La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento 2015 Edición

Vengan a ver

Contemplemos la gloria de Cristo con nuestros propios ojos

Vengan a ver: Contemplemos la gloria de Cristo con nuestros propios ojos

La Navidad es un tiempo mágico para los niños pequeños. Durante semanas se están imaginando los regalos que recibirán, hasta que finalmente llega el día de la revelación, cuando pueden ver lo que hay en aquellos hermosos paquetes bajo el árbol navideño.

De un modo similar, mientras los adultos esperamos la Navidad, el Señor también quiere darnos regalos: revelarnos su gloria maravillosa; hacer realidad nuestros deseos más profundos y darnos la misma alegría que San Juan expresó cuando escribió: “La Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria” (Juan 1, 14).

Esta es la verdadera promesa del Adviento. Al igual que Juan, tenemos la posibilidad de encontrarnos con Jesús, contemplar su gloria y experimentar su amor. Por supuesto, no podemos ver al Señor del mismo modo como Juan lo vio cuando ambos estuvieron en la tierra; pero cada uno de nosotros puede ver a Jesús del mismo modo que lo han visto los santos desde hace dos mil años. Nosotros también podemos conocer su amor y sentir que su presencia nos envuelve y se mueve entre nosotros; también podemos recibirlo en el pan vivo de la Eucaristía y en la quietud de la oración personal.

En este artículo miramos a algunas personas que, según los evangelios, se encontraron con el Señor y pudieron ver su gloria y sentir su amor cuando la Palabra de Dios se hizo hombre.

“Vengan a ver.” Con estas palabras, Jesús invitó a Andrés y al amigo de éste a pasar el día con él (Juan 1, 39); para el atardecer, Andrés ya sabía que Jesús era el Mesías. Tan entusiasmado estaba por la experiencia tenida que fue a ver a su hermano, Simón Pedro, y le instó a éste a venir también. El entusiasmo de Andrés debe haber sido contagioso, porque Pedro aceptó ir a conocer a este rabino de Nazaret. Y el resto de la historia ya lo conocemos.

Pero este fue sólo el principio, porque al día siguiente, Jesús se encontró con Felipe y le hizo una invitación parecida diciéndole “Sígueme” (Juan 1, 43). Felipe quedó tan entusiasmado como Andrés por lo que vio que fue a ver a su amigo Natanael y le contó sobre Jesús.

Ahora bien, Natanael tenía sus dudas, porque sabía que según la Escritura, el Mesías no vendría de Nazaret. Sin embargo, Felipe no trató de disipar las dudas de Natanael, sino que se limitó a repetir la invitación: “Ven y lo verás.” Y Natanael no pasó mucho tiempo en la presencia de Jesús antes de que él mismo afirmara: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel!”

Así fue como los cuatro, Andrés, Simón Pedro, Felipe y Natanael, aceptaron la invitación. Cuando pasaron tiempo con Jesús, se dieron cuenta de que estaban en presencia de alguien que era más que un profeta o un buen maestro. Aunque fuera apenas un reconocimiento inicial que necesitaba pruebas adicionales y más rotundas, vieron que Jesús era el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador del mundo. Todo lo que necesitaron fue un poco de tiempo con Jesús para que el corazón se les encendiera de entusiasmo y expectación.

Emocionante, ¿verdad? El hecho de reflexionar sobre estas historias debería movernos a preguntarnos: “¿Cómo puedo yo tener un encuentro con Jesús como ellos lo tuvieron?” Y la respuesta es sumamente sencilla: Aceptando la invitación del Señor. Cada día el Señor nos llama y nos dice: “Ven y lo verás, ven a conocerme, ven a disfrutar de mi presencia.” Todo lo que tenemos que hacer es pasar tiempo con él, en Misa, en la adoración o en la oración personal. Sólo tenemos que ponernos en un entorno físico y espiritual propicio para calmar el corazón y la mente y disponernos a percibir su presencia y su amor.

El partir el pan. Cerca del final del Evangelio según San Lucas encontramos otro episodio de revelación. El Domingo de la Resurrección, después de que Jesús había resucitado pero antes de que se mostrara a los apóstoles, otros dos discípulos caminaban de Jerusalén a la ciudad de Emaús. Todavía iban lamentando la muerte de Cristo, cuando él se puso a caminar a su lado y comenzó a hablarles. Misteriosamente, ninguno de ellos lo reconoció; de hecho comenzaron a explicarle a él todo que había sucedido el Viernes Santo, poniendo de relieve lo tristes y abandonados que se sentían ahora que este gran maestro había muerto.

