La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Oct/Nov 2010 Edición

El Agua se transforma en Vino

Una clave para un buen matrimonio: La gracia sacramental

El Agua se transforma en Vino: Una clave para un buen matrimonio: La gracia sacramental

Cuando San Juan escribió su Evangelio, tuvo que tomar ciertas decisiones. Al igual que Mateo, Marcos y Lucas, que escribieron antes que él, quería comunicarle al pueblo quién era Jesús y qué había hecho, pero para ello sabía que tenía que hablar de los milagros de Jesús. ¿Pero cuáles? ¡Había tantos!

Teniendo tantas opciones, ¿por qué decidió empezar por las bodas de Caná? (Juan 2,1-12). Ninguno de los otros evangelistas lo había hecho y no era algo tan dramático. Todo lo que Jesús hizo fue ayudar a unos amigos que estaban en dificultades. No hizo ninguna curación ni expulsión de demonios ni perdonó ningún pecado. Solamente evitó un problema posiblemente grave para los anfitriones en la fiesta de bodas cuando se había acabado el vino.

Invitar a Jesús a nuestros matrimonios. Tal vez nunca sabremos por qué Juan incluyó este relato, pero qué bueno que lo hizo. Durante siglos, muchos lo han analizado buscando aliento e inspiración, sobre todo para el Sacramento del Matrimonio, porque este milagro nos dice que cuando una pareja invita a Jesús a su matrimonio, tal como lo hicieron en las bodas de Cana, Él toma algo que ya es bueno —el “agua” del amor mutuo de los novios— y lo transforma en el “vino selecto” de su propia gracia y su poder divino.

En cada sacramento, Dios toma algo de uso diario y lo convierte en un instrumento de su gracia. En el Bautismo es el agua; en la Eucaristía, el pan y el vino, y en el Matrimonio, la pareja misma. Los novios se transforman cuando prometen amarse el uno al otro en forma fiel e incondicional con la fuerza del Espíritu Santo. El “agua” de su compromiso recíproco se convierte en el “vino” del compromiso de Dios con ellos y con su matrimonio.

En esta edición, queremos explorar la mejor forma de invitar a Jesús a nuestros matrimonios, porque el Señor tiene poder para bendecir a cada matrimonio mucho más de lo que podemos soñar o esperar, y para hacerlo daremos una mirada a ciertos pasajes de la Escritura que nos dicen cómo pueden los maridos y las esposas amarse mutuamente.

¿Cómo nos ama Jesús? “Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella” (Efesios 5,25). En este versículo, San Pablo propone un elevado ideal al que todos deberíamos aspirar en nuestros matrimonios: que la relación entre hombre y mujer se parece a la relación entre Cristo y la Iglesia, por lo que los esposos deben amarse el uno al otro tanto como Jesús ama a la Iglesia.

¿Y cuánto es esto? Piensa en cuánto Jesús te ama a ti y así tendrás una idea de cuánto Él ama a toda la Iglesia. El Señor nos ama no porque seamos perfectos ni santos, porque sabemos que cometemos errores y pecados y a veces tenemos actitudes poco amables e incluso hacemos cosas malas, pero Jesús nos ama de todos modos. No nos ama sólo por lo que somos, sino también por lo que podemos llegar a ser. Nos ama tanto que quiere hacernos bondadosos y quiere librarnos de toda mancha de pecado, de manera que seamos tan puros como una novia en el día de su boda.

San Pablo también nos cuenta que Jesús “se entregó” por nosotros (Efesios 5,25), que dio su propia vida para redimirnos y reunirnos en un solo pueblo. Del mismo modo, nosotros también estamos llamados a demostrar un amor desinteresado, aquel amor que procura dar antes que recibir, cuidar al ser querido más que cuidarse a sí mismo.

Desde el momento en que nos unimos en matrimonio, Dios nos invita a trabajar mutuamente para que cada uno sea más puro y más parecido a la imagen santa de su “esposa”, la Iglesia. El Señor nos pide amarnos no sólo por lo que somos en ese momento, sino también por lo que seremos a medida que nos entreguemos más el uno al otro. Más aún, el Señor quiere ayudarnos a darnos mutuamente, de manera que el “bien” que uno ve en el otro se transforme con el tiempo en “vino selecto”, en vidas de gracia y piedad, llenas del Espíritu Santo.

Vaciarse de sí mismo. Este concepto de matrimonio contradice la corriente del mundo. La sociedad moderna tiende a ver el matrimonio como una relación privada, cuyo objetivo es conseguir la satisfacción personal, es decir, que el uno debería valorar al otro por lo que éste puede hacer para él o para ella y viceversa.

