La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Feb/Mar 2009 Edición

El desafío de la transformación

Dar la buena pelea

El desafío de la transformación: Dar la buena pelea

Siempre en las películas de guerra, del oeste o de ciencia ficción o incluso en las comedias de romance, vemos que se enfrentan los buenos contra los malos.

Tal vez algo parecido era lo que San Pablo estaba pensando cuando escribió su carta a los romanos. Especialmente en el capítulo ocho, el apóstol nos presenta una situación similar. El bueno es la persona que vive “en el espíritu” y el malo es el que vive “en la carne”. Según el apóstol, todos actuamos de una cierta manera cuando vivimos en el espíritu, y de una manera totalmente diferente cuando vivimos en la carne. En el primer caso, avanzamos por el camino de la rectitud y santidad; en el segundo caso, vamos cayendo cada más en el abismo del pecado.

Todos los días nos enfrascamos en este combate entre el bien y el mal, o como lo dice San Pablo, en la confrontación entre el espíritu y la carne. De una manera muy particular, esta batalla personal pasa a primer plano en la Cuaresma. La exhortación a hacer ayuno, orar y dar limosna nos desafía a “dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados” (Prefacio III de Cuaresma), por lo que debemos decidir cómo vamos a responder. A medida que avanza la Cuaresma, empezamos a darnos cuenta de que el verdadero campo de batalla no está centrado en nuestro cuerpo, es decir, en lo que vamos a comer o cuánto tiempo vamos a dedicar a la oración. Más bien, el verdadero “campo de batalla” se encuentra en nuestro razonamiento: en lo que pensamos, las actitudes que tenemos y en lo que hacemos frente a Dios y a los demás.

Así pues, analicemos por un momento aquella batalla que se libra en la mente de cada uno. Reflexionemos también sobre algunas estrategias que pueden ayudarnos a ganar esta batalla, de manera que, cuando llegue la Pascua de Resurrección, nos encontremos más cerca de Jesús y llenos de su amor y de su gracia.

El verdadero campo de batalla. Comencemos por algo un poco simplista, pero bastante útil para entender nuestra vida interior. Cada uno de nosotros tiene muchos atributos, virtudes y talentos maravillosos y valiosos, que son los regalos que Dios nos ha dado para cultivar y fortalecer durante la vida. Son cosas tales como la generosidad, la bondad, la sinceridad, el amor, la compasión y la perseverancia. Dios ha querido tomar estas virtudes y dones y llenarlos de su gracia, porque así pueden ayudarnos a edificar su Iglesia y servir al bien común.

Por otra parte, también tenemos deseos, hábitos y tendencias que son contrarios a Dios y dañinos para nosotros mismos y nuestros semejantes, tales como la avaricia, el egoísmo, la envidia, las apetencias desordenadas y el engaño. Ahora bien, junto con cultivar y desarrollar los dones buenos, también hemos “desarrollado” algunas de estas tendencias desviadas y pecaminosas, que han influido en nosotros mismos, con el resultado de que nos han alejado del Señor y de su voluntad para nuestra vida.

Así pues, en nuestra propia mente se libra esta batalla entre el deseo de vivir según el espíritu y el anhelo de ceder a nuestras propias inclinaciones, despreocupándonos de Dios y de sus planes para nosotros y para su pueblo. Pero eso no es todo. También tenemos al Espíritu Santo, que habita en nuestro corazón, y Él no está dormido. De hecho, está muy vivo y siempre está tratando de decirnos lo mucho que Dios nos ama y cuánto quiere bendecirnos. Además, siempre procura guiar nuestras acciones por el camino recto y nos ayuda a relacionarnos debidamente con los demás. Le gusta mucho consolarnos cuando nos sentimos tristes y animarnos cuando estamos contentos, invitándonos constantemente a decidirnos a participar en el amor, la misericordia y la sabiduría de Dios.

Pero hay también otro “actor” en este drama de la batalla por el dominio de nuestra mente: el diablo. El “Tentador” también está siempre rondando cerca de nosotros, pero nunca en nuestro interior, y lo que hace es bombardearnos constantemente con una tentación tras otra. Se pasa todo el tiempo susurrándonos mentiras y medias verdades al oído y lanzándonos “flechas encendidas” hacia nuestra mente (Efesios 6,16), y tratando de convencernos de que tenemos derecho a hacer todo lo que nos plazca. ¡Este es un trabajo que lo cumple a la perfección!

Pero lógicamente, nosotros no podemos dividir nuestra mente para encuadrar estas acciones o influencias en compartimentos distintos y separados. Pero muchos santos han encontrado métodos de hacerse el examen de conciencia que son muy útiles para aprender a controlar la vida interior, y así han podido mantenerse fieles a Jesús y crecer en santidad.

El estudio de un caso: el Apóstol San Pedro. Leyendo de nuevo los relatos de los Evangelios, se puede ver un caso en que todos los elementos que hemos mencionado actúan sobre una persona: San Pedro. Es uno de los personajes más amados del Nuevo Testamento, principalmente porque nos parece tan fácil identificarnos con sus actitudes impulsivas y también con su deseo de agradar al Señor.

En una ocasión, Jesús les preguntó a sus discípulos: “Ustedes, ¿quién dicen que soy?” Pedro respondió inmediatamente: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente.” Entonces el Señor lo bendijo diciéndole: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo.” Luego añadió que Pedro era “la piedra” de su iglesia y le prometió darle las llaves del reino de los cielos. ¡Qué bien se debe haber sentido Pedro al escuchar estas palabras!

