La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2020 Edición

La tempestad arreciaba y la barca se hundía

La fe y la pandemia del coronavirus

Por: María Vargas

La tempestad arreciaba y la barca se hundía: La fe y la pandemia del coronavirus by María Vargas

El 31 de diciembre del 2019, la Organización Mundial de la Salud informaba al mundo de la aparición de una nueva forma de coronavirus en la ciudad de Wuhan, China, el cual provoca la enfermedad que ha sido llamada COVID-19 y que comenzó como una neumonía de origen desconocido. Lo que se desencadenó a partir de esa fecha han sido eventos inéditos que, sin duda alguna, han cambiado el mundo para siempre.

Muchos países empezaron a ver que el número de los enfermos aumentaba y desbordaba sus establecimientos hospitalarios, miles de personas fueron perdiendo la vida a causa de la enfermedad y los gobiernos se vieron obligados a implementar medidas drásticas: cierre de fronteras, cierre de escuelas y universidades, cuarentenas obligatorias o aislamiento de los ciudadanos en la medida en que los trabajos lo permitieran.

De pronto, los seres humanos, que por naturaleza somos sociales, nos encontramos confinados en nuestras casas, pudiendo salir únicamente para proveernos de alimentos o medicamentos. La forma de saludarnos cambió a gestos a la distancia, la educación tuvo que dar un giro total a clases en línea, las grandes ciudades se quedaron vacías y los eventos deportivos más importantes del mundo, como los Juegos Olímpicos que se realizarían en el verano boreal del 2020, tuvieron que ser aplazados.

Al mismo tiempo, la crisis sanitaria provocó también una crisis económica aguda de la cual tardaremos en reponernos. Millones de personas perdieron su trabajo o vieron reducidos sus ingresos significativamente; innumerables empresas cerraron para siempre, mientras otras se esfuerzan por recuperarse conforme las medidas sanitarias se van levantando. La enfermedad trajo consigo el hambre.

Es posible que mucha gente en el mundo entero haya sentido que Dios les daba la espalda, que nos había ocultado su rostro, según nos parecía escuchar las palabras del profeta Isaías: “Por un corto instante te abandoné… por un momento me oculté de ti” (Isaías 54, 7. 8).

Todos en la misma barca. Conforme la emergencia avanzaba, los católicos comenzamos el tiempo de Cuaresma y a dos semanas de haber iniciado la preparación para la conmemoración de la muerte y la resurrección del Señor, sucedió lo impensado: el Papa Francisco, en una medida sin precedentes, debió ordenar el cierre de todos los templos de la ciudad de Roma; situación que fue replicándose en las siguientes semanas en otras diócesis a lo largo y ancho del mundo, con el fin de evitar la propagación del virus.

Los católicos nos vimos entonces privados del principal alimento que nos sustenta: la Sagrada Eucaristía. Resultó paradójico que, en medio de un tiempo de ayuno, nos viéramos forzados a ayunar incluso del propio Cuerpo y Sangre de Cristo. La santa Misa pasó a ser transmitida por televisión, los sacerdotes se vieron obligados a difundirla en las redes sociales; y así empezamos a participar de ella en la sala de la casa, con las mascotas alrededor y en medio de juguetes, cuadernos de estudio o cualquier otra cosa que hubiera quedado por ahí.

Y mientras los fieles nos adentrábamos en una Cuaresma que nos permitió acompañar al Señor en ese tiempo de desierto como nunca antes, el Santo Padre pedía a los sacerdotes que no nos abandonaran e hicieran todo lo posible por atender especialmente a aquellos que estaban siendo víctimas del virus.

Fue así como el “ejército” del Señor abrió un importante frente de lucha. Al no haber acceso al Sacramento de la Reconciliación, algunos sacerdotes decidieron instalarse en una silla a la distancia recomendada, en aceras, calles o estacionamientos donde los fieles podían acercarse en el automóvil, confesar sus pecados y ser absueltos.

Otros, salieron con el Santísimo por las calles o a los techos de los templos para bendecir a quienes se encontraban en sus casas. Algunos incluso pidieron fotografías de los fieles, que colocaron en las bancas de las iglesias para, de alguna manera, tenerlos presentes a la hora de la Misa.

En varios países como Italia, Honduras, Argentina, Costa Rica o México, la imagen de la Virgen, así como el Santísimo Sacramento, sobrevolaron los territorios para bendecir a los países y pedir a Dios por el fin de la pandemia. Algunos países como Inglaterra fueron consagrados a la Virgen María; y toda América Latina fue consagrada a la Virgen de Guadalupe, el Domingo de la Pascua de Resurrección.

“Ama a tu prójimo como a ti mismo”. La Iglesia también ha sido ejemplo de amor al prójimo en este tiempo. De distintas formas y en diferentes partes del mundo, se ha organizado para llevar alimentos a cuantos están pasando hambre, con la ayuda de otras organizaciones de la sociedad civil.

