La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio/Julio 2008 Edición

Sentados “a la Mesa” con Jesús

Por: el Padre José G. Donders

En los evangelios encontramos varias cenas. Algunos dicen que el Nuevo Testamento es el libro en el que más se come.

Aquella ocasión que ahora llamamos "La Última Cena" tampoco fue la última vez que comió Jesús. Después de su resurrección, comió con sus discípulos y otras personas en varias ocasiones, por ejemplo, cuando se apareció a los once y comió un trozo de pescado para demostrarles que no era un fantasma el que estaban viendo, o el último desayuno que preparó para sus discípulos al amanecer cuando ellos volvían de pescar toda la noche.

¿Qué significa comer juntos? El hecho de comer es afirmar la vida. Cada vez que comemos estamos de alguna manera reafirmando en nuestro ser más profundo que estamos de acuerdo en continuar la vida. Pero comer juntos con otras personas es más significativo aún, porque comprende una serie de diversas consecuencias. Por ejemplo, sirve para entrelazarlo a uno con las personas con quienes comparte la cena, y a través de lo que uno come, se une con el resto de la naturaleza. Pero, como vemos, la gente moderna tiende a ser más individualista y por eso cada vez come menos con otras personas.

En su clásico libro The Art of Eating [El arte de comer], la escritora estadounidense Mary Frances Kennedy Fisher dice: "Cuando se parte el pan y se bebe el vino, se produce una comunión que no es sólo del cuerpo. Y esto es lo que respondo cuando me preguntan ‘¿Por qué escribes acerca del hambre, y no de la guerra o el amor?’." En cierta forma, el hecho de comer siempre tiene un significado simbólico: uno come con gente con la cual tiene algún tipo de relación.

La cena en común también tiene a veces un sentido espiritual. Cuando Jesús comía con otras personas sucedían cosas: el pan y el pescado se multiplicaron; el agua se volvió vino, los pecados fueron perdonados, los pies fueron lavados, revivió la esperanza y se abrieron nuevas posibilidades en la vida. ¡A Jesús le encantaban las cenas! Pensemos nada más en los enormes días de campo que organizó para las multitudes y todo el alimento que sobró: siete canastas en uno y doce canastas en otro.

La Última Cena de Jesús con Ellos. Los que acompañaban a Cristo habían comido juntos antes de conocerlo y estaban conscientes del significado y el efecto que produce una cena en común. También habían comido con Jesús antes de la Última Cena; pero fue en ésta en la que el Señor les profundizó el significado de comer juntos, cuando tomó el pan y dijo: "Esto es mi cuerpo, entregado a muerte para bien de ustedes. Hagan esto en memoria de mí"; luego tomó la copa y dijo: "Esta copa es el nuevo pacto confirmado con mi sangre. Cada vez que beban, háganlo en memoria de mí" (1 Corintios 11,24-25).

San Pablo les recordaba a los corintios esta tradición que él mismo había recibido del Señor. Él había escuchado relatos de cómo celebraban los corintios la Eucaristía y sabía que lo hacían en el contexto de una cena más grande, en las cuales algunos tenían más que suficiente para comer, pero otros quedaban con hambre. Por eso les escribió diciéndoles que cuando se reunían teniendo esas divisiones "la cena que ustedes toman en sus reuniones, ya no es realmente la cena del Señor" y luego les añadió "De manera que, hasta que venga el Señor, ustedes proclaman su muerte cada vez que comen de este pan y beben de esta copa" (1 Corintios 11,20.26). Esto es lo que debían estar haciendo pero, según San Pablo, al hacerlo pasaban algo por alto.

Del mismo modo, S.S. el Papa Juan Pablo II nos advierte, en su más reciente encíclica sobre la Eucaristía, no pasar por alto el hecho de que Jesús, cuando habló de "dar su cuerpo y su sangre", se refería al hecho de estar dispuesto a sacrificarse por nosotros, por eso quiso que lo recordáramos siempre tanto en la cena y en el sacrificio. Nos pidió congregarnos no solamente para conmemorarlo comiendo y bebiendo, sino también "estando dispuestos a proclamar su muerte hasta que venga" viviendo en Él y a través de Él.

Proclamarlo en la vida práctica. Entonces, ¿qué significa esa proclamación de la muerte del Señor? ¿Cómo proclamamos su muerte en la cruz? ¿Cómo expresamos en nuestra vida lo que celebramos juntos con Él y con los hermanos, formando así el único cuerpo y sangre de Cristo? Porque, a decir verdad, esto es lo que San Pablo escribió en la misma Carta a los Corintios: "Pues bien, ustedes son el cuerpo de Cristo" (1 Corintios 12,27). La muerte de Jesús en la cruz por entrega de sí mismo y por amor a los demás, y que se hace presente en la Eucaristía, debe llevarnos a participar en la Comunión con un estilo de vida semejante.

