La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero de 2019 Edición

Una gran multitud de santos

Probablemente tú tienes más santidad de lo que piensas

Una gran multitud de santos: Probablemente tú tienes más santidad de lo que piensas

Nosotros, los católicos, amamos a los santos, ¿no es así? Nuestra tradición está llena de historias de hombres y mujeres heroicos que dieron toda su vida en servicio al Señor y a su pueblo. Veneramos a mártires como San Esteban y Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein); a obispos, como San Pedro y San Carlos Borromeo, a monjas como Santa Teresita de Lisieux y Santa Catalina de Siena, y a hermanos religiosos como San Francisco de Asís y San Andrés Bessette. Le rezamos a San Antonio cuando se nos ha perdido algo valioso; los estudiantes pueden rezarle a Santo Tomás de Aquino antes de un examen importante y las madres embarazadas pueden pedirle a San Gerardo Mayela que interceda por un parto seguro. Y, naturalmente, le pedimos ayuda a la Virgen María para todo.

Por cierto, ¿quién sabía que también existe un santo patrón para los pilotos de líneas aéreas (San José de Cupertino, que levitaba), uno para los funerales (San José de Arimatea, quien sepultó a Jesús), y uno para los conductores de vehículos y viajeros (San Cristóbal).

Toda esta atención a los santos es, por supuesto, algo muy positivo. Con todo, es posible fijarse tanto en estos héroes y leyendas del pasado que nos olvidamos de que hay santos ahora mismo junto a nosotros. Podemos empezar a pensar que la santidad está muy lejos del alcance del ciudadano común y corriente como nosotros; pero la verdad es que cualquiera puede convertirse en santo. De hecho, tú mismo puedes ya ser uno y ni siquiera lo sabes.

Honor a los santos. Esto pareciera ser una afirmación audaz, pero solo es así porque hemos elevado la idea de la santidad a un pedestal casi inalcanzable. En cambio, las Escrituras nos dan una visión distinta. ¿Sabías tú que San Pablo se refiere a menudo a los cristianos como “santos”? Por ejemplo, sus cartas a los efesios y los filipenses están dirigidas a “los santos” de esas ciudades (Efesios 1, 1; Filipenses 1, 1). Incluso a los corintios, una iglesia que estaba plagada de escándalos, divisiones y corrupción, les dice que: “en Cristo Jesús fueron santificados y llamados a formar su pueblo santo” (1 Corintios 1, 2).

¿Por qué el apóstol se preocupa tanto de poner de relieve la santidad de quienes integraban estas iglesias? No era porque quería halagarlos ni porque fuera descuidado con las palabras. No, Pablo les llamó santos porque realmente creía que eran santos, tal como probablemente llamaría santos a la mayoría de nosotros. La clave es: ¿En qué basaba Pablo semejante confianza?

Bautizados en la santidad. En primer lugar, Pablo comprendía lo poderoso y liberador que es el Sacramento del Bautismo. En el transcurso de su ministerio, vio incontables números de personas cuyas vidas habían cambiado tan radicalmente cuando le dieron su vida a Cristo y fueron bautizados. Esto lo llevó a entender que el Bautismo hacía pasar a una persona de la muerte a la vida (Romanos 6, 4) y comenzó a reconocer que el Bautismo era un “baño de purificación” que nos limpia y nos santifica; es decir, nos hace santos (Efesios 5, 26; 1 Corintios 6, 11).

En efecto, el Bautismo planta en nosotros la semilla del poder de Dios que nos transforma en santos, y nos habilita para hacer cosas que no podríamos hacer por nosotros mismos. Sin este potente don de la gracia de Dios jamás podríamos llegar a ser santos.

La mayoría de nosotros fuimos bautizados cuando éramos bebés. Es decir, no fue nuestra la decisión de ser bautizados y ni siquiera podemos recordar cómo fue esa ocasión. Tampoco sabemos cómo era nuestra “vida anterior” porque ¡éramos bebés! Y por eso a veces nos resulta difícil creer que hemos sido santificados por el Señor. Pero a los ojos de Dios, eso es lo que efectivamente ha sucedido. Tú ya eres santo, aun si no te parece serlo. Tú ya fuiste separado o consagrado a Dios como su hijo predilecto. Él te ha reclamado para sí, te ha redimido, te ha justificado y no va a dejar de llamarte ni exhortarte a que lo recibas y le des la bienvenida en lo más profundo de tu ser.

