Hacerse Eucaristía con Jesús
Ofrezcamos nuestra vida como un don de amor
Por: Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap

El cardenal Raniero Cantalamessa, renombrado teólogo, estudioso de la Escritura y autor, sirvió como predicador de la Casa Pontificia de 1980 a 2024. Los siguientes artículos fueron adaptados del libro La Eucaristía, nuestra santificación, copyright 1993, por la Orden de San Benito, Collegeville, Minnesota. Usados con permiso.
Concepción Cabrera de Armida, también conocida como “Conchita,” fue una mística mexicana de principios del siglo XX. En una carta dirigida a su hijo que estaba a punto de ordenarse sacerdote, ella escribió: “Recuerda, cuando sostengas la Hostia Sagrada, no dirás: ‘Miren el Cuerpo de Jesús y miren su Sangre’, sino que dirás: ‘Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre.’ Es decir, en ti debe suceder una transformación total, debes abandonarte en Él, ser ‘otro Jesús.’”
Esto es verdad no solo para los obispos y sacerdotes sino para todos los bautizados. Cada uno de nosotros está llamado a “entregarse” a Cristo. Cada uno de nosotros ha sido llamado a convertirse en “otro Jesús”. Un famoso texto del Concilio Vaticano II lo dice de este modo:
Los fieles… en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante. (Lumen Gentium, 10)
De modo que hay dos cuerpos de Cristo sobre el altar: está su cuerpo real (el cuerpo “nacido de la Virgen María”, muerto, resucitado y ascendido al cielo), y está su cuerpo místico, que es la Iglesia. Bueno, su cuerpo real está realmente presente sobre el altar, y su cuerpo místico está presente místicamente, que se refiere a la virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No existe confusión entre ambas presencias, las cuales son distintas pero inseparables.
Debido a que hay dos “ofrendas” y dos “dones” sobre el altar —la que se convertirá en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino), y la que se convertirá en el cuerpo místico de Cristo— hay también dos epíclesis en la Misa, es decir, dos invocaciones al Espíritu Santo. En la primera se dice “Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.” En la segunda, que se reza después de la consagración, dice: “Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para tu alabanza.”
Esto significa que la Eucaristía no solo es la fuente o la causa de la santidad de la Iglesia, sino que también es su modelo de santidad. Esta santidad del cristiano debe ser eucarística, la entrega de nosotros mismos al Señor y a nuestros hermanos. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía; debe hacerse Eucaristía con Jesús.
El Cuerpo y la Sangre. Ahora nosotros podemos trasladar las consecuencias prácticas de esta doctrina a nuestra vida cotidiana. Si escuchamos: “Tomen y beban: esta es mi Sangre”, debemos comprender qué significan el “cuerpo” y la “sangre”, para saber qué es lo que Jesús nos está ofreciendo y lo que nos pide.
La palabra “cuerpo”, en la Biblia, no se refiere exclusivamente al componente o a una parte de un hombre, la cual, combinada con otros componentes que son el alma y el espíritu forman plenamente al ser humano. En el lenguaje bíblico —y por lo tanto en el de Jesús y San Pablo— “cuerpo” se refiere a la persona completa, en la medida en que vive en un cuerpo, en una condición corporal y mortal. Por lo tanto, “cuerpo” se refiere a la plenitud de la vida. Al instituir la Eucaristía, Jesús nos dejó como un don toda su vida, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que llenaba concretamente esa vida: silencio, sudor, trabajo, dificultades y humillaciones.
Luego Jesús dice: “Esta es mi Sangre.” ¿Qué le añade a la palabra “sangre” si ya nos ha dado su vida completa en su cuerpo? ¡Le añade muerte! Después de darnos vida, también nos concede la parte más preciosa de ella, su muerte. Es más, el término “sangre” en la Biblia no se refiere a una parte del cuerpo, es decir, a un componente de una parte de una persona; más bien se refiere a un evento: la muerte. La Eucaristía es el misterio del cuerpo y la sangre del Señor, es decir, de la vida y la muerte del Señor.
