La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento 2016 Edición

Un puente entre el cielo y la tierra

La vida de Santa Catalina de Siena

Por: Patricia Mitchell

Un puente entre el cielo y la tierra: La vida de Santa Catalina de Siena by Patricia Mitchell

Los alaridos de Lapa Benincasa traspasaban las paredes de su cocina y llegaban hasta las estrechas calles de Siena, en Italia. Su hija Catalina, la número veinticuatro de sus veinticinco hijos, acababa de raparse la cabeza.

La quinceañera insistía en que no se casaría, y para demostrar la seriedad de su decisión, se había cortado el cabello al rape.

Era en realidad un duelo de voluntades. Los padres de Catalina la castigaron por su desobediencia. La obligaron a trabajar como criada de la familia, y le prohibieron usar su habitación para que no pudiera encerrarse a orar.

Pero a Catalina le encantaba orar. Cuando era pequeña, imitaba a los frailes dominicos que vivían bajando la cuesta desde su casa. En 1352, cuando tenía apenas seis años, tuvo una visión de Jesús sobre la Iglesia de Santo Domingo, acompañado de los apóstoles Pedro, Juan y Pablo. A los siete años de edad hizo una promesa de permanecer virgen y dedicarse por completo a Dios durante toda su vida.

Los padres de Catalina insistían en que ella debía casarse y, por un tiempo, Catalina accedió a ir a fiestas y vestir los llamativos trajes que su hermana Buenaventura le animaba a usar. Pero cuando Buenaventura murió al dar a luz, Catalina retomó su voto original. Nada de lo que sus padres dijeran o hicieran fue capaz de hacerle cambiar de forma de pensar. Ella los servía con gusto y, en medio del ajetreo de un hogar ocupado, aprendió a aquietar su mente y construyó una celda dentro de sí misma, en la cual podía disfrutar de la paz y la dulzura del Señor.

Su familia estaba perpleja; sus hermanos se burlaban de ella. Pero un día mientras Catalina estaba arrodillada orando en un rincón, Jacobo, su padre, vio que una paloma blanca aparecía sobre la cabeza de su hija y no pudo más que interpretar esto como una señal de Dios. Catalina era una niña especial y merecía que se le diera su propia habitación y se le permitiera vivir como ella deseara.

Con una determinación impresionante, Catalina se sumergió en una vida de ayuno, oración y penitencia. Su creciente pasión por Jesús creó en ella un deseo de adentrarse en el sufrimiento de Cristo crucificado. Luego, hizo un voto de silencio; salía de su casa solamente para asistir a misa, practicaba ayunos y mortificaciones y se privaba de dormir. Aun para el siglo XIV, las prácticas penitenciales de Catalina eran severas y, en vista de que no vivía en un convento, no había una superiora que moderara sus excesos. Su madre estaba fuera de sí: “Hija, te veo morir frente a mis propios ojos”, le decía sollozando.

Un matrimonio místico. A pesar de que Catalina se estaba debilitando físicamente por las duras penitencias que se imponía, su espíritu se remontaba a las alturas. El propio Jesús se le presentaba en visiones y le hablaba. Además, a menudo ella veía a la Virgen María y dialogaba con ella y con los santos. El Beato Raimundo de Capua, amigo cercano de Catalina y su tercer y último director espiritual, comentó en cierta ocasión que las revelaciones que la joven le contaba parecían tan extraordinarias que había empezado a dudar de que ella le estuviera diciendo la verdad. Mientras él tenía estos pensamientos, la miró de frente y vio más bien un majestuoso rostro varonil con barba y le pareció que veía a Jesús. Aterrorizado, preguntó: “¿Quién eres?” El Varón le respondió: “Yo Soy el que soy.” Tras estas palabras, Raimundo vio de nuevo el rostro de Catalina, pero esta visión de la faz de Cristo puso fin inmediato a sus dudas.

Las conversaciones íntimas de Catalina con el Señor finalmente la llevaron a contraer un “matrimonio místico”. En una visión que tuvo en 1368, Catalina fue presentada por la Virgen María a Jesús y se le dio un anillo nupcial que solamente ella podía ver. Este “matrimonio” había de señalar el final de la reclusión de Catalina. El Señor empezó a conducirla a una vida más pública, de forma que ella pudiera cosechar almas para su Esposo.

Pero Catalina se horrