La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Dic/Ene 2009 Edición

Venga a nosotros tu reino

Sí es possible que se haga la voluntad de Dios “así en la tierra como en el cielo”

Cada día del año se celebran miles de Misas en todo el mundo y en cada una de ellas se reza el Padre Nuestro.

Millones de rosarios también se rezan diariamente en todo el mundo y cada década comienza con el Padre Nuestro. Esta plegaria también se reza durante las oraciones de la mañana y de la tarde y casi siempre en la Adoración Eucarística. Muchos la rezan espontáneamente en otras ocasiones, por lo que seguramente es la oración que todos los cristianos saben de memoria.

Esta conocida oración, con lo sencilla que es, contiene palabras de profunda alabanza y petición. En este artículo nos referiremos a una petición que suele captar menos atención que otras: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”

Por lo general, asociamos estas palabras con la Segunda Venida de Cristo, y con razón, porque ciertamente debemos pedir que venga el reino del Señor con toda su gloria. Pero la petición no se refiere solamente a desear un acontecimiento que se materializará en el futuro. Estas palabras llevan el deseo implícito de Jesús de que todos lleguemos a entender aquello que está sucediendo en el cielo ahora mismo. Después de todo, lo que pedimos es que aquello que sucede en el cielo, suceda también en la tierra, ahora mismo.

Cada año, por esta época, comenzamos a pensar un poco más en la milagrosa venida de Cristo a la tierra, aquello que hemos querido llamar su “divina invasión” en el mundo. Pero mientras recordamos este glorioso suceso, la liturgia del Adviento nos recuerda que este mundo no es más que un hogar temporal que tenemos. Jesús volverá a la tierra, pero esta vez será en toda su gloria y vendrá a transformar la tierra para que aquello que sucede cada día en el cielo suceda también, completa y perfectamente, en la tierra.

Demos pues una mirada a ciertos aspectos de la vida en el cielo. Veamos cómo podemos abrir las puertas para que la vida celestial invada nuestras iglesias, nuestros hogares y nuestros corazones en esta Navidad.

¿Cómo es la vida del cielo? La Escritura no dice mucho acerca del cielo. Por el contrario, dice que “Dios ha preparado para los que lo aman cosas que nadie ha visto ni oído, y ni siquiera pensado” (1 Corintios 2,9); pero tampoco nos deja del todo en la ignorancia. El texto bíblico sí ofrece ciertas luces, al menos suficientes para despertar la imaginación y provocar en el espíritu un cierto anhelo por la llegada de este reino que ha de venir.

¿Qué podemos decir del cielo? Primero que, según sabemos, todos los que allí habitan conocen a Dios y viven amando y obedeciendo su voluntad. No se plantea ninguna objeción ni expresión de oposición ni resistencia. La apacible unidad es la norma absoluta, todo el día, todos los días.

Pero la unidad no es lo único. La Escritura dice que el cielo es aquel lugar en que Dios enjugará todas las lágrimas de nuestros ojos: “Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (Apocalipsis 21,4).

¡Qué extraordinario imaginarse un mundo en el que no haya tentación, ni pecado ni muerte! ¿Se imagina usted un mundo en el que no haya asesinatos, enfermedad ni pobreza? ¿Un mundo sin tristeza, depresión ni dolor; un mundo en el que todos conozcan a Jesús, lo acepten como Señor y vivan según sus mandamientos? ¿Se imagina lo que será cuando en toda la creación predominen la paz y el amor? Así es en el cielo ahora mismo y es la vida que el Señor quiere que tengamos aquí en la tierra. ¡Por eso fue que vino en la Navidad!

¿Imposible de imitar? La Escritura nos dice no sólo cómo será el cielo, sino que nos da también una idea de quienes no llegarán allá. Si tuviéramos que hacer una lista, habría que incluir en ella a los que “no han nacido del agua y del Espíritu” (Juan 3,3); los ricos egoístas que se desentienden de los pobres (Lucas 16,19-31); “los que se entregan a la prostitución, los idólatras, los que cometen adulterio” (1 Corintios 6,9); “los pervertidos, los que practican la brujería, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los que adoran ídolos y todos los que aman y practican el engaño” (Apocalipsis 22,15). Sin duda es una lista deprimente y tal vez puede llevar a muchos a decir, como los apóstoles: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” (Mateo 19,25).

Pero el Señor nos dice: “Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible” (Mateo 19,26). Lo mismo se puede decir de la forma en que vivimos diariamente. Si no tuviéramos a Dios, la vida del cielo sería imposible en la tierra; pero con Dios, es muy diferente. Con Dios, todo es posible, incluso la vida en el cielo después de morir y también la vida en la tierra aquí y ahora como es en el cielo. Sí, efectivamente, con Dios es posible encontrar la hermosura y la magnificencia del cielo aquí en la tierra.

