La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio/Agosto 2021 Edición

Jesucristo, nuestro Señor y la pandemia

El Señor nos libra del virus del pecado

Por: Luis E. Quezada

Jesucristo, nuestro Señor y la pandemia: El Señor nos libra del virus del pecado by Luis E. Quezada

Hace poco escuché una homilía del padre Bill Wadsworth, vicario en la parroquia de San Rafael en Rockville, MD, en la que hizo una comparación entre la vacuna que se ha desarrollado para combatir la nefasta pandemia del COVID-19 y la salvación que el Señor nos mereció gracias a su sacrificio redentor. Debo confesar que de ahí saqué la idea para este artículo.

El pecado y el virus. Hasta principios de 2020 casi no se había escuchado nada acerca de la enfermedad denominada COVID-19. ¿Por qué 19? Porque el brote original del virus SARS-CoV-2, causante de la pandemia, se detectó primero en la ciudad china de Wuhan en noviembre de 2019, según se ha informado. Desde entonces el virus se fue transmitiendo de persona a persona, de viajero a viajero, hasta llegar a todos los continentes, incluida la Antártica, como se informó recientemente. Esta condición obligó a las autoridades de todos los países a disponer que, para mermar la incidencia de contagios, todas las personas deben usar mascarilla o cubrebocas, mantenerse a dos metros de distancia de quienes no formen parte del grupo familiar y desinfectarse las manos muy a menudo con gel de alcohol o lavarse con jabón al menos durante unos 20 segundos después de tocar las superficies comunes de toque.

Estas medidas sanitarias —muy recomendables por cierto, aunque no todos las cumplen— han permitido reducir en cierto modo la propagación del virus, pues de no haber sido así, los contagios y los decesos serían varias veces más numerosos en todo el mundo. Con todo, estas precauciones externas no siempre evitan que la gente se contagie. Algunos superan la enfermedad en forma natural, pero otros requieren tratamiento médico y en muchos casos, aun con tratamiento, lamentablemente son demasiadas las personas que han sucumbido a la letalidad del virus.

Pero ¿qué de parecido tiene esto con el Señor o con nuestra salvación? Bien, haremos una comparación. Cuando el ser humano pecó por primera vez desobedeciendo el único mandamiento que Dios le había dado, su condición de ser criatura viva y dotada de “gracia santificante” y como tal capaz de mantener una comunión directa y permanente con Dios, su Padre y ser inmune a las enfermedades, el sufrimiento y hasta la muerte, pasó a la de ser una persona privada de dicha gracia, y por lo tanto susceptible de enfermarse, sufrir y morir. No hace falta decir mucho para darnos cuenta de que “todo cambió” para el ser humano y para siempre. ¿Por qué? Porque siendo un ser físico y espiritual, el ser humano quedó contaminado con el “virus” de la desobediencia y la rebeldía, lo que se manifestó en la concupiscencia, es decir, la tendencia que todos tenemos a buscar primero la satisfacción de nuestros propios deseos e instintos personales, físicos o emocionales. El hombre y la mujer quedaron contagiados con la “pandemia del egocentrismo”, tanto en su alma como en su cuerpo.

Pero esta condición no se limitó a Adán y Eva. Dado que Dios les había dado, además, el mandamiento de “procrear muchos hijos”, al hacerlo, los descendientes de nuestros primeros padres, empezando por Caín y Abel y luego todos los demás seres humanos hasta nosotros mismos, nacemos ya contaminados con este “virus” de la desobediencia (v. Catecismo de la Iglesia Católica 1707).

Para continuar con la alegoría, podríamos decir que el pecado original fue como el virus del mal que infectó al ser humano desde el principio; y así como el COVID-19 se ha ido propagando de persona a persona en todo el mundo, el virus del pecado se fue transmitiendo de padres a hijos y de generación en generación y lo seguirá haciendo. Esta “enfermedad del pecado” se ha manifestado en todas las personas, familias, sociedades y naciones que forman la humanidad. ¿Por qué? Porque todos tenemos un origen común y todos heredamos, por nacimiento, el virus del pecado.

Según se ha informado, el coronavirus ha venido mutándose, es decir, cambiando a variedades distintas y probablemente peores que la original. Sobre esto cabe puntualizar que el virus del pecado también se ha venido “mutando” muchas veces desde el principio y de muy variadas formas. Aun cuando las raíces del virus podrían trazarse según las manifestaciones de odio, falsedad, envidia, mentira, egoísmo, codicia y todos los pecados capitales y sus derivados, no hace falta investigar mucho para ver que los pecados que ahora se comenten bajo el sol siguen aumentando en intensidad, frecuencia, virulencia, inmoralidad y maldad.

Nuestro Señor y la vacuna. A principios de 2021, cuando los estragos causados por el COVID-19 superan los 115 millones de contagios y los dos millones y medio de lamentables decesos en todo el mundo, se empezaron a distribuir las vacunas de varios laboratorios farmacéuticos aprobadas para combatir la terrible pandemia. ¡Qué buena noticia! Al fin se vislumbraba algo de alivio. Con todo, aun pasarían varios meses antes de que dichas vacunas llegaran al grueso de la población y más aún a lugares remotos y menos poblados.

