La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Abril/Mayo 2008 Edición

De la tribulación y la tragedia a la libertad y el gozo

Por: Gina Lorenzo

Soy cubana y desde hace 46 años vivo en este país de libertad.

Mi esposo y yo salimos de Cuba huyendo del régimen comunista y dejando atrás todos nuestros bienes materiales, pero trayendo el tesoro más preciado que teníamos: nuestros cuatro hijos. Vinimos apenas con cinco dólares en el bolsillo.

Vivimos en la ciudad de Miami por 10 años, hasta que se le presentó a Oscar una mejor oportunidad de trabajo en Texas. Sin pensarlo mucho, nos dirigimos a ese estado a buscar nuevos horizontes.

Tiempo de crisis. En esa época empezaba la era de los hippies, la marihuana y el libertinaje. Nuestra hija menor, que siempre fue bastante rebelde, se identificó enseguida con ese tipo de vida y ahí?comenzaron todos nuestros problemas. Llegó incluso un día en que la encontramos media moribunda, diciendo que quería dejar de existir.

Gracias a mi instinto de madre, me di cuenta de lo que estaba sucediendo y al momento la introduje en la bañera. Con agua fría la hice revivir y de ahí la llevé al hospital, donde le hicieron un lavado de estómago. A pesar de los muchos años transcurridos, aún recuerda ella el mal momento que pasó en ese lugar, cuando tuvieron que introducirle una gomita por la garganta para que devolviera todo lo que había ingerido.

Mis padres fueron gente muy buena y nos educaron con principios?cristianos, pero nunca los vi acercarse a una iglesia, a no ser que fueran a un bautizo o un casamiento. A pesar de eso, desde pequeña yo fui bastante religiosa. A los 14 años me enviaron a estudiar a un colegio de monjas en los Estados Unidos y me empezaron a interesar todas las cosas de la Iglesia.

A nuestros hijos también los educamos con esos mismos principios. Habían recibido todos los sacramentos que necesitaban y en nosotros tenían un buen ejemplo a seguir. Pero siempre hay alguien en la familia que se quiere diferenciar del resto y esa fue nuestra hija menor.

Empezó a ser rebelde, a mirarnos con ojos como de odio y a querer hacer nada más que su voluntad. Por mucho que tratábamos de hablarle y aconsejarla, seguía en "sus cosas". Se le compraban libros para que ella supiera lo peligroso de las drogas; su padre la llevaba a pasear casi todas las tardes para hablarle y persuadirla a cambiar.

Rumbo a la capital. De pronto se le presentó a Oscar otra ocasión de mejor trabajo en Washington, DC. Ella nos decía que estaba a punto de cumplir 18 años y que no se iría con nosotros. Que si la obligábamos cuando tuviera la mayoría de edad se "largaría de la casa", así, con esas palabras. Yo le contestaba: "Pero hasta entonces, te tienes que ir con nosotros."

Un día le dije a mi esposo: "Ya faltan sólo dos meses para que sea mayor de edad. Hemos hecho todo lo humanamente posible para que ella cambie y no nos ha dado resultado. ¿Por qué, en lugar de insistir, no la ponemos en las manos de Dios y que Él la convenza para que cambie?" Así lo hicimos.

La dejamos en Texas con sus dos hermanos mayores, que decidieron quedarse allí "para vigilarla". Pero en todo el camino íbamos nosotros llorando, pensando que tal vez habíamos hecho mal en dejarla. Esto ocurrió a principios de septiembre y su mayoría de edad iba a ocurrir en octubre.

En el Día de Acción de Gracias, nuestra hija mayor nos dio la sorpresa y la alegría de presentarse en casa diciendo que había decidido venir a vivir con nosotros. Le preguntamos por su hermana menor, "la rebelde", y nos dijo: "Si la ven, no la conocen. No sé lo que le ha pasado, pero ahora anda con la Biblia debajo del brazo y es otra persona."

El reencuentro. No podíamos creer lo que nos decía y pensamos que a lo mejor era un nuevo truco de ella. Pero, no fue así. El 1 de diciembre de ese mismo año nos anunciaba que volvía a "la casa del padre".

Fuimos al aeropuerto a esperarla y no podíamos creer lo que veíamos: una joven bien vestida, sin ropas de hippie y con una mirada dulce, no aquella mirada de odio que nos dolía tanto. Le preguntamos qué le había pasado, cómo había cambiado tanto y sólo nos dijo: "He tenido un encuentro personal con Cristo y le he entregado mi vida entera."

En realidad, no sabíamos de qué nos hablaba. Hasta pensamos que nos estaba tomando el pelo. Pero no, al contrario, comenzó a decirnos que deberíamos leer la Biblia. Cuando nos casamos, mi esposo había comprado una Biblia, pero se mantenía en su mesilla de noche "juntando polvo", sin que nunca se abriera.

Nos entró la curiosidad de investigar sobre lo que ella nos decía. Cuando nos invitó para ir a oír a un predicador católico muy joven en una iglesia de Vienna, Estado de Virginia, fuimos y qué gran sorpresa nos llevamos cuando vimos que allí, tanto el que daba la plática como los que estaban oyendo, ¡tenían esa misma mirada dulce y enamorada cuando pronunciaban el nombre de Jesús!

