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Ago/Sep 2009 Edición

Hágase en mí

La Travesía De Fe De La Virgen María

Hágase en mí: La Travesía De Fe De La Virgen María

En muchas pinturas y esculturas vemos a la Virgen María de rodillas, con las manos juntas y con la cabeza inclinada, en actitud de oración y apacible devoción.

Muchas de estas obras de arte llevan consigo aquel sentido de serenidad que con mucha frecuencia asociamos con la Madre de Dios, una paz que ella adquirió ponderando en su corazón las acciones de Dios.

Sin duda, María era muy reservada, pero eso no quita que también fuera una persona activa y decidida. Desde el momento mismo de la visita del ángel, ella inició una travesía de fe que la fue llevando cada vez más hacia las profundidades del amor de Dios. Cada dificultad y cada obstáculo que encontraba le daban la oportunidad de confiar más resueltamente en el Altísimo y de seguir la guía del Espíritu Santo con mayor docilidad. Jamás eludió ninguna de las pruebas que tuvo que pasar; al contrario, las afrontaba con fe, dejando que esas mismas circunstancias la fueran moldeando en el instrumento de la gracia divina que estaba destinada a ser.

En este artículo, daremos una mirada a la manera en que la Virgen María actuó para superar los obstáculos que le deparó el destino, cómo fue dejando que el Espíritu Santo le enseñara y formara su ser interior a la luz de las dificultades que enfrentaba, y esto nos ayudará a entender un poco mejor cómo quiere actuar también el Espíritu en el corazón y las circunstancias de los cristianos de hoy.

El encuentro con el ángel. Habiendo nacido y crecido en Palestina en el siglo I a.C., sin duda María imitaba a sus semejantes orando por la venida del Mesías y el cumplimiento de las promesas de Dios. Es muy probable que haya escuchado que algunos de sus conciudadanos judíos oraban a Dios pidiéndole a viva voz verse finalmente libres, no sólo de la dominación del Imperio Romano, sino también de las divisiones y rivalidades que había en el propio pueblo. Seguramente, ella también rezaba pidiendo la restauración de Jerusalén como lugar de congregación del pueblo escogido. Cuando escuchaba la lectura de la Escritura hebrea, sin duda se llenaba de la convicción de que Dios no abandonaría jamás a su pueblo. En muchos sentidos, la Virgen María parecía tener el corazón más que dispuesto para recibir la buena noticia.

Sin embargo, la Sagrada Escritura nos dice que cuando el ángel se le apareció, ella se sintió impresionada por el saludo (Lucas 1,29). En efecto, pese a toda la preparación que puede haber tenido —incluso a pesar de su pureza inmaculada— es razonable entender que tanto la aparición como las palabras del ángel le hayan parecido una prueba inesperada: Dios la estaba invitando a ella a participar en su plan de salvación de un modo muy personal e íntimo.

La joven María se sintió asombrada de que Dios hubiera escogido a una niña humilde como ella para cumplir semejante misión. Y aun cuando probablemente había escuchado las palabras del profeta Isaías, de que una virgen concebiría y daría a luz un Hijo llamado Emanuel (“Dios con nosotros”), la idea de que fuera ella la escogida era difícil de entender o aceptar.

Si bien tenía grandes dificultades para comprender esta revelación, su fe y su amor a Dios le dieron fuerzas para decir que sí. A pesar del temor, la incertidumbre acerca de su futuro y el cúmulo de preguntas que se le deben haber agolpado en la mente, ella supo en su corazón que podía confiar plenamente en el Todopoderoso. Esta humilde “esclava del Señor” decidió mantenerse fiel a Dios, y así fue como, al retirarse el ángel, la Virgen inició esta travesía de fe, algo que jamás se habría imaginado.

Ponderar y atesorar. “María se fue de prisa a un pueblo de la región montañosa de Judea” (Lucas 1,39) a visitar a su prima Isabel, que había concebido al precursor del Mesías. Era un trayecto que se recorría en tres días, de manera que debe haber tenido bastante tiempo para reflexionar y orar. Probablemente iba repitiendo en su mente una y otra vez el encuentro con el ángel y pidiéndole a Dios que la preparara mejor para cumplir la misión que le acababa de encomendar. Cuando llegó a casa de Isabel, del corazón le brotaron sentidas expresiones de alabanza y gratitud, sin duda fruto de todo lo que había venido pensando y orando durante su largo caminar (Lucas 1,47-55).

San Lucas suele presentar a María ponderando en la quietud de su interior todo lo que había presenciado y experimentado y lo atesoraba en el corazón (Lucas 2,19.51). Para la Santísima Virgen, esos momentos de reflexión no eran intentos angustiosos de entender las circunstancias que tenía que aceptar y que le resultaban inexplicables; eran más bien, ocasiones de acercase a Dios de una manera apacible y llena de confianza, precisamente para entender lo que sucedía en su vida y en la vida del pueblo. En cada ocasión de meditación y oración, combinaba sus profundas reflexiones con el deseo de escuchar lo que le dijera el Espíritu Santo.

Tiempo de preparación y prueba. Mientras se acercaba el tiempo del nacimiento del Niño Jesús, Dios comenzó a hacerle entender a María cómo recibirían los demás a su Hijo. Si bien puede haber habido varias razones por las cuales “no había alojamiento para ellos en el mesón” (Lucas 2,7), Lucas presenta esta circunstancia para presagiar el rechazo que Jesús encontraría durante toda su vida. Desde el comienzo mismo, el Señor fue bien recibido por los humildes y sencillos, pero ignorado o despreciado por los ricos y orgullosos. Incluso los ángeles que anunciaron su nacimiento se dirigieron a pastores de humilde condición, no a la realeza ni a los poderosos.

