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Pascua 2022 Edición

Nadie se pierde para siempre

Jacques Fesch: Asesino condenado, cristiano convertido

Por: Anne Bottenhorn

Nadie se pierde para siempre: Jacques Fesch: Asesino condenado, cristiano convertido by Anne Bottenhorn

El 25 de febrero de 1954, un joven que huía de un frustrado asalto en París entró en pánico y disparó descontroladamente. Mató a un policía e hirió gravemente a un transeúnte. El aspirante a ladrón fue arrestado, recluido en la prisión de máxima seguridad de La Santé y condenado a muerte en la guillotina. Cuando ingresó en prisión era ateo, pero ahí experimentó una conversión tan profunda que, en la noche antes de su ejecución, escribió: “Mi cabeza caerá —gloriosa vergüenza— ¡con el cielo como su premio! Estoy feliz.” El alma perdida de Jacques Fesch había sido salvada por Cristo mientras se encontraba en la prisión.

Delincuente, vividor y asesino juvenil. Nacido el 6 de abril de 1930, Jacques Fesch fue criado en una atmósfera que parece haberle drenado la confianza, la iniciativa y la fe. Era un estudiante pobre que a menudo era descrito como una mente ausente y un “soñador sin metas”. Sobre sí mismo, escribió: “Naturalmente débil, yo era rebelde, perezoso, fácilmente manipulable y… [necesitado].” Fesch abandonó la escuela a los dieciocho años de edad para trabajar, con mucha apatía, en el banco de su padre. A los veintiún años, se casó con una joven mujer que estaba embarazada de su hijo y se fue a trabajar para el padre de ella. Fesch soñaba con crear su propia sucursal del negocio de su suegro. Adquirió un préstamo, pero se compró un auto y así gastó la mitad del dinero. Rápidamente comprendió que esta compra le imposibilitaba tanto llevar a cabo su plan, como pagar el préstamo.

A inicios de 1954, Fesch estaba ahogado por la deuda, la desilusión y el desánimo. Para salvarse a sí mismo, ideó un plan para escapar: Compraría un bote y navegaría hacia Tahití. La idea de libertad y de un nuevo comienzo se volvió una obsesión para él, pero no tenía forma alguna de costearla. Para remediar eso, diseñó un plan para asaltar a un cambista de dinero. El plan falló horriblemente y Fesch fue capturado sosteniendo todavía un arma en su mano ensangrentada. Parecía que además de haberle disparado al policía, se había disparado accidentalmente a sí mismo.

Prisionero. Fesch fue arrestado, interrogado y ubicado en confinamiento solitario. El capellán que primero lo visitó encontró a un prisionero destruido y desesperado que lo echó, alegando que no profesaba ninguna fe. Para aliviar las largas y solitarias horas, Fesch leía libros, escribía cartas y, en la soledad de su celda, comenzó a redescubrir a Dios. Sus ideas se fueron transformando gradualmente. “Ya no tenía la certeza de que Dios no existiera”, escribió. “Comencé a abrir mi corazón a él… a creer con mi razón, sin rezar, ¡o rezando solo un poco!”

Fesch comenzó a abrirse a este destello de fe y abrazó la gracia que Dios le estaba ofreciendo, para leer su misal y la Biblia. La gracia para rezar y reflexionar; para perseverar en la fe en un lugar que gritaba desesperación. Más tarde escribió: “Sin Dios, la celda sería un foso de oscuridad y desesperación que fácilmente podría corromper a una persona o… convertirla en una bestia salvaje.”

Luz del amanecer. A Fesch no le sucedió ninguna de las dos. Durante un año mientras esperaba el juicio, la fe de Fesch maduró lentamente. Él confiaba en que no sería sentenciado a muerte, pero entendía muy bien que haber abierto su corazón a la fe no era ninguna estrategia para influenciar a un juez o un jurado. En octubre de 1954, “una poderosa ola de emociones” cayó sobre él. “En el espacio de unas pocas horas, acepté la fe, con una certeza absoluta”, escribió. “Creía y ya no podía entender cómo era posible que antes no creyera. La gracia había descendido sobre mí. Una gran alegría invadió mi alma, y por sobre todo, una profunda paz.”

Esa alegría y paz lo sustentaron durante los últimos tres años de su vida. El confinamiento solitario le ofreció las interminables horas para crecer en su relación con Cristo, para reflexionar profundamente en la Escritura, en la cruz y en las cosas eternas. “Jesús me atrae hacia él”, escribió. “Me da tanto, cuando yo le pido tan poco.” Para Fesch, era un asunto de responder “sí” una y otra vez, se trataba de una conversión continua. En su última noche en este mundo, escribió: “Jesús está muy cerca de mí. El Señor me atrae más y más cerca de él, y yo solo puedo adorarlo en silencio.”

