La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Cuaresma 2012 Edición

El sentido de la vida: ¿Cuál es?

Jesús tiene la clave

El sentido de la vida: ¿Cuál es?: Jesús tiene la clave

Poniendo énfasis en la renovación espiritual y el arrepentimiento, la temporada de la Cuaresma nos ofrece una oportunidad perfecta para detenernos a reflexionar sobre la condición de nuestra vida; una valiosa ocasión para apreciar las relaciones con nuestros seres queridos y con Jesús.

A veces es tan fácil estar tan ocupado que el día se nos va sin darnos cuenta; pasa­mos de una cosa a otra, incluso de una crisis a otra, sin dejar de correr ni dar­nos tiempo suficiente para pensar: “Un momento. ¿Cuál es el verdadero sentido de mi vida? ¿A qué o a quién le estoy dedicando mi tiempo, mi dinero y mi vida?

Cuando uno les pregunta a las per­sonas qué es lo que le da sentido a su vida, las respuestas son tan variadas que cubren todas las posibilidades. Algunos dicen que el matrimonio y la familia; otros que el hecho de llevar una vida de servicio a los demás; otros dicen que para ellos el sentido de la vida está en el trabajo y el progreso en el mundo. Algunos opinan que la vida tiene sen­tido cuando logran acumular un cierto nivel de riqueza material; otros más dicen que la vida consiste en divertirse tanto cuanto sea posible pero sin perju­dicar a demasiadas a personas.

Por supuesto, hay algo de verdad en todas estas respuestas, pero nosotros los cristianos creemos que el sentido de la vida consiste en amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno mismo (Mateo 22,37-39). Por eso, en esta Cuaresma, nos dedicaremos a reflexionar sobre el sentido y el signifi­cado de nuestra propia vida.

La confesión de León Tolstoi. El gran novelista ruso León Tolstoi era un narrador magistral. Sus novelas La guerra y la paz y Ana Karenina están con­sideradas como clásicas de la literatura universal, y sus cuentos han sido tradu­cidos a innumerables idiomas. Pero las novelas que escribió no dejan entrever lo que realmente había en su corazón. Tolstoi era también un hombre pro­fundamente espiritual, que pasó años meditando en lo que realmente era el significado de la vida.

Nacido en una familia adinerada, fue educado por tutores privados y tuvo amplia oportunidad para progre­sar socialmente. Aparte de la riqueza que heredó, sus novelas le produjeron suficientes ganancias como para garanti­zarle una vida muy cómoda por muchos años. Tolstoi estuvo casado con una hermosa mujer, Sofía, con la que tuvo trece hijos. Pero, a pesar de su fortuna, su fama, sus éxitos y su familia, Tolstoi sufría de depresión e incluso pensó en suicidarse. ¿Por qué le sucedió esto?

En su libro Confesión, Tolstoi des­cribe su búsqueda cada vez más intensa del sentido de la vida y cuenta que había decidido “enterrarse” en el trabajo para no tener que afrontar las preguntas más punzantes de la vida. Pero por mucho que trató de eludirlas, las interrogantes seguían agolpándose en su mente. La muerte de un amigo, el padecimiento de un sirviente, o algún otro evento inquietante hacía aflorar de nuevo las preocupaciones que le exigían respues­tas con insistencia.

Con el paso del tiempo y el inevi­table acercamiento de la muerte, sus depresiones se hicieron más frecuen­tes y más intensas. “¿Qué será de mi vida?”, se preguntaba. “¿Hay algún sen­tido en mi vida que no quede truncado por la muerte que me aguarda?”

Finalmente, encontró el sentido de la vida en parte leyendo la Sagrada Escritura, especialmente el Sermón de la Montaña. En las palabras del Señor, Tolstoi descubrió en el texto sagrado no solo una buena filosofía, sino un ali­mento para su alma y una luz para su corazón. Por último, llegó a la conclu­sión que el sentido de la vida consistía en entrar en una relación viva y perso­nal con el Señor Dios, que es tierno y amoroso.

Aunque Tolstoi tuvo algunos proble­mas con ciertos elementos de la religión organizada, dedicó el resto de sus días a construir el Reino de Dios en la tierra. Se preocupó de cuidar mucho más a sus sirvientes, fue muy generoso con los pobres y dedicó gran parte de su tiempo a trabajar para mejorar las condiciones de los necesitados de su vecindario. Siendo un novelista afamado y un rico hacendado, encontró la paz verdadera en una vida de servicio y amor; una vida dedicada a imitar a Jesús.

Las Confesiones de San Agustín. Acerca de 1.500 años antes de Tolstoi, otro hombre brillante y famoso puso por escrito su propia crisis de fe en otro libro titulado Confesiones. Ese hom­bre fue el filósofo, maestro y erudito Agustín, obispo de Hipona (ciudad lla­mada hoy Anaba, en el norte de África).

Agustín empieza sus Confesiones describiendo la egocéntrica vida que llevaba en su juventud, y luego recorre su vida hasta su conversión al cristia­nismo a los 32 años. Durante esta parte de su vida, Agustín trató de encontrar el significado de la vida en la filosofía, la astrología, el placer e incluso en una carrera académica exitosa.

Como también le sucedió a Tolstoi, Agustín sufrió una especie de crisis a causa de la muerte de un amigo íntimo, que lo llevó a reflexionar más detenida­mente acerca del rumbo de su propia vida. Durante tres años luchó con la contradicción que había entre la vida que practicaba —viviendo con una amante y un hijo ilegítimo— y la vida que presentía que Dios deseaba para él. Se dedicó a estudiar la Escritura, fre­cuentaba los diálogos con Ambrosio, el obispo de la ciudad, más tarde canonizado como santo, y lidiaba con las súplicas de su madre para que se hiciera cristiano.

