La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio 2020 Edición

Siervo del Evangelio

La vida de San Antonio de Padua

Por: Jeanne Kun

Siervo del Evangelio: La vida de San Antonio de Padua by Jeanne Kun

Son muchísimas las historias que circulan acerca de los extraordinarios sucesos que colorearon la vida de San Antonio de Padua, el “hacedor de maravillas”. Cuentan que los peces del río le escuchaban predicar, con la cabeza atentamente levantada fuera del agua, cuando la gente de corazón duro se negaba a hacerle caso, y que, en un altercado con un hereje, le desafiaron a dar pruebas de la presencia de Cristo en la Eucaristía. Para ello, pusieron a una mula en ayuno para que al liberarla, ésta optara por comer el heno o adorar a Jesús. Llegado el momento, el animal no le hizo caso al heno y se arrodilló frente a la presencia de Cristo en la sagrada Hostia, ante el estupor de la multitud. También hay estatuas que presentan a Antonio con el Niño Jesús en brazos, en recuerdo de la ocasión en que el Niño se le apareció envuelto de un resplandor maravilloso.

Otra de las cosas que se le atribuyen a este popularísimo santo es la facultad de encontrar cosas perdidas. Cuando un novicio huyó del monasterio con un libro de los Salmos en el que Antonio había escrito sus notas para enseñar a sus frailes franciscanos, el santo oró por el joven fugitivo y por la recuperación del libro. Poco después, el novicio arrepentido regresó a la orden llevando el valioso salterio para devolverlo. Desde entonces, millones de personas le han pedido ayuda a San Antonio para encontrar cosas perdidas, incluso para encontrar novio.

Pero más allá de los prodigios, milagros y cautivadores relatos que se cuentan acerca de San Antonio, veamos al hombre que amó a Dios en forma apasionada y que proclamó la verdad del Evangelio sin descanso.

Hijo de Portugal. San Antonio de Padua, como es conocido en el mundo, nació no en Padua, Italia, sino en Lisboa, Portugal, en 1195 y su nombre no era Antonio, sino Fernando de Bulhões. Su padre era caballero en la corte del rey Alfonso I, y Fernando creció soñando con las hazañas marciales de los caballeros en brillantes armaduras. Sin embargo, al cumplir los 15 años de edad, decidió entrar en el monasterio agustino de San Vicente, situado en las afueras de Lisboa.

Llevaba dos años allí cuando se dio cuenta de que los frecuentes visitantes que llegaban al monasterio lo distraían demasiado, por lo que pidió ser transferido al monasterio de Santa Cruz, en Coimbra, la capital de Portugal. En los ocho años siguientes se dedicó de lleno a la oración y al estudio de la Sagrada Escritura, siendo además un ávido estudiante de teología y de los Padres de la Iglesia. La mayoría de los historiadores piensan que fue en este tiempo en que recibió la ordenación sacerdotal. Pero Fernando no sabía que su vida daría un giro drásticamente distinto.

En 1220, llegaron al monasterio de Santa Cruz los cuerpos de cinco franciscanos que habían sido martirizados por predicar a los musulmanes en Marruecos. La historia de estos hombres conmovió tanto a Fernando que brotó en él un profundo deseo de entregar su propia vida por Cristo, aunque se dio cuenta de que no podría hacerlo como monje agustino. Cuando al poco tiempo visitaron el monasterio unos franciscanos mendicantes, se sintió interesado en la vida de estos frailes y les dijo: “Con gusto tomaré el hábito de su orden si me prometen que tan pronto lo haga ustedes consigan enviarme a la tierra de los sarracenos.” Después de recibir el permiso que de mala gana le concedió su superior, Fernando cambió su hábito agustino blanco por la túnica gris de los hermanos franciscanos y adoptó el nombre de Antonio, en homenaje al gran patriarca monástico San Antonio del Desierto o San Antonio Abad.