Muchas de las cosas que él aprendió mientras estaba en prisión, las compartió luego con su familia y amigos por medio de cartas. Un biógrafo las calificó de cartas “extraordinarias” que “solamente podían ser el fruto de la luz y la fuerza divinas.” Para el hermano Tomás, un amigo religioso, Fesch escribió: “No soy yo el que avanza hacia Cristo, sino que es él quien… me carga sobre sus hombros… Todo es gracia, y… no me acerco a la muerte, sino a la vida.”

“La obra de la gracia a veces es lenta.” Fesch anhelaba que su esposa y su familia compartieran su fe. Aunque su padre nunca pareció aceptar la conversión de su hijo, Fesch fue capaz de “notar el progreso de la gracia en su alma.” En su última carta a su suegra, con quien intercambió cartas varias veces a la semana durante sus años en prisión, Fesch escribió: “Te animo a que perseveres en la forma en que lo estás haciendo, en la cual solamente has progresado un poco.” Su esposa comenzó a reaccionar visiblemente, también, aceptando asistir a la Confesión y recibiendo la Comunión luego de que él se lo solicitara. Por sobre todo, él aconsejaba a su esposa, y quizá a sí mismo: “Paciencia… la obra de la gracia a menudo es lenta.”

Los años en confinamiento solitario pasaron lentamente. Una vez a la semana, hasta que se dictó el veredicto final, a Fesch se le permitía una visita de treinta minutos, que generalmente realizaban su suegra o su esposa. La mayor parte del tiempo, él lo pasaba animándolas, exhortándolas a no desesperar sino a creer en la bondad de Dios.

El proceso de apelación siguió su curso, y la lucha para mantenerse firme, y avanzar, en la gracia de Dios también. El capellán de la prisión, ahora un visitante bienvenido, le ofreció dirección, libros y, una vez al mes, los sacramentos. Su abogado, un católico devoto, le ofreció ánimo y apoyo mientras él intentaba ganar la apelación de Fesch. A pesar de una “voz interior” que él creía que le había dicho que el resultado de su juicio sería la ejecución, Fesch se mantuvo firme a su conversión y a la gracia.

Las horas más maravillosas. Fesch fue guiado por la idea de que le quedaba poco tiempo de vida. En mayo de 1956, se describió a sí mismo como “un caracol que se arrastra por el camino de la fe.” En septiembre de 1957, tres semanas antes de su ejecución, corrigió esa descripción:

Estoy viviendo las horas más maravillosas… Por cada pequeño esfuerzo que hago, recibo otra gracia, y, en vista del poco tiempo, este ascenso hacia Dios se ha logrado mucho más rápido de lo que habría sido para alguien a quien todavía le quedan muchos años por vivir… Sé con absoluta certeza que estoy rodeado por gracia y amor y que el Señor desea salvarme a pesar de mí mismo. ¡Fiat Señor!

El que una vez fue un soñador sin propósito cuya obsesión lo llevó a cometer un crimen precipitado y maligno ahora se consolaba en la terrible angustia de su última noche. “Dios es fiel, no debo olvidar eso”, escribió. Justo antes de acostarse y rezar mientras esperaba su ejecución, escribió:

“¡En cinco horas, veré a Jesús! Qué bueno es él… El Señor me acerca tan gentilmente a sí mismo, dándome una paz que no es de este mundo… Espero en la oscuridad, y en paz. ¡Espero en amor!”

A las cinco y treinta de la mañana del 1 de octubre de 1957, Jacques Fesch fue decapitado en la guillotina.

El 21 de septiembre de 1987, el cardenal Jean-Marie Lustiger, Arzobispo de París, inició una investigación diocesana de la vida y la santidad de Jacques Fesch. La opinión pública estaba dividida. Muchas personas lo denunciaron como alguien que no podía ser ejemplo luego de haber sido sentenciado por asesinar a un policía. Sin embargo, otros, han encontrado consuelo e inspiración en el relato de esta impresionante conversión. El Cardenal Lustiger sostuvo que la vida de Fesch demuestra la verdad de que “nadie se pierde para siempre a los ojos de Dios, aun cuando haya sido condenado por la sociedad.” La causa para la beatificación de Fesch fue abierta formalmente en 1993.

Ann Bottenhorn colabora desde hace mucho tiempo con La Palabra Entre Nosotros.

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