Pero Jesús tomó rápidamente el control de la conversación y les censuró por no haber creído que en realidad el Mesías resucitaría tal como lo había prometido. Luego, procedió a enseñarles citando las Escrituras, a Moisés y a los profetas, y les mostró que efectivamente el Mesías tenía que morir y que luego resucitaría. Las palabras de Jesús fueron tan irresistibles que los dos discípulos sintieron que el corazón les ardía de entusiasmo y entendieron que él tenía razón y que no había que perder la esperanza.

Luego, cuando hicieron un alto para cenar y se sentaron a la mesa, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a ellos. ¡En una asombrosa fracción de segundo los discípulos reconocieron quién era este compañero de viaje, pero él desapareció de su vista! Inmediatamente, cambiaron de rumbo y volvieron a Jerusalén para contarles a los apóstoles lo que había sucedido.

Cada semana, millones de personas reviven esta historia cuando van a Misa. Llegamos con una fe débil, buscando fortaleza, sintiéndonos solitarios y añorando una amistad más profunda con el Señor; llegamos deseosos de escuchar la Palabra de Dios y una homilía que nos encienda el corazón como sucedió con los discípulos de Emaús. Luego, cuando recibimos a Jesús en la Sagrada Eucaristía, anhelamos la posibilidad de reconocerlo y sentir el mismo júbilo que sintieron aquellos discípulos.

El espíritu de revelación. En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas relata más ocasiones en las que Jesús se revela a sus fieles y lo hace comenzando con la siguiente promesa: “Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo... cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos” (Hechos 1, 5. 8). Después llegó el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se derramó sobre todos y la gente vio que la vida les cambiaba, tal como Jesús les había prometido.

Desde aquel día, empezaron a circular historias emocionantes, mientras el Evangelio se iba propagando desde Jerusalén finalmente llegando al mundo entero. En el día de Pentecostés hubo tres mil personas que recibieron la revelación de Jesús a través del Espíritu Santo. Poco más tarde, en Cesarea, Pedro les anunció a Jesús a un centurión romano y su familia y el Espíritu Santo cayó sobre ellos (Hechos 10). Y la experiencia se repitió en varias ciudades, como Corinto, Filipos, Tesalónica, Galacia y Colosas: los apóstoles predicaban la Palabra de Dios y el Espíritu Santo les revelaba a Cristo a los nuevos creyentes, que luego eran bautizados.

¿Acaso no puede suceder la misma cosa hoy, en toda esta temporada de Adviento? ¡Claro que sí! El mismo Espíritu Santo que dinamizó a la Iglesia primitiva puede llenarnos de alegría y entusiasmo; nos puede enseñar acerca de Jesús y abrir los ojos de nuestro espíritu para ver su gloria. En la Última Cena, Jesús prometió que el Espíritu Santo: “Les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho.... Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando” (Juan 14, 26; 16, 14). Y esta es la promesa que el Espíritu Santo sigue cumpliendo hasta el día de hoy en el corazón de toda persona que acepta la invitación que le hace el Señor: Ven a ver.

Esta es la obra primordial y más importante del Espíritu Santo: dar a conocer a Jesús, la Palabra de Dios, a los fieles de una forma cada vez más y más profunda y esto es precisamente lo que ha estado haciendo desde el principio mismo. Analice su vida pasada y sin duda verá las diversas maneras y ocasiones en que el Espíritu Santo ha actuado en favor suyo. A veces de manera sutil ha estado ofreciéndole consejo y consolación y le ha estado susurrando que Jesús, el Señor de toda la creación, está con usted y le ama profundamente.

Ven, Espíritu Santo. Así como el Señor nos pide aceptar su invitación de venir a ver, el Espíritu Santo nos pide que le permitamos revelarnos a Jesús. Cada día, el Espíritu nos dice: “Déjame decirte cuánto te ama Jesús. Déjame mostrarte lo magnífico que él es. Déjame llenarte de su poder para llevar una vida santa. Déjame guiarte y enseñarte su sabiduría.”

Esto es lo que hace el Espíritu Santo por todos y cada uno de los creyentes, y todo lo que tenemos que hacer nosotros es aceptarlo y decirle: “¡Ven, Espíritu Santo! Lléname mí y a mi familia. Ayúdanos a conocer más profundamente a Jesucristo, nuestro Señor.” Como lo dijimos en el primer artículo, dile a Jesús en diferentes ocasiones durante el día: “Señor Jesús, te amo con todo mi corazón.” Si lo haces, pronto verás que el Señor acepta tu amor y tu oración. Él tomará tu corazón en sus manos, le impartirá el calor de su amor y lo llenará de su gracia y su paz.

Queremos desearles a todos nuestros lectores una muy feliz y bendecida Navidad. Que todos logremos creer más profundamente que Jesucristo, la Palabra de Dios, quiere revelarse a nosotros, sus fieles, y confiar en que desea concedernos regalos grandes y maravillosos en esta Navidad. Y, principalmente, que todos aceptemos su invitación de “venir a verlo” cada día.

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