestra pobreza espiritual y, al igual que San Francisco de Asís, descubrir la gracia de amar a todos por igual, tal como Jesús nos ama a nosotros.

Así pues, acatemos las palabras del Papa Francisco y su testimonio. Procuremos vivir en la práctica esta visión y lleguemos a ser una Iglesia pobre para los pobres. Si lo hacemos, todos llegaremos a ser mucho más ricos a los ojos de los demás.

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