También la hemos visto entregando material sanitario en países como Etiopía, o dando acompañamiento psicológico en Colombia a quienes sufren ansiedad a causa de la cuarentena; y en países como España e Italia se habilitaron lugares en los seminarios para atender a los enfermos o dar posada al personal médico o a las fuerzas del orden.

Los sacerdotes también se convirtieron en piezas clave dentro de los hospitales, dando apoyo espiritual a los enfermos y moribundos, así como al personal sanitario. Pero desde luego, esto trajo consigo una consecuencia inevitable: muchos empezaron a contagiarse y morir también a causa del virus. Un ejemplo que impresionó al mundo fue el padre Cirilo Longo, italiano, quien habiendo cumplido 95 años de edad el día anterior, falleció el 19 de marzo, día de San José, patrono de los sacerdotes, no sin antes levantar sus manos al cielo y exclamar: “¡Nos vemos en el Paraíso, recen el Rosario!”

Las religiosas también han puesto su grano de arena, confeccionando mascarillas e incluso aprendiendo a usar impresoras 3D para fabricar mascarillas de las que utilizan los médicos y enfermeras, pero que también empiezan a ser parte de la indumentaria de la población en general.

“¿No te importa que nos estemos hundiendo?” En medio de estas numerosas muestras de amor de la Iglesia por sus hijos, el Papa Francisco nos regaló un momento único y extraordinario. El viernes 27 de marzo, el Papa caminó solo y bajo la lluvia por una desierta Plaza de San Pedro y se dirigió a un pequeño toldo que fue colocado para realizar una liturgia en la que se leyó el Evangelio de Marcos (4, 35-41). Al verlo caminar lentamente, daba la impresión de que cargaba sobre sus hombros el peso del mundo entero, un mundo asustado, angustiado y con muchas preguntas que esperaban una respuesta; un mundo que sentía que Jesús se había dormido y no se daba cuenta de que la barca se hundía.

Pero, nos dijo el Santo Padre: “[Jesús] permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiando en el Padre… Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con tono de reproche: ‘¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?’ (v. 40).

“¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en él; de hecho, lo invocaron. Pero… pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención… [pero] a él le importamos más que nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.”

Allí, frente al crucifijo milagroso de San Marcelo, que en 1522 fue llevado en procesión por las calles de Roma para invocar el fin de la “Gran peste” (probablemente viruela) y al icono de la Virgen, que se custodia en la Basílica de Santa María la Mayor y a quien el pueblo romano también acudía en tiempos de peste, el Papa rezó: “Hemos continuado imperturbables, pensando mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: ‘Despierta, Señor.’ Señor, nos diriges una llamada a la fe. Que no es tanto creer que tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.”

El Santo Padre invitó al mundo, a todos los creyentes de distintas denominaciones y de otras religiones, a unirnos en oración y ayuno por el fin de la pandemia. Y al terminar el mes de mayo, mes de la Virgen, dirigió el rezo del Rosario desde la gruta de Lourdes en los jardines vaticanos.

“¿Aún no tienen fe?” Querido hermano, ciertamente todos hemos vivido momentos de angustia, temor e incertidumbre, y es muy probable que a muchos se les haya quebrantado su fe en este tiempo. No es fácil soportar meses de encierro, desempleo, enfermedad o temor a enfermarse. Tal vez sentiste a veces, como los discípulos, que la barca se estaba hundiendo y que el Señor no se daba cuenta de lo que pasaba. Tal vez clamaste a él y te pareció que no te escuchaba.

Conforme las medidas sanitarias se han ido levantando, sigue habiendo preguntas sin respuesta: ¿Terminará pronto la pandemia? ¿Encontrarán los científicos una cura y una vacuna eficaz? ¿Cómo levantaremos de nuevo la economía? Todos nos las hemos hecho, no te sientas solo.

Sin embargo, el Señor no nos ha abandonado. Él no ha estado dormido, ni ha dejado de escuchar. El ejemplo de entrega de los sacerdotes y religiosas, la guía del Santo Padre y el sacrificio de tantos médicos y enfermeras que han arriesgado su propia vida para salvar la de otros son una muestra clara de la presencia de Dios en medio de esta emergencia.

Ciertamente, esta ha sido una situación inesperada, para la que no nos encontrábamos preparados; pero al igual que en otras circunstancias de la vida en que nos enfrentamos al temor y la ansiedad, tenemos un Padre celestial al cual acudir, que vela por nosotros y que siempre tiene un propósito perfecto para nuestra vida. Entreguémosle a él las preocupaciones que nos nublan el corazón: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar.” (Mateo 11, 28)

De igual manera, recuerda acudir a tu Madre. Ella siempre está presta a recoger tus plegarias y presentarlas a Dios; ella te cuida con su amor maternal, camina a tu lado y te consuela cuando hayas perdido la esperanza; ella, que también experimentó el temor y la angustia de una vida para la que no estaba preparada y el dolor de ver morir a su Hijo en la cruz, jamás te desampara.

“Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.” (Papa Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27 de marzo de 2020).

Artículo escrito en junio de 2020, en medio de la pandemia del coronavirus.

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