Nicea: el Concilio que nos legó el Credo
Por: Carlos Alonso Vargas

Es el año 325 de la era cristiana. Durante casi tres siglos el cristianismo ha ido creciendo a pesar de las frecuentes persecuciones, y ya se ha extendido por todo el Imperio Romano e incluso más al este de él, hacia Armenia, Mesopotamia y la India. Hace apenas veintidós años se desató la última persecución, la más sangrienta, ordenada por el emperador Diocleciano. Pero la suerte de los cristianos en el Imperio comenzó a cambiar para bien con un edicto del emperador Galerio en el año 311, que les reconoció ciertos derechos y permitió tolerarlos; y esta libertad se consolidó en el año 313, cuando el emperador Constantino, con su célebre Edicto de Milán, otorgó a los cristianos amplia libertad para practicar su fe. Ha comenzado entonces una época de paz y prosperidad para toda la Iglesia, y grandes números de habitantes del Imperio piden ser bautizados.
Surge una herejía. Pero en eso surge en la ciudad de Alejandría, en Egipto, alrededor del año 318, un sacerdote llamado Arrio que comienza a difundir una enseñanza bastante extraña acerca de Jesucristo. Hasta entonces el consenso y la doctrina común entre los cristianos era lo que aún hoy sostenemos: que Jesucristo era Dios y hombre; que como Dios había existido desde toda la eternidad, pero que como hombre había nacido en Belén, de María la Virgen. Todos los cristianos creían en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque es cierto que todavía no habían visto necesario definir o formular exactamente cuál era la relación entre las tres Personas de la Trinidad (el mismo término “Trinidad” no se había acuñado aún, aunque es incuestionable que la fe cristiana era trinitaria desde su origen). Arrio, probablemente queriendo explicar en forma racional ese gran misterio que es la Encarnación del Hijo de Dios, afirmaba que, aunque Cristo existía desde antes de nacer como hombre, si era engendrado por el Padre tenía que haber sido engendrado en algún punto del tiempo, y que por lo tanto había habido, antes de eso, “un tiempo en que no existía”. Según él, entonces, Cristo no era plenamente Dios, sino una especie de “Dios secundario” o subordinado, que había sido creado en algún momento. En resumen, Arrio negaba la divinidad de Cristo.
A esa teoría de Arrio —que pronto fue denominada “arrianismo”, y cuyos seguidores fueron llamados “arrianos”— se oponía fuertemente su propio obispo, Alejandro de Alejandría, y también un diácono de la misma diócesis, de nombre Atanasio. Sin embargo, la doctrina de Arrio parecía explicar de una manera muy razonable el origen de Cristo, y entonces comenzó a ganar aceptación entre muchos sacerdotes y fieles, e incluso entre numerosos obispos, ya no solo en Alejandría sino en toda la región del Mediterráneo por donde se había extendido la Iglesia. Si bien algunos la atacaban, muchos otros la apoyaban. De aquí se originó una agitada controversia que amenazaba con provocar una grave división en la Iglesia cristiana, que hasta entonces se había mantenido básicamente unida.
Y es que la controversia no tenía que ver con un simple detalle teológico. Se trataba nada menos de a quién seguimos y en quién creemos los cristianos: ¿es Jesucristo un ser semidivino, de grandes cualidades espirituales pero a fin de cuentas creado por Dios como los ángeles y los hombres y las demás criaturas, o es realmente el Verbo de Dios hecho hombre, que es Dios al mismo nivel que el Padre? ¿Es alguien a quien tributamos simplemente un gran honor y veneración, o es Dios mismo a quien adoramos? ¿Es solo un gran sabio y maestro que fundó nuestra religión, o es de veras, como dice San Juan, el Verbo o Palabra que “en el principio ya existía”, y que “estaba con Dios y era Dios”, por medio del cual “Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin él” (Juan 1,1-2)?
Se reúne el Concilio. Fue entonces cuando el emperador Constantino apoyó la iniciativa de un consejero suyo, el obispo Osio de Córdoba (España), de convocar una asamblea de todos los obispos de la Iglesia de entonces para que resolvieran esa controversia y trataran otros asuntos urgentes. Osio hizo entonces la convocatoria, pero Constantino la confirmó de inmediato con un llamado a todos los obispos a participar en esa asamblea, que se efectuaría ese mismo año 325 en la ciudad de Nicea (actual Iznik, Turquía), una ciudad a orillas del mar Negro, cerca de Constantinopla o Bizancio (la actual Estambul), capital imperial de Oriente. Cada obispo que participara podía llevar consigo dos sacerdotes y tres diáconos, y el transporte y el hospedaje para el viaje de ida y vuelta se le suministrarían gratuitamente de parte del emperador.
