La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2014 Edición

Una fe firme y una búsqueda alegre

Claves para experimentar el compromiso de amor de Dios

Una fe firme y una búsqueda alegre: Claves para experimentar el compromiso de amor de Dios

Pensemos en cómo es Dios. ¿Es una suerte de policía divino que trata de atraparnos cuando cometemos alguna infracción?

¿Un juez indiferente que se limita a ver si nuestras obras son más buenas que malas para decidir nuestro destino? ¿O un anciano benevolente que sólo se preocupa de que los humanos nos llevemos bien y seamos buenos entre nosotros?

Ninguna de estas ideas, ni otras semejantes, logran describir bien a Dios. Sí, el Señor es bondadoso y amable, pero también es justo y compasivo. Sí, él siempre nos observa y trata de evitar que caigamos en pecado, pero no trata de atraparnos ni anda buscando sorprendernos en algo para castigarnos. Y sí, es cierto, que Dios ve a dónde vamos, pero no como un policía persigue a un delincuente; sino como un esposo enamorado que busca a su esposa. El Señor es persistente e incansable, pero lo es motivado por la misericordia y la compasión, no por la ira ni el rencor; es una persistencia que lo lleva a buscar a su pueblo para que esté unido a él en un vínculo de amor inquebrantable y comprometido.

Es cierto que nuestro Padre nos busca porque nos ama y nunca pierde la esperanza de que volvamos a su lado. Mientras mejor comprendamos este amor, más empezaremos a buscarlo nosotros a él en respuesta a su amor, y más trataremos de vivir conforme a la alianza que él ha hecho con nosotros.

Todo se da a conocer. En la Última Cena, el Señor declaró a sus discípulos “Todo lo que tiene el Padre es mío” y luego les compartió que el Espíritu Santo tomaría de lo que era suyo y “se lo comunicará a ustedes” (Juan 16, 15). En efecto, esta es la principal obra que realiza el Espíritu Santo: revelar a los fieles “todo” lo que Dios quiere darnos. Su misión es explicarnos que nuestro Padre tiene regalos magníficos, una gracia inagotable y una provisión infinita de amor almacenados para nosotros.

Entonces, ¿qué elementos son los que componen este “todo”? Uno de los más importantes es el deseo del Espíritu de darnos a conocer los misterios de Dios: su santidad, su perfección, su justicia y mucho más. Otro elemento es hacernos entender cuán grande es el amor inefable que Dios nos tiene. Cualquiera sea la idea que tengamos de nosotros mismos, el Padre nos mira con compasión, amor y ternura. Otra cosa que hace el Espíritu Santo es derramar la gracia divina sobre su pueblo y conducirnos a vivir una vida nueva llena de esperanza, pureza y confianza. En resumen este “todo” se refiere a aquello que necesitamos para tener una relación auténtica de amor y unidad con Dios y llevar adelante la misión de la Iglesia.

Dios nos busca. Hemos visto en los relatos de la Sagrada Escritura que Dios se ha comprometido con sus hijos mediante las alianzas que ha hecho con ellos, alianzas que él nunca deja de cumplir. En estos relatos vemos que de una generación a otra, de una alianza a otra, Dios busca con insistencia a su pueblo Israel, hasta la época en que llegó el tiempo para que su Hijo viniera a inaugurar una nueva alianza con toda la humanidad.

La verdad pura y sencilla es que Dios nunca abandonará a sus hijos. De hecho, a veces pareciera que el Señor redobla sus esfuerzos para buscarnos cuando nos desviamos de su lado, como se aprecia clara y dramáticamente en la historia de Oseas, en el Antiguo Testamento. Este hombre vivió en Israel alrededor de ocho siglos antes de Cristo y probablemente sea mejor conocido por las infidelidades de su esposa. Pero con todo lo que el adulterio de ella le debe haber dolido, Dios le mandó que él la amara y la aceptara; incluso que la perdonara, la cortejara de nuevo y renovara sus votos matrimoniales con ella. Luego, Dios le dijo a Oseas que así tanto es como él ama a Israel. Aunque su pueblo se “prostituyera”, yéndose tras otros dioses, él seguiría buscándolo; seguiría amándolo, y les perdonaría todos sus pecados a fin de recibirlos de nuevo a su lado, por muy graves que fueran los pecados de ellos y por mucho que le dolieran a él.