De la mano del Señor. Jamás pensamos que en nuestra Iglesia Católica existiera esta maravilla. Si hasta entonces nosotros éramos católicos que cumplían sus obligaciones, ahora nos entraba el hambre de conocer más de la Biblia y deseábamos tener aquello que todas esas personas tenían.

Una vez Oscar tuvo que hacer un viaje de trabajo y alguien le preguntó si era cristiano, a lo que él respondió: "Soy católico y me considero cristiano." Luego me dijo que había visto algo muy especial en los ojos del que le hizo la pregunta y estuvo rezando por varios meses diciéndole al Señor que quería tener lo mismo.

Ese cambio que notamos en nuestra hija, lo queríamos para nosotros también. Por eso, comenzamos a reunirnos con varios amigos católicos todas las noches, después del trabajo, para orar y pedirle a Dios que nos dejara experimentar aquello que para nosotros, como católicos, era nuevo: Necesitábamos en nuestras vidas un nuevo Pentecostés como el que habían experimentado aquellos primeros cristianos cuando estaban reunidos en el aposento alto.

Una noche en 1974 nos reunimos como unos 12 para rezar e invocar al Espíritu Santo. De pronto comenzó a invadirnos algo nuevo, desconocido y maravilloso: primero un llanto, como de arrepentimiento por nuestros pecados y luego todos comenzamos a reír y a llorar, pero de alegría. Era algo tan hermoso y profundo que en realidad no podría explicar lo que sentíamos. Era una paz y un amor tan grande que comenzamos a dar gracias al Señor por derramar su Espíritu sobre cada uno de nosotros. Comenzamos a alabar a Dios en un idioma desconocido. Fue algo realmente maravilloso lo que mi esposo, yo y todos los allí reunidos pudimos experimentar. Por fin, el Señor le concedió a Oscar lo que le pedía, ese don tan especial.

Más pruebas. Con todo, el camino no ha sido fácil, pero el Señor no nos promete que?no vamos a sufrir porque lo sigamos. En su palabra nos dice: "Si te decides seguir al Señor, prepárate para la prueba" (Eclesiástico 2,1).

Dos años más tarde de nuestro encuentro con ese Jesús vivo, nuestro hijo mayor sufrió un terrible accidente de automóvil en el que perdió la vida. Si no?hubiera sido por nuestro acercamiento a Dios en aquellos momentos, no sé qué hubiéramos hecho.

Estando en la funeraria nos enteramos de otra familia que en otro lugar cercano estaban velando a su hija que también había fallecido. Fuimos a darle nuestro pésame, ya que quién mejor que nosotros, que estábamos pasando por la misma circunstancia, podía entender la pérdida tan grande que ellos sufrían en esos momentos.

Varios años más tarde recibimos una llamada?de nuestro segundo hijo, que había decidido irse a vivir a California. Llorando nos dijo que estaba en el hospital enfermo con SIDA. Lo único que pude decirle en ese momento fue que él era muy afortunado pues el Señor le estaba dando la oportunidad, a través de su enfermedad, para que se acercara a Dios, ya que?no sabía cuánto tiempo iba a vivir y?que no la desperdiciara.

Me fui para California para estar con él. Le leía la Biblia todos los días y le pedí que aceptara a Jesús como su Salvador personal. Lo preparé para morir y él escogió el salmo y las lecturas para que el día de su sepelio se leyeran en su Misa de difunto. Se confesó, recibió al Señor Jesús y murió con mucha paz a la edad de Cristo, a los 33 años.

Toda la experiencia que habíamos vivido nos ayudó y nos preparó para recibir la muerte de nuestros dos hijos. En esos momentos de tragedia pensé: "Hay dos caminos a seguir: renegar y preguntarle a Dios ¿por qué? o bien, agarrarnos fuertemente de nuestra fe en Jesús y salir victoriosos, sobre todo en momentos como ésos, y demostrar a los que estaban alrededor nuestro que Jesús nos hace victoriosos en medio del dolor.

El Señor nos ha probado, pero creo que hemos salido bien en esta batalla, porque no dejamos que nuestra fe en Dios disminuyera y así pudimos aplastar a Satanás con la ayuda de Jesús, Nuestro Señor y Salvador.

Con la muerte de nuestros dos hijos, el Señor nos ha dado la fuerza que sólo Él puede dar. Hemos seguido los caminos del Señor, trabajando en lo que Él nos pida. Somos felices con nuestras dos hijas y cuatro nietos, ¡que son verdaderos "cristianos católicos!" Además, le damos gracias a Dios todos los días porque nos ha dejado disfrutar de nuestro matrimonio por 57 años. Somos felices porque sabemos que allá en el cielo nos esperan nuestros dos hijos para darnos la bienvenida cuando el Señor nos llame.

A los que están tristes y con problemas que los agobian, les podemos dar la solución: Acérquense al Señor de la Vida, a Aquel que no falla nunca, especialmente en los momentos más difíciles de sus vidas. Él nos consuela, nos ama y podemos confiar en que todas las cosas suceden para el bien de aquellos que aman al Señor (Romanos 8,28).

Gina y Oscar Lorenzo viven en Hampton, Virginia, son muy activos y Ministros Extraordinarios de la Eucaristía en la Parroquia de San José y acaban de celebrar el 57º aniversario de su matrimonio.

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