Pero poco después, Jesús les anunció que se dirigía a Jerusalén, donde los jefes religiosos de Israel le darían muerte. Esta noticia le pareció trágica a Pedro, que respondió, con la misma pasión de antes: “¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Esto no te puede pasar!”

¡Qué lealtad! ¡Qué compromiso! Pero qué fue lo que Jesús le contestó? “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mateo 16,13-23). ¡Para Pedro esto fue como un balde de agua fría!

¿Qué fue lo que sucedió en este caso? En ambas ocasiones, fue el propio Pedro, con su razonamiento natural, el que llegó a estas conclusiones; sus buenas intenciones fueron las que lo motivaron. Y fue Pedro que con su propia boca pronunció estas palabras. Jesús le dijo que la primera respuesta le había venido de Dios, pero la segunda le venía de Satanás. Es claro pues que Pedro tenía que aprender a discernir los pensamientos e impulsos que brotaban de su interior.

Esta es una muestra clara de cómo actúa la mente humana natural. En un momento podemos expresar el amor y el entendimiento que Dios nos da, pero también podemos hablar bajo la influencia del maligno, y en todas estas ocasiones los que piensan y hablan somos nosotros mismos.

¿Significa esto que estamos condenados a vivir una vida de incertidumbre, sin saber nunca cuando un pensamiento proviene de nuestra propia mente, de la inspiración de Dios o de las tentaciones de Satanás? ¡Claro que no! Este episodio no es más que un paso en la trayectoria de la vida de San Pedro. Con el tiempo, el apóstol aprendió a discernir lo que sucedía en su razonamiento. A través de los años, y con el aumento de su fe y una entrega más completa al Señor, junto con una buena dosis de crecimiento espiritual e intelectual, aprendió a moderar sus tendencias impulsivas e impetuosas. Pero nunca dejó de buscar una mayor renovación de su forma de pensar, hasta en sus últimos días, cuando humildemente entregó su vida por el Señor.

El misterio del amor de Dios. Tal vez sea alentador para nosotros conocer un principio espiritual importante que siempre actúa cuando nos enfrascamos en la batalla por el pensamiento. Cuando tratamos de entregarnos más a Jesús, Dios actúa en nosotros de una manera muy superior a las fuerzas humanos.

Una vez había un hombre que tomó lecciones de golf. El instructor le hizo cambiar sólo dos cosas de la manera en que manejaba el palo: la forma de tomarlo y su postura. Para sorpresa del hombre, no sólo le cambiaron estos dos elementos, sino también se corrigieron otras tres faltas que cometía sin que en realidad se hubiera propuesto lograrlo.

Algo como esto es lo que le sucedió al apóstol San Pedro después de la conversación con Jesús que acabamos de citar (y de muchas otras) y también nos puede suceder a nosotros. Tal vez pensamos que somos “justos” porque vamos a Misa y nos quedamos rezando unos momentos después de recibir la comunión, o quizá pensamos que el rosario que rezamos en familia ayudó a enseñar a nuestros hijos acerca de la oración. Pero lo cierto es que cada vez que buscamos al Señor de diferentes maneras, Él se preocupa de corregir nuestras fallas y acrecentar nuestras virtudes, y por lo general ni siquiera nos damos cuenta sino hasta más tarde, cuando vemos que efectivamente hemos cambiado en lo que pensamos y en lo que hacemos.

Este es el misterio del amor de Dios: Cuando hacemos algo, por poco que sea, para acercarnos a su lado, Jesús se nos acerca a pasos agigantados, y el resultado siempre es una mayor paz, una sabiduría más profunda y una manera de pensar más clara. Efectivamente, el Señor “puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos” (Efesios 3,20).

Difícil, pero no imposible. Cuando San Pablo les dijo a los romanos que vivieran en el espíritu, quería que ellos usaran tanto su propio esfuerzo como la gracia sobreabundante de Dios para “despojarse” de su manera de pensar antigua y pecaminosa opuesta a Dios, y que adoptaran una nueva forma de razonar que se pareciera a la de Jesús. Esto es lo que nosotros también queremos lograr.

La razón es uno de los regalos más valiosos que Dios nos ha dado. Es la herramienta más extraordinaria que tenemos para ayudarnos a acercarnos al Señor. Lo irónico es que la razón también es capaz de convertirse en nuestro peor enemigo.

Finalmente, Pedro aprendió a distinguir por qué una respuesta era de Dios y la otra no, y aprendió a discernir la voluntad del Señor. Con el tiempo, su mente se renovó. Experimentar esta transformación bajo el poder del Espíritu Santo fue difícil para San Pedro, y también lo será para nosotros, pero difícil no significa imposible. Aprender a vivir en el espíritu es algo que implica gracia y oración, y también perseverancia para intentarlo una y otra vez. Toma tiempo, pero se puede lograr; esta es una promesa en la cual todos podemos confiar porque el propio Jesús fue quien la hizo (Juan 14,17.25; 16,12).

Por eso, hermano, decídete a renovar tu razón en esta Cuaresma y recuerda lo que San Pablo les dijo a los romanos cuando les exhortó a decidirse a vivir en el espíritu. Les dijo que eran hijos e hijas de Dios, pero más importante aún, les dijo que tenían el Espíritu Santo habitando en su corazón y que Él los hacía exclamar “¡Abbá, Padre!” y dar testimonio de que eran hijos de Dios (Romanos 8,14-15). ¡Qué otras palabras más reconfortantes que ésas podemos oír!

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