Dicho en términos no médicos, la vacuna induce al organismo humano a generar una cantidad mucho mayor de anticuerpos que combaten contra el virus y le impiden que siga infectando las células. Es decir, el virus puede seguir presente en el paciente vacunado y éste puede seguir siendo portador, pero ya no sufre los síntomas ni las consecuencias nefastas de la enfermedad. Por eso, es bueno que todas las personas se vacunen a fin de protegerse, tanto a sí mismas como a los demás.

Ahora bien, volvamos al virus del pecado. Como decíamos, todo ser humano nace contaminado de pecado y, no existiendo vacuna contra tal condición, la única esperanza de salvación era que un ser humano absolutamente libre de pecado obedeciera plenamente y sin reservas el plan de Dios y ofreciera su sangre incontaminada como rescate de la humanidad. Pero ¿qué ser humano era libre de pecado? ¡Nadie!

Pero no solo eso. La ofensa provocada por el pecado de Adán fue de una magnitud infinita, ya que la Persona ofendida fue nada menos que Dios, el Altísimo y Todopoderoso. Esto añadía una nueva dimensión a la necesidad de la redención. Era preciso, según la justicia divina, que aquel ser sin pecado que voluntariamente se ofreciera en sacrificio para la redención del género humano fuese también de “condición infinita”, a fin de que el valor y la eficacia del acto de reparación fuesen equiparables a la gravedad de la falta. Esta es la razón por la cual, siendo imposible encontrar entre el género humano una persona de “condición infinita”, el único Ser que podía hacerlo era Dios mismo. Pero Dios es espíritu puro y no tiene cuerpo físico para poder equipararse al ser humano.

He aquí la solución. Dios, en su sabiduría perfecta e infinita y en su amor inquebrantable por el ser humano creado por él para “ser feliz y llegar un día a habitar en plena presencia de Dios y darle gloria”, decidió hacerse hombre él mismo. Dios Hijo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tomó un cuerpo humano en el seno virginal de Nuestra Señora, la Virgen María, por obra y gracia del Espíritu Santo, que vino sobre ella y así nació en Belén nuestro Redentor como ser humano y divino al mismo tiempo. Es decir que la Persona divina de Jesús (cuyo nombre significa “Dios salva”) tiene dos naturalezas: la divina (porque es Dios verdadero) y la humana (porque es hombre verdadero), como declaramos en el Credo Niceno.

De esta manera, el Dios-Hombre Jesucristo de Nazaret fue la única Persona en toda la historia humana que pudo ofrecer su Sangre incontaminada (pues nació de la Virgen María que por gracia especial fue concebida sin pecado) y su Cuerpo absolutamente libre de pecado, pues Jesucristo, siendo Dios Hijo, jamás pecó ni se contaminó nunca con la más mínima sombra de maldad. Por esta razón, el sacrificio redentor de Cristo en la cruz fue plena y absolutamente suficiente para rescatar al género humano de la “pandemia” del pecado original y de todos los pecados personales.

Las medidas preventivas. Hablando del COVID-19, dijimos que las autoridades recomendaban a todos el uso de la mascarilla o cubrebocas, la distancia social y la higiene y desinfección frecuentes. Estas son medidas que contribuyen a prevenir o reducir la contaminación con el coronavirus. ¡Ojalá todos las cumplieran! No obstante, para aquellos que lamentablemente ya se han enfermado, lo que se necesita es un tratamiento médico, pese a lo cual siempre hay algunos que perecen víctimas del virus.

En términos espirituales, el Señor nos ha dado, a través de la Iglesia Católica, los sacramentos, que son los medios por los cuales podemos librarnos del pecado original heredado y del pecado actual, es decir, el que uno comete personalmente. Como ya lo sabemos, el Sacramento del Bautismo nos libra del pecado original, y el Sacramento de la Confesión nos libra de los pecados personales.

Extendiendo un poco la comparación, podríamos entender esto un poco como la vacuna contra el COVID-19. La vacuna nos libra de los efectos del virus, pero uno sigue siendo portador y puede contagiar a otras personas. La Confesión nos libra de los efectos del virus del pecado, pero uno mantiene la concupiscencia, es decir, la propensión a pecar. ¿Qué podemos hacer entonces? El resultado depende de nosotros.

Así como para la pandemia lo razonable es vacunarse y seguir practicando las medidas de prevención; para combatir la tendencia al pecado, lo aconsejable es iniciar o continuar una vida de comunión con Dios, nuestro Creador, mediante la oración personal y comunitaria (por ejemplo, asistir asiduamente a la Santa Misa), la recepción de los sacramentos, especialmente la Confesión y la Sagrada Eucaristía, el estudio de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura, y llevar una vida de servicio, solidaridad y compasión ante la necesidad y el sufrimiento de otras personas.

Si todos hacemos lo razonablemente aconsejable, en ambos sentidos, nos podremos salvar, no solo de los efectos del COVID-19, sino también de la condenación a la que por desgracia se dirige la sociedad secular, que en general insiste en el egocentrismo y la desobediencia a Dios. “Señor, ¡perdona nuestros pecados, sálvanos de todos los males y ayúdanos a creer más en ti!”

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