Apártense. Por supuesto, no basta confiar únicamente en el Bautismo para hacernos santos. Sabemos que todos cometemos faltas y pecados, a veces graves o pecados mortales. Pablo lo sabía bien. Por eso nos dijo: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente” (Romanos 12, 2). El Bautismo nos consagra y nos marca como hijos de Dios, pero nosotros tenemos que “despojarnos” de aquellas inclinaciones que aún tenemos y que son propensas al pecado y “revestirnos” con la nueva vida que Jesús nos ha dado (Efesios 4, 22. 24).

Esta es la otra parte de lo que significa ser santos: Apártense ustedes del mundo, porque Cristo los ha separado. Llegamos a ser santos cuando llevamos una vida diferente a la del resto; cuando aceptamos las mociones del Espíritu Santo y obedecemos los mandamientos del Señor y cuando rechazamos las tentaciones a pecar, que están siempre llegando. Nos hacemos santos cuando buscamos al Señor en la oración y le pedimos que nos llene de su amor, cuando buscamos la unidad con nuestros hermanos y hermanas y cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la santa Misa.

San Pablo llamaba “santos” a todos los primeros cristianos porque sabía que la santidad no está reservada solo para unos pocos creyentes especiales y heroicos. En efecto, no es algo que solo algunos pueden aspirar a conseguir. Dios quiere que la santidad sea una parte normal de la vida cotidiana de todos sus hijos. Esa fue precisamente la razón por la cual envió a su Hijo unigénito a vivir entre nosotros, y esa fue la razón por la cual nos ha dado a todos el don del Espíritu Santo. Así pues, cada uno puede llegar a ser como Cristo; cada uno puede cultivar la pureza, la inocencia, la misericordia y la compasión, y el Señor nos acompaña siempre en nuestro caminar.

Una vida consagrada. Sabemos que este llamamiento a la santidad puede resultar sumamente exigente, ¿no es así? Especialmente cuando reflexionamos sobre nuestra vida de fe, vemos que aún nos queda mucho camino por recorrer antes de llegar al tipo de santidad que queremos alcanzar. Tal vez pensamos que es imposible lograrlo o que somos indignos del amor y la gracia del Señor, o tal vez que hemos de merecer todos estos dones en lugar de disponernos a recibirlos gratuitamente y con humildad. Esto puede llevarnos a pensar que la santidad es una meta muy lejana, casi inalcanzable.

Pero no es así como Dios nos considera. Sí, es cierto que tenemos que mantenernos atentos para no ceder a la tentación, estar conscientes de nuestras faltas y errores y buscar indicios de soberbia en nuestros razonamientos. Pero si nos fijamos únicamente en todo lo que tenemos que hacer, corremos el riesgo de perder de vista lo que ya hemos avanzado y olvidarnos de que la santidad no siempre significa alcanzar la perfección, sino vivir consagrados a Dios. Podemos olvidarnos también de que somos muy similares a los primeros cristianos. Pensemos, por ejemplo, en lo siguiente:

• ¿Procuras tú ir a Misa cada domingo? Si lo haces, te estás apartando de otras actividades y separando tiempo para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

• ¿Dedicas tiempo a la oración personal y la adoración a Dios? Si lo haces, te estás apartando de otras tareas que podrías hacer o no hacer.

• ¿Te cuidas de no propagar chismes ni pronunciar palabras ofensivas? Si lo haces, te estás apartando de la corriente de rivalidad que hay en el mundo y de aquello que causa divisiones.

• ¿Vas a confesarte? Si lo haces, te estás apartando de tu propia tendencia a no asumir la responsabilidad por tus pecados y acercándote al Señor.

• ¿Te haces un examen de conciencia y reconoces cuando has cometido pecado? Si lo haces, te estás apartando de la tendencia demasiado común a restarle importancia al pecado y sus efectos.

• ¿Tratas de educar a tus hijos o nietos en la fe? Si lo haces, estás apartando o consagrando a tu familia para que sea una iglesia doméstica, un testimonio vivo del amor de Dios.

Si lo pensamos bien, cada uno de nosotros puede analizarse y descubrir de qué manera o en qué sentido se puede apartar más de la corriente del mundo para consagrarse al Señor. Si lo hacemos con honestidad y perseverancia y lo ponemos por obra, el Señor nos bendecirá.

Ya, pero no todavía. Hermano, no olvides jamás que tú ya eres parte del “sacerdocio al servicio del rey, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2, 9), pero también recuerda que todavía tienes un largo camino que recorrer para alcanzar la santidad que el Señor te pide. Ninguno de nosotros ha llegado aún a su hogar celestial, así que sigamos pidiéndole al Señor que nos santifique con su gracia mientras nosotros hacemos todo lo posible por practicar la santidad que él espera de sus fieles.

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