El amor abnegado en el que uno se sacrifica por el prójimo manifiesta ante el mundo la vida y la muerte de Jesús, porque es la demostración de su vida resucitada en nosotros. Solamente amando de verdad y atendiendo a los que participan en la Eucaristía se puede "proclamar" la muerte de Jesús como algo que sucedió por nosotros y por todos los demás. O sea, se trata de "identificarse" o "solidarizar" con el hecho. Por eso San Agustín, en lugar de decir "El Señor esté con ustedes", prefería decir "El Señor está con ustedes" y explicaba:

"Si vosotros sois el cuerpo y miembros de Cristo, entonces es vuestro propio sacramento el que se coloca en la mesa del Señor; es vuestro sacramento el que vosotros recibís. Responded ‘Amén’ a eso que vosotros sois . . . Sed entonces miembros del cuerpo de Cristo para que vuestro Amén sea genuino" (Sermón 272).

La Eucaristía como descubrimiento: "Ya" pero "no todavía". A veces, en circunstancias especiales, la realidad del cuerpo de Jesús de repente resplandece en medio del ajetreo de la vida diaria. Así me sucedió a mí durante la Segunda Guerra Mundial. Los Países Bajos, allá donde yo crecí, estaban ocupados por tropas extranjeras. Yo era monaguillo en nuestra parroquia. Para nosotros, los soldados que ocupaban el país eran nuestros enemigos y jamás aceptaríamos algo de ellos; jamás comeríamos con ellos, y cuando veíamos a quienes lo hacían, los considerábamos traidores, merecedores de castigo cuando terminara la guerra.

En ese tiempo había toque de queda y nadie podía transitar por la calle desde el anochecer hasta el amanecer. Pero una noche —tal vez en 1943 — el comandante militar extranjero (que debe haber sido católico), suspendió el toque de queda por Navidad.

Era Nochebuena y todos fuimos a misa del gallo. Ya estaban cantando villancicos cuando fui a la sacristía para prepararme. Me tocaba sostener la patena —aquel pequeño plato dorado — debajo de la mano del sacerdote cuando él daba la Santa Comunión a los fieles que se arrodillaban contra la baranda. Al principio de la Misa hubo bastante conmoción, ya que unos 20 soldados entraron a la iglesia, haciendo mucho ruido con sus enormes y pesadas botas, y depositaron sus fusiles en un rincón con un guardia frente a ellos.

A la hora de la Comunión, me quedé junto al sacerdote hasta que me pareció que todos los fieles habían comulgado. Puse la patena sobre el altar y fui a arrodillarme contra la baranda para comulgar cuando algunos de los soldados se acercaron desde el fondo de la iglesia para comulgar también. Uno se arrodilló a mi derecha y dos a mi izquierda. Estaban tan cerca de mí que me llegaba el olor del cuero de las correas que llevaban. Nuestro párroco —que había arriesgado la vida ayudando a una familia judía a ocultarse de las fuerzas invasoras y quien decididamente no tenía simpatía alguna por estos soldados — le dio primero la comunión al que estaba junto a mí, luego a mí y después a los otros dos.

Fue en ese momento, al comulgar junto a aquellos hostiles soldados, que pude entender algo acerca del Cuerpo de Cristo que formamos todos juntos, incluso a pesar de la condición humana de cada uno. Estábamos celebrando sacramentalmente una realidad que todavía no se había concretado en la vida cotidiana.

Se trata de una realidad que ahora ya está con nosotros y que al mismo tiempo todavía no se ha materializado entre nosotros. Es el "ahora" y el "no todavía" del reino de Dios.

"Hasta que venga". Las consecuencias de sentarse a la mesa con Jesús son enormes, de proporciones mundiales y cósmicas, con todo tipo de ramificaciones sociales, ecológicas y económicas. La aclamación que se repite después de la consagración "anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas" nos deja con una misión que cumplir. Esperamos y debemos trabajar por la consecución de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apocalipsis 21,1). El hecho de estar a la mesa con Cristo nos da la seguridad del resultado final y la fortaleza para hacer lo que esté a nuestro alcance para acelerar la llegada del reino de Dios, un reino de paz y justicia. Es algo que refuerza nuestro sentido de ser responsables del mundo, nuestra llamada a edificar un mundo que guarde armonía con la cena sacrificial que celebramos en la Sagrada Eucaristía junto con el Señor.

El Padre Donders es Profesor Emérito de Misiología en la Washington Theological Union, de Washington, D.C.

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