El punto decisivo. Habiendo cumplido los 26 años de edad, Antonio se embarcó hacia Marruecos con el propósito de convertir a los musulmanes; sin embargo, una prolongada fiebre le obligó a renunciar a su sueño. Así se dio cuenta de que Dios le pedía que hiciera otro tipo de sacrificio, aunque no sabía cuál. Navegando de regreso a Portugal, una gran tormenta arrastró al barco hacia Sicilia, Italia, donde conoció a unos frailes franciscanos que lo cuidaron hasta recuperar la salud. Junto con estos hermanos, Antonio emprendió el viaje hacia el ahora célebre “Capítulo de las Esteras” de los franciscanos, celebrado en la ciudad de Asís en la época de Pentecostés de 1217, donde se reunieron 3.000 frailes con su fundador San Francisco.

Al cabo de la reunión, Antonio fue asignado al monasterio de San Pablo, cerca de Arezzo, donde se puso al servicio de sus hermanos celebrando la Misa, lavando platos y barriendo pisos. Le agradaba la sencillez de esta nueva vida, pero lo que más le satisfacía eran las largas horas en las que podía recluirse en una caverna y dedicarse a la oración contemplativa y a la adoración.

Ninguno de los frailes de San Pablo sospechaba que su nuevo compañero estaba dotado de una lúcida inteligencia y de un gran conocimiento de las Escrituras, lo que quedó en evidencia en 1222, en una ceremonia de ordenación celebrada en Forli. Cuando a varios franciscanos y dominicos les pidieron que predicaran la homilía, todos se rehusaron y llamaron a Antonio para que pronunciara “lo que el Espíritu Santo pusiera en su boca.” Antonio lo hizo y sus oyentes quedaron admirados de su elocuencia y de la pasión con que hablaba. Esto puso fin a la vida contemplativa de Antonio, pues el provincial franciscano le encargó predicar en público.

“Martillo de los herejes”. El siglo XIII fue una época de intensa actividad política, económica, social y religiosa en Europa. El feudalismo, sistema de propiedad de la tierra que había durado por siglos, estaba declinando mientras la creciente clase mercantil iba ganando influencia. Las monedas acuñadas se hicieron más comunes y desplazaron a la tierra como medida de riqueza, aparte de que se multiplicaban los evangelizadores itinerantes y los falsos maestros, entre ellos los valdenses y los albigenses, especialmente entre la gente menos educada.

Los albigenses criticaban a los sacerdotes católicos, cuyo comportamiento frustraba la eficacia del Evangelio; sin embargo, también negaban la realidad de la naturaleza humana de Cristo y la resurrección del cuerpo. Fue en este turbulento entorno que las órdenes franciscanas y dominicas —que eran nuevas formas de vida religiosa— comenzaron a existir.

Durante sus giras de predicación por el norte de Italia y el sur de Francia, Antonio fue reafirmando la fe de los fieles, invitando a los pecadores a arrepentirse y trayendo de regreso a la fe a quienes se habían desviado de ella. Sus estudios como monje agustino, junto con su amor por el espíritu franciscano, hicieron de él un testigo contundente del Evangelio. Reconociendo que no era suficiente proclamar la doctrina correcta para ganarse el corazón de las personas, Antonio ratificaba sus palabras con el ejemplo de una vida cristiana genuina. “El predicador debe ser, de palabra y de ejemplo, un sol para aquellos a quienes predica” dijo una vez, y también “nuestra vida debe ser una fuente de calidez para el corazón de los hombres, y nuestra enseñanza una luz que los alumbre.”

Antonio prefería presentar la verdad del cristianismo de una manera positiva y defender la fe con el ejemplo de su vida antes que enfrascarse en discusiones con los herejes. No obstante, también era capaz de refutar a los falsos maestros con su cabal conocimiento de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Por el éxito que tuvo, comenzaron a llamarle “Martillo de los herejes”.