La perfección del amor. En uno de los capítulos más extraordinarios de la Escritura, San Pablo habla del amor (1 Corintios 13). Después de presentar una descripción conmovedora de lo que constituye el amor, plantea dos puntos importantes: En primer lugar, dice que cuando llegue la perfección, desaparecerán nuestras imperfecciones. En otras palabras, cuando Jesús regrese al mundo con su amor perfecto, nuestra manera imperfecta de amar se desvanecerá y en Él encontraremos nuestra perfección. En segundo lugar, el apóstol insta a los corintios a despojarse de sus niñerías y de sus prácticas inmaduras (13,10-12). Estos dos puntos nos ayudan a entender más claramente que existe la posibilidad de que la alegría del cielo llegue a nuestros hogares ahora mismo.

Jesús es perfecto y, gracias al bautismo sacramental, nosotros hemos sido resucitados con Él. Él es quien nos ha dado la posibilidad de ser “perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” (Mateo 5,48). Esto pareciera imposible, pero mientras más y mejor experimentemos su gracia que nos sana y nos refuerza, más alentados nos sentimos y más factible se nos hace la posibilidad.

En este capítulo dedicado al amor, San Pablo dice claramente que somos capaces de amarnos perfectamente los unos a los otros, si dejamos que Aquel que ama perfectamente nos enseñe a amar. En esencia, nuestra forma imperfecta de amar puede disminuir a medida que experimentemos el amor que nos demuestra Jesús. E incluso cuando no llegamos a amar perfectamente, siempre podemos levantarnos, recuperarnos, arrepentirnos y tratar de cooperar con Jesús un poco más.

En el cielo, las actitudes infantiles de mal genio, engreimiento e irresponsabilidad son cosa del pasado, porque toda forma inmadura de amor infantil ha desaparecido. Pero aquí en la tierra, el Espíritu Santo quiere ayudarnos a crecer para que gradualmente nos despojemos de todas las actitudes de inmadurez y pecado. Tal vez nunca lleguemos a lograr un amor verdaderamente perfecto aquí, pero cada día y cada año podemos avanzar un poco más hacia esa perfección.

Con la gracia de Dios, cada uno de nosotros puede crecer muchísimo en el amor y madurar en la manera en que amamos. Más aún, viendo que aumenta nuestro deseo de amar y que disminuye el anhelo egoísta, tendremos una prueba cada vez mayor de que nos vamos transformando en hombres y mujeres espirituales, lo cual a su vez demuestra que ciertamente es posible encontrar en la tierra el amor del cielo.

Perfeccionados por la luz de Dios. La Escritura dice que en el cielo “no se necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el resplandor de Dios, y su lámpara es el Cordero” (Apocalipsis 21,23). Cuando Jesús estuvo en la tierra, se identificó como “la luz del mundo”, y añadió “el que me sigue, tendrá la luz que le da vida, y nunca andará en la oscuridad” (Juan 8,12). En otras palabras, Cristo desea que su luz alumbre nuestro interior y nos dé orientación y sabiduría para vivir y nos ayude a ser reflejos de su luz en la oscuridad del mundo. San Pablo ratifica esta idea diciendo que los que creen en Jesús “por estar unidos al Señor, viven en la luz” y los insta diciéndonos “pórtense como quienes pertenecen a la luz” para que aprendan a hacer “lo que agrada al Señor” (Efesios 5,8.10).

Si hacemos todo lo posible por descubrir lo que agrada al Señor y luego lo ponemos en práctica, veremos que nuestra vida queda cada vez más iluminada por la presencia de Dios. Nos encontraremos viviendo en la luz de Cristo, aquella misma luz que ilumina a todos en el cielo. Y eso significa que la luz de Dios quemará todas las imperfecciones que tengamos, dejándonos refinados, como oro puro.

¡Es realmente posible! Queridos hermanos, Dios quiere que sepamos que sí es posible ver aquí en la tierra la hermosura y el esplendor del cielo. Por eso desea que nuestro tiempo de Adviento y la Navidad sean ocasiones de regocijo por la luz que viene a este mundo (v. Juan 1,9) y espera que recordemos que Jesús quiso que la Iglesia viviera en la luz y fuera su luz, ahora mismo, en la tierra como es en el cielo.

Así, pues, pidámosle al Señor que haga realidad este sueño. Oremos todos juntos: “Amado Señor Jesús, quiero vivir en tu luz y quiero irradiar tu luz hacia los demás en lo que yo diga y haga. Señor, permite que tu luz brille sobre mí para que me purifique en todo sentido, para que así yo pueda amar a mis semejantes como Tú me amas a mí. Creo que es posible que yo forme parte de tu invasión celestial en la tierra. Ven, Señor, y ayúdame a creer más.”

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