Pero escuchemos el hermoso himno que San Pablo cita en su Carta a los Filipenses:

Tengan unos con otros la manera de pensar propia de quien está unido a Cristo Jesús, el cual: Aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor y el más excelente de todos los nombres, para que, ante ese nombre concedido a Jesús, doblen todos las rodillas en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y todos reconozcan que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2,5-11).

Esta es la clase de amor que Jesús quiere que se viva en cada matrimonio, porque sabe que mientras más nos vaciemos de nosotros mismos a favor de nuestro cónyuge, más profundamente podremos amarnos el uno al otro. Pero una palabra de advertencia: Este “vaciarse” no significa anularse ni humillarse. Y hacerse “siervo” en este pasaje tampoco significa renunciar a nuestra dignidad y limitarse a recibir órdenes. Jesús no era débil y ciertamente no se dejaba manipular por nadie. No, el “servicio” para Jesús (y para toda pareja casada) simplemente significa hacer la voluntad de Dios antes que la nuestra. El “vaciarse de uno mismo” significa darse del todo al marido o la esposa; es decir, pensar y hacer todo y sólo lo que más convenga a la unidad del matrimonio y la familia, nunca buscando la ventaja propia antes que la de todos y nunca olvidando el lugar supremo que Dios tiene en el matrimonio.

Dos que llegan a ser uno. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona (Efesios 5,31). San Pablo usó este pasaje de Génesis para explicar por qué el marido y la esposa se deben amar mutuamente de esta manera, y lo hizo mencionando la unidad que ocurre en un matrimonio, el hecho de que los dos se hacen “una sola persona”, pero luego añadió lo siguiente: “Aquí se muestra cuán grande es el designio secreto de Dios. Y yo lo refiero a Cristo y a la iglesia” (Efesios 5,32).

Génesis explica que la primera pareja compartió la misma carne: “De esa costilla Dios el Señor hizo una mujer, y se la presentó al hombre” (Génesis 2,22). De modo similar, y siguiendo las palabras de San Pablo, muchos padres de la Iglesia han afirmado que la Iglesia se formó del costado traspasado de Cristo (Juan 19,33-34). En cierta forma, así como Adán estaba incompleto sin Eva, así también Jesús está incompleto sin nosotros. Por supuesto, el Señor siempre es perfecto y nunca necesita nada; pero al mismo tiempo, su amor es tan fuerte que anhela tener un pueblo, una “esposa”, semejante a Él a quien pueda amar y con quien pueda compartir su vida.

En este versículo, San Pablo dice que, en el Sacramento de Matrimonio, el marido y la esposa se “funden” en una sola persona. Pero, ¿para qué? Para que sean una familia santa, que se apoyen mutuamente, recen juntos el uno por el otro, y se preocupen de ayudar a los que tienen menos.

La razón por la cual las parejas casadas se hacen una sola carne y se entregan recíprocamente es para que cada uno llegue a ser santo e intachable a los ojos de Dios. Este es el misterio que encierra el sacramento: Dos personas imperfectas y pecadoras pueden realmente llegar a amarse tan cabalmente como Jesús ama a la Iglesia.

Un potencial asombroso. Pero la fuerza del Sacramento del Matrimonio se hace presente sólo en la medida en que las parejas casadas acepten la gracia que allí se les ofrece y traten de vivirla en la práctica; es una gracia que entra en acción cuando la pareja recibe plenamente a Cristo en su matrimonio, tanto en forma conceptual como en los aspectos y situaciones concretos del diario vivir.

Lo normal es que todos los esposos experimenten tensiones o desencuentros en su vida conyugal que los lleven a discutir, enfadarse y reñir, a aislarse el uno del otro o a actuar por egoísmo o resentimiento. Cuando surgen situaciones como éstas, las parejas que conscientemente han estado pidiendo y recibiendo la gracia del sacramento están en mejores condiciones de resistir la tormenta juntos. Su amor recíproco será más fuerte que la tensión y podrán perdonarse y respetarse el uno al otro, y así se fortalecerá su matrimonio.

Un sello sacramental. Así como Jesús se hizo presente en la boda de Cana, también se hace presente en todas las bodas a donde lo invitan, y acompaña a la pareja durante toda la vida matrimonial, si ellos le dan la bienvenida en el hogar. El Señor toma el amor humano natural de la pareja, que es bueno, y lo transforma en un amor sobrenatural, lleno de la gracia divina, y hace que ese amor humano, que sin ayuda puede extinguirse, permanezca dinámico, se renueve constantemente y se llene de vida. Mediante el sacramento, el Señor marca la unión conyugal de la pareja con su sello, de modo que ellos aprenden a amarse el uno al otro con el mismo amor con que Cristo ama a su iglesia. ¡Y ese amor, lo mismo que el vino selecto de Caná, es el mejor que hay!

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