Maestro y predicador. Por esta época, San Francisco le encargó a Antonio enseñar la teología a los frailes. Fue el primer miembro de la orden que asumió esta función y enseñó brevemente en Bolonia, Montpellier y Tolosa. Sin embargo, su misión principal siguió siendo la de predicar. Su conocimiento, su elocuente poder de persuasión, su magnética personalidad y su voz clara y profunda atraía a grandes multitudes. En una notable ocasión, una señora a quien su marido le había prohibido ir a escuchar a Antonio, abrió las ventanas de su habitación para escuchar, aunque a buena distancia, el sermón. Su marido, asombrado por lo que consideró un milagro, se sintió movido hasta el corazón por el mensaje de Antonio.

Muy querido y respetado por sus hermanos franciscanos, Antonio fue elegido provincial de los frailes en el norte de Italia en 1227. Durante los tres años siguientes también cumplió la misión de enviado especial ante el Papa Gregorio IX, predicó por toda Italia y escribió los “Sermones dominicales”, para ayudar a otros predicadores a preparar sus propias homilías. En una ocasión, después de haber predicado, el Papa dijo que Antonio era “el Arca del Testamento”, por el profundo conocimiento que éste tenía de las Escrituras. Más tarde le encomendó escribir los Sermones festivi para los días de precepto de la Iglesia.

Su amada Padua. En junio de 1230, el Papa Gregorio IX liberó a Antonio, a petición de éste, de sus obligaciones de provincial para que se dedicara de lleno a la predicación. Desde entonces se radicó en Padua, ciudad cuya población le era muy querida desde cuando había predicado allí. Así tuvo el privilegio de ver el fruto de su trabajo en los meses finales de su vida.

Los sermones de Antonio produjeron una auténtica transformación entre los ciudadanos de Padua, conforme él les instaba a confiar en la misericordia de Dios y recibir su perdón. Las antiguas rencillas entre vecinos se resolvían en forma pacífica, muchos abandonaron la vida inmoral y quienes habían robado algo lo devolvían para adoptar una vida de honestidad. Las tiendas y las oficinas cerraban cuando unas 30.000 personas se reunían en plazas o campos abiertos para escuchar la predicación. Un grupo de jóvenes protegía a Antonio, pues lo rodeaban multitudes de entusiastas, algunos armados de tijeras para cortar pedazos de su hábito como reliquias.

Preocupado por los pobres, Antonio predicaba contra los intereses abusivos que cobraban los usureros y persuadió a la ciudad a promulgar una ley contra la práctica de encarcelar a los deudores que eran incapaces de pagar sus deudas. Pero su primer objetivo era llevar a cuantos podía a reconciliarse con Dios. No se contentaba con que hubiera multitudes de oyentes, si el confesionario permanecía vacío. Antonio pensaba que eso era como “salir a cazar todo el día y volver con la bolsa vacía”. Así pues, después de la Misa y del sermón matutino, solía escuchar confesiones el resto del día.

“Veo a mi Señor.” Después de predicar durante la Cuaresma y la primavera de 1231, la salud y la vitalidad de Antonio declinaron bastante, aunque apenas tenía 36 años, por lo cual se retiró, con dos compañeros, a un bosque donde disfrutaba de la solitud y la oración en una celda construida bajo las ramas de un gran nogal. Cuando vio que su vida iba mermando, pidió ser llevado de regreso a su querida Padua, pero solo pudo llegar hasta las afueras de la ciudad, donde murió el 13 de junio de 1231. Próximo a fallecer, había dicho con alegría a sus compañeros: “Veo a mi Señor”.

Antonio fue canonizado el año siguiente por el Papa Gregorio IX. En 1946, el Papa Pío XII declaró formalmente a San Antonio de Padua Doctor de la Iglesia. Antonio conoció la compasión y la bondad de Dios y movió a muchos a seguir a Cristo de todo corazón, proclamando la misericordia en elocuentes sermones y con el testimonio de su vida.

Si lo acontecido en Padua sirve de indicación, la vida de Antonio es un ejemplo de lo que puede suceder en cada uno de nuestros hogares y vecindarios si nosotros seguimos a Jesús de todo corazón y no dejamos pasar las oportunidades que se presentan para compartir la buena nueva del Evangelio con aquellos que viven o trabajan cerca.

Jeanne Kun es colaboradora de La Palabra Entre Nosotros desde hace años.

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