Cuando Jesús fue presentado en el Templo, la Virgen experimentó algo de lo que sería su propia participación en el rechazo a Jesús. El anciano Simeón profetizó que el Niño sería “una señal que muchos rechazarán” e inmediatamente después le dijo a María que una espada le atravesaría su propia alma (Lucas 2,34-35). Así pues, desde el principio de su condición de Madre de Dios, el misterio de la cruz acompañó a María. La redención por la cual tanto había rezado llegaría sin duda, pero no sería fácil; de hecho, sería muy costosa para ella y para su Hijo.

Con el tiempo, el rechazo a Jesús no hizo más que aumentar. Para escapar de la ira homicida de Herodes, la Sagrada Familia tuvo que huir para refugiarse en Egipto (Mateo 2,12-23) y de esta forma María enfrentaba otra etapa en su travesía de fe. El Señor, que la había visitado con tanta gracia a través del ángel, ahora ponía a prueba su fe y la invitaba a ejercitar un nuevo grado de confianza; ella, conforme respondía a esta invitación, iba creciendo en fortaleza espiritual y gracia.

Antes de iniciarse la vida pública de Jesús, el amor de María a Dios creció más aún mientras le contaba a su hijo lo profetizado por Simeón, lo sucedido cuando Él había nacido y lo que le había dicho el ángel. Durante todos estos años, el Espíritu Santo no había dejado de actuar en ella, profundizando su entendimiento de Jesús y de la participación especial que ella tendría en los planes de Dios.

El tiempo se cumple. En el Evangelio según San Juan, la vida de Jesús se ve marcada por dos acontecimientos públicos en los que participa su madre. En las Bodas de Caná (Juan 2,1-11), pareciera que Jesús no estaba aún dispuesto a realizar milagro alguno, pero al ver la actitud de fe y confianza de su madre, se sintió movido a iniciar su vida pública. Este relato demuestra que la fe de la Virgen había madurado más que la de los apóstoles, que aún no habían sido probados como ella. María había descubierto el secreto de la humilde perseverancia y eso la hizo confiar plenamente en que Dios le concedería lo que deseaba: una señal milagrosa del reino venidero.

En aquella boda, no sólo demostró que comprendía la situación de los novios, cuya fiesta estaba a punto de fracasar, sino que estaba deseosa de que su hijo comenzara a cumplir su misión mesiánica. Años antes, el ángel le había dicho que el Niño heredaría el reino del Rey David, su antepasado (Lucas 1,32-33), y deseaba ver el establecimiento de ese reino. Jesús sabía que aún no le había llegado la “hora” de ser glorificado en la cruz (Juan 2,4), pero cedió ante lo que ella le pedía y realizó un milagro que era muestra del anhelo que ambos llevaban en el corazón: participar en el banquete de bodas de toda la eternidad. ¡Qué esperanzadora debe haber sido para María esta señal!

Tiempo después, ella también estuvo presente al final de la vida de Jesús, en el Monte Calvario, donde experimentó el cumplimiento de la profecía de Simeón (Juan19,25-27). Mientras observaba la agonía de su hijo ¿le habrán parecido vacías las promesas tan alentadoras del ángel? Se suponía que Jesús sería “un gran hombre. . . Hijo del Dios altísimo. . . Rey. . . que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob” (Lucas 1,32-33). ¿Cómo podía entender esto? El Papa Juan Pablo II lo explicó afirmando que, estando junto a la cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de las palabras del ángel y añade: “¡Cuán grande, cuán heroica es en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los ‘insondables designios’ de Dios! ¡Cómo se ‘abandona en Dios’ sin reservas, ‘prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad’ a aquel, cuyos ‘caminos son inescrutables’! (Romanos 11, 33). Y a la vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuán penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!” (Encíclica La Madre del Redentor, 18).

La travesía de fe llevó a María por sendas que jamás pensó que recorrería, y con cada año que pasaba, su fe se fortalecía. En las pruebas y las alegrías, observaba cómo se iban cumpliendo los planes de Dios y voluntariamente quiso cumplir la misión que el Altísimo había reservado para ella. Si bien su corazón maternal se vio atravesado por la angustia de ver morir a su hijo, jamás maldijo a Dios ni abandonó su vocación espiritual. Incluso al abrazar el cuerpo sin vida de Jesús, supo que así debía ser y que su muerte hacía posible el milagro más grande de todos: La reconciliación de la humanidad con Dios. Finalmente, había llegado el reino que ella tanto había anhelado, aunque tenía que esperar hasta el Domingo de la Resurrección para ver el cumplimiento de todas sus esperanzas y la consolación de todos sus dolores.

El espejo de la fe. La Virgen María tuvo una participación muy especial en los planes de Dios, pero nunca dejó de ser una mujer creyente, fiel, humilde y sencilla. Desde su propia concepción, ella fue agraciada con los méritos de la cruz de Cristo: la libertad de la esclavitud del pecado. Sin embargo, tuvo que tomar decisiones muy reales y humanas y también sintió emociones muy reales y humanas. Su victoria es una victoria de fe, la misma fe que está a disposición de todos los fieles de hoy.

El Señor, nuestro Dios, nos invita a todos a embarcarnos en una peregrinación de fe y quiere que todos atesoremos su voz en el corazón y ponderemos su palabra en la Escritura. La Virgen María nos da un hermoso ejemplo de lo que significa ser dóciles al Todopoderoso y nos enseña a escuchar y dejarnos guiar por la voz del Espíritu Santo. Quiera el Señor que la oración que ella pronunció encuentre eco siempre en nuestro corazón: “Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho.”

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