Si bien ya anteriormente se habían celebrado en la Iglesia diversos concilios o sínodos regionales, esta era la primera vez que se convocaba a un concilio de todos los obispos de la Iglesia. Es por eso que el Concilio de Nicea se considera el primer concilio “ecuménico”, palabra esta que en su origen significaba algo muy parecido a lo que hoy diríamos “mundial”. La invitación llegó entonces a los cerca de 1.800 obispos que había por entonces en el Imperio Romano y regiones circundantes. Sin embargo, aparentemente por razones prácticas, solo participaron en el concilio unos 318 obispos (o un poco menos según algunos autores), procedentes principalmente de las regiones del lado oriental del Imperio, la mayoría de ellos de habla griega. Entre los pocos obispos occidentales (de lengua latina) estaba el ya mencionado Osio de Córdoba, quien presidió el concilio y que según parece fue uno de los delegados del Papa San Silvestre I, quien no asistió por su avanzada edad.
El Concilio de Nicea sesionó del 20 de mayo al 19 de junio de ese año 325. El emperador Constantino estuvo presente durante las sesiones, pero no tenía voto. También estaba presente Arrio, que pudo exponer sus posturas, las cuales fueron apoyadas también en un inicio por varios de los obispos. Sin embargo, los defensores de la postura contraria, Alejandro de Alejandría y su asesor el diácono Atanasio —que acompañó a Alejandro en el Concilio y posteriormente fue su sucesor como obispo, y que se convirtió en el gran paladín de la lucha antiarriana en los años posteriores al Concilio— supieron formular lo que la Iglesia siempre había creído y que recibió el apoyo de la gran mayoría de los obispos: que Cristo, el Hijo de Dios, era Dios y había existido desde siempre.
Se proclama el Credo. El Concilio de Nicea definió y aprobó entonces una profesión de fe que proclamaba a Cristo como “Hijo unigénito de Dios”, que era “engendrado, no creado” y “consustancial al Padre” (es decir, de la misma sustancia o naturaleza) y era por lo tanto “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Esas expresiones, que seguimos repitiendo cada vez que recitamos el Credo, fueron las formulaciones de la auténtica fe que echaron por tierra la teoría de Arrio. Especialmente crucial fue la palabra griega homooúsios (“de la misma sustancia o esencia”, que nosotros decimos “de la misma naturaleza”), pues los arrianos decían que Cristo era apenas homoioúsios, es decir, “de sustancia semejante” al Padre. Fue entonces una simple i lo que marcó toda la diferencia entre ortodoxia y herejía, porque esa sencilla letra indicaba la distancia abismal entre confesar a Jesucristo como el verdadero Dios hecho carne, y pensar simplemente que era un ser muy sublime pero creado por Dios y de diferente naturaleza.
El Concilio trató también otros temas. Rebatió otra herejía de menor impacto llamada melecianismo; aprobó veinte “cánones” o regulaciones eclesiásticas sobre diversos asuntos; y especialmente definió la forma en que se calcularía en adelante la fecha de la Pascua, que hasta entonces era motivo de divergencia entre las iglesias de diversas regiones: estableció que la Pascua sería siempre un domingo, el primero después de la luna llena posterior al equinoccio de la primavera boreal (21 de marzo).
Pero sin duda la principal decisión del Concilio de Nicea fue su condena de la herejía arriana y la declaración del Credo de Nicea. Al finalizar el Concilio, todos los obispos dieron su asentimiento al Credo y lo firmaron, con la excepción de dos que, junto con Arrio, fueron declarados herejes y el emperador mandó desterrarlos. Lo extraño es que, a pesar de eso, el arrianismo continuó después del Concilio e incluso cobró nueva fuerza en algunos lugares. Para combatirlo fueron necesarios los heroicos esfuerzos de San Atanasio, y finalmente del Concilio de Constantinopla del año 381.
Es por eso que el principal legado que nos dejó el Concilio de Nicea fue la primera versión del Credo Niceno, que fue completado más adelante, especialmente en lo referente al Espíritu Santo, por el Concilio de Constantinopla del 381, y por eso llamado más propiamente Credo Niceno-Constantinopolitano. Antes del Concilio de Nicea ya se utilizaban credos o profesiones de fe (como la que llamamos Credo de los Apóstoles) pero únicamente como profesión de fe individual al momento del bautismo. Esta fue la primera vez que se formuló un Credo (técnicamente llamado “Símbolo”, es decir, resumen o compendio) en forma comunitaria como profesión de fe de toda la Iglesia, representada por sus obispos. Por eso fue redactado originalmente en plural (“Creemos en un solo Dios…”).
El Credo Niceno-Constantinopolitano es el resumen más completo y sucinto de la fe cristiana, que ha seguido constituyendo la profesión de fe de todos los cristianos y es aceptado por todas las ramas del cristianismo (católicos, ortodoxos bizantinos, ortodoxos orientales y protestantes). Expresa el núcleo de la fe que tienen en común las distintas Iglesias, y por la misma razón, sobre todo en este Jubileo cuyo tema central es la esperanza, debería avivar en nosotros la esperanza de alcanzar en algún momento la tan ansiada unidad de los cristianos.
Carlos Alonso Vargas, filólogo y traductor y por muchos años líder en una comunidad cristiana de alianza, es casado, padre de tres hijos y con cinco nietos, y vive con su esposa en San José, Costa Rica.
Credo Niceno-Constantinopolitano
Creo en un solo Dios,
Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres,
y por nuestra salvación bajó del cielo,
y por obra del Espíritu Santo
se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato,
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia,
que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén.
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