Entonces llegó el día en que, ator­mentado por la despreciable condición de su vida, escuchó lo que le pareció ser la voz de un niño que cantaba: “Tómala y lee, tómala y lee”. Reaccionando, abrió la Biblia y leyó el primer pasaje sobre el que se posaron sus ojos: “Actuemos con decencia, como en pleno día. No andemos en banquetes y borracheras, ni en inmoralidades y vicios, ni en discor­dias y envidias. Al contrario, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no bus­quen satisfacer los malos deseos de la naturaleza humana” (Romanos 13,13­14). En ese momento, la resistencia que oponía finalmente se rompió, y Agustín se rindió por completo a Cristo. Había encontrado la respuesta a las preguntas de la vida en el mensaje de la Palabra de Dios.

Ya sea que nos demos cuenta o no, todos tratamos de encontrar el sentido de nuestra vida. Algunos actúan como Tolstoi, y se sumergen por completo en el trabajo; otros, como Agustín, tratan de eludir el problema entregándose a los placeres mundanos. Pero en reali­dad las preguntas nunca desaparecen. Todo lo que se requiere es una crisis o un desafío en la vida personal para hacerlos surgir nuevamente.

Encontrar el sentido en la acti­vidad. El mundo actual, que está orientado hacia la actividad, nos lleva a buscar el sentido de la vida en lo que hacemos, y casi lo encontramos. Es casi como si siempre tuviéramos que espe­rar lo próximo que va a suceder. En enero empezamos un año nuevo; las compañías definen sus presupuestos y objetivos comerciales; las familias ter­minan sus feriados de Navidad y Año Nuevo buscando algo nuevo y fasci­nante, mientras el invierno despliega sus gélidas mañanas. Luego llega la pri­mavera, con el regreso de los prados y las flores y las reuniones familia­res para celebrar la Semana Santa y la Pascua de Resurrección. Después lle­gan los exámenes de fin del año escolar y las celebraciones de graduación. Con el verano, el pensamiento se dirige tal vez hacia las vacaciones familiares, un día de playa o un viaje para visitar a parientes. Luego llega el otoño, con el comienzo de un nuevo año escolar, el Día de Acción de Gracias y el Día de Todos los Santos, mientras las tiendas empiezan a llenarse de decoraciones navideñas. Antes de darse cuenta, uno ya está preparándose para la Navidad y el principio de todo un año nuevo.

Pero ¿es este ciclo interminable de actividades todo lo que hay en la vida? ¿Se encuentra el sentido de la vida en vivir más de 70 u 80 de estos ciclos anuales?

En cierta manera, sí. Muchas de estas actividades nos comunican un sentido de propósito en la vida, especialmente las que nos ayudan a reforzar los lazos familiares y las amistades. Pero ninguna de estas actividades puede darnos una satisfacción completa ni una felicidad duradera; ninguna de ellas es capaz de satisfacer los anhelos más profundos del corazón humano. Esta es la razón por la cual tantas personas que parecen tener todo en la vida —como León Tolstoi— experimentan una crisis a los 40 o 50 años, o bien luchan contra la tristeza, la depresión o se sienten perdidas y desorientadas.

La cura para el corazón inquieto.¿Por qué ninguna de estas actividades es capaz de saciar nuestros anhelos más profundos? ¿Por qué no pueden comu­nicarnos el sentido más profundo de nuestro vivir? Quizás San Agustín lo dijo mejor cuando, dirigiéndose al Señor, escribió: “Nos hiciste para Vos, y nues­tro corazón anda desasosegado hasta que descanse en Vos” (Confesiones I, 1). Efectivamente, fuimos creados para vivir unidos a Dios; para tener una rela­ción personal con Él, y mientras no entremos en esa relación, siempre nos sentiremos incompletos, insatisfechos. Por mucho que nos esforcemos, siem­pre tendremos la sensación de que algo nos falta.

Con su iluminado entendimiento, San Agustín nos dice que nuestra vida no consiste solo en satisfacer las nece­sidades físicas y materiales. Alguien puede tratar de encontrar satisfac­ción en el comer, el beber, el hacer ejercicio o en la promiscuidad sexual. Pero, aun cuando el cuerpo es también muy valioso, eso no es toda la persona humana.

San Agustín enseña que la vida humana tampoco se limita a satisfacer nuestras necesidades y deseos emocio­nales. Podemos tratar de encontrar el valor de nuestra vida en un sano sen­tido de autoestima, adquiriendo más educación y desarrollando nuestros talentos; incluso uno puede tratar de llenar el vacío leyendo una buena novela o viendo películas interesantes. Pero, pese a que la mente es muy buena, esa tampoco es toda la persona humana.

Por último, San Agustín nos dice que los humanos somos personas no solo físicas y emocionales, sino que también somos personas espirituales, y mientras no establezcamos una relación personal con el Señor, nuestra dimensión espiri­tual estará vacía e inquieta.

Por eso, al comenzar esta tempo­rada cuaresmal, examinemos a fondo nuestra vida. ¿Soy inquieto, como San Agustín? ¿Me siento frustrado como León Tolstoi? Incluso si nos parece percibir nada más que un poco del desasosiego o la frustración de ellos, esa es una señal de que Jesús nos está invitando a conocerlo más y mejor. Aceptemos, pues, su invitación para que encontremos una paz aún más grande y el sentido verdadero de nues­tra vida en esta Cuaresma.

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