Ahora, en nuestro caso, ¿qué estamos ofreciendo cuando entregamos nuestro cuerpo y sangre, junto con Jesús en la Misa? Nosotros, también, ofrecemos lo que Jesús ofreció: vida y muerte. Con la palabra “cuerpo” nos referimos a todo lo que concretamente constituye nuestra vida en este mundo: tiempo, salud, energía, habilidades, afecto, quizá tan solo una sonrisa. Con la palabra “sangre” nosotros, también, expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por los hermanos. Ofrecemos todo lo que está en nosotros, en este momento, todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades paralizantes, limitaciones debidas a la edad, la salud, todo lo que —en una palabra— nos “mortifica”.
Ofrecer toda nuestra vida. Sin embargo, todo esto requiere que tan pronto como salimos de Misa nos esforcemos lo más que podamos por hacer lo que hemos dicho. Esto requiere que realmente nos esforcemos —con todas nuestras limitaciones— para ofrecer nuestro “cuerpo” a nuestros hermanos, es decir, nuestro tiempo, energía, atención; en una palabra, nuestra vida. Por lo tanto es necesario que, después de escuchar las palabras “tomen y coman”, realmente permitamos que “nos coman”, y que permitamos que lo hagan especialmente aquellos que no tendrán la delicadeza y la gracia que podríamos esperar.
San Ignacio de Antioquía, mientras se dirigía a Roma para morir como mártir, escribió: “Soy el trigo de Cristo, molido por los dientes de las bestias, para convertirme en pan puro para el Señor.” Cada uno de nosotros, si miras cuidadosamente alrededor, tiene esos dientes filosos que machacan: son las críticas, los contrastes, las oposiciones ocultas o abiertas, los diferentes puntos de vista con aquellos que nos rodean y la diversidad de carácter.
Tratemos de imaginar lo que sucedería si celebráramos la Misa con esta participación personal; si todos realmente dijéramos al momento de la consagración —algunos en voz alta y otros en silencio—, según el apostolado de cada uno: “Tomen, coman”. Un párroco celebra la Misa de esta manera, luego reza, predica, confiesa, recibe a las personas, visita a los enfermos, escucha y enseña. Su día también es una Eucaristía. Un gran maestro espiritual francés, Pierre Olivaint (1816-1871) decía: “En la mañana, en Misa, soy el sacerdote y Jesús la víctima; durante el día, Jesús es el sacerdote y yo la víctima.” Ya sea que hayamos sido ordenados o no, para todos los bautizados, nuestros días también pueden ser una Eucaristía.
Nuestra firma en el regalo. Me gustaría resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que pasa en la celebración eucarística. Pensemos en una familia grande en la cual hay un hijo, el primogénito, que admira y ama a su padre sin medida. Para el cumpleaños del padre, el hijo quiere darle un regalo valioso. Sin embargo, antes de entregárselo, les pide en secreto a sus hermanos y hermanas que firmen el regalo. Esto, entonces, llega a las manos del padre como un signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, aun si, en realidad, solo uno pagó el precio por ese regalo.
Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama sin medida al Padre celestial. Y quiere darle todos los días, hasta al fin del mundo, el regalo más valioso que se nos podría ocurrir: su propia vida. En la Misa, el Señor invita a todos sus hermanos y hermanas a poner su firma en el regalo, para que llegue a Dios Padre como el don indistinto de todos sus hijos, aun cuando solo uno pagó el precio por ese regalo. ¡Y qué precio!
La firma de todos es el “amén” solemne que toda la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.” “¡AMÉN!”
Sabemos que aquellos que han firmado un compromiso luego tienen el deber de honrar su “firma”. Eso significa que, al salir de Misa, nosotros también debemos hacer que nuestra vida sea un regalo de amor al Padre por el bien de nuestros hermanos. Nosotros, repito, no solo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude!
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