Sin duda alguna, la demostración suprema del amor infinito con que Dios busca a su pueblo quedó en evidencia cuando envió a su Hijo único a morir por nuestros pecados. Por intermedio de Jesús, Dios nos tendió la mano, nos salvó y comenzó una alianza completamente nueva que nos lleva directamente hasta su trono divino.

La fe busca a Dios. Pero por mucho que Dios nos busque, por mucho que desee encontrarnos, él no es el único actor en este drama cósmico. Nosotros, los hijos que él ama, también tenemos que querer buscarlo a él. Pero el amor de Dios es tan grande que siempre respeta nuestra libertad, nuestro libre albedrío, incluso cuando lo usamos para apartarnos de él. ¿Recuerdas al hijo pródigo? El padre ansiaba desesperadamente que su hijo volviera a casa y salía día a día a ver si volvía. Pero tuvo que esperar a que el muchacho se pusiera “a reflexionar” y comenzara el viaje de regreso a casa (Lucas 15, 17).

Así pues, aquel “todo” que Dios quiere darnos no nos llega por arte de magia ni por un golpe de suerte. Se recibe por medio de la fe. Como nos dice la carta a los Hebreos, Dios recompensa “a quienes lo buscan” (Hebreos 11, 6). Del mismo modo, san Pablo rezaba por los efesios pidiendo “que Cristo habite por la fe en sus corazones” (Efesios 3, 17).

Estos dos pasajes no hablan de una fe pasiva; no se refieren a una clase de fe que se limita a ir a Misa una vez por semana, sin buscar al Señor en ningún otro sitio. No, hablan de una fe que busca a Dios con persistencia y dedicación.

La fe que busca al Señor se atreve a creer en milagros, y espera que Dios actúe en el mundo; cree que Dios bendecirá los esfuerzos que uno haga para adelantar la obra de la Iglesia, por débil o incapaz que uno crea ser.

¡Señor, yo creo! Muchas veces vemos lo que sucede cuando buscamos al Señor con una fe viva y confiada. Piensa, por ejemplo, en el paralítico cuyos amigos lo bajaron a través del techo de una casa sólo para que él pudiera encontrarse con Jesús (Marcos 2, 1-5). Piensa en la mujer que se abrió paso por la muchedumbre sólo para tocar el manto de Jesús (5, 25-29) o en el centurión romano que creyó que Jesús podía curar a su criado a la distancia sólo pronunciando una palabra (Mateo 8, 5-10). Finalmente, piensa en la “pecadora” cuya fe la movió a interrumpir una cena formal sólo para demostrarle al Señor cuánto lo amaba (Lucas 7, 36-50).

Si hay algo que realmente vale la pena recordar de este artículo es lo siguiente: la fe auténtica y persistente nos pone en contacto con la gracia de Dios y su poder. ¡Ojalá siempre seamos una gente que cree de verdad y con insistencia! Y que, cuando sintamos que nuestra fe va menguando, o cuando nos asalte la duda, humildemente imploremos al Señor: “Creo, Señor; pero dame tú la fe que me falta” (Marcos 9, 24).

La fe es la clave que abre todos los tesoros y las bendiciones de la alianza divina: la fe de saber que Dios es bueno y que nos ama; la fe de poder confiarle nuestra vida; la fe que nunca se desentenderá de nosotros; la fe de que el Señor nos perdona; la fe de que su deseo más profundo es ayudarnos en todo sentido para que aprendamos a hacer que su voluntad sea la nuestra.

En busca del amor de alianza. El Señor es un Dios que se compromete a amar y lo hace mediante una alianza. No es un juez indolente ni un policía estricto en extremo. Es el Todopoderoso, que nos busca día a día, instándonos a aceptarlo a él y la alianza que ha hecho con nosotros. Así pues, si queremos experimentar su amor y conocer las bendiciones de esta alianza, tenemos que buscarlo nosotros también. Y podemos tener la plena confianza de que nuestra búsqueda no será en vano, ya que el mismo Señor Jesús nos dijo que si pedimos, recibiremos; si buscamos, encontraremos, y si tocamos a la puerta, él la abrirá para nosotros (Mateo 7, 7).

La fe que busca a Dios se parece al joven que está dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para ganar a la muchacha de sus sueños. La fe que busca a Dios se parece a la madre que hace todo lo que sea necesario para cuidar a sus hijos y darles lo que ellos necesiten. Se parece al atleta que se entrena durante muchas horas para competir y ganar la carrera. Esta es la fe que brota de un corazón humilde y de una firme determinación de hacer lo que sea necesario para que Jesús sea el Señor y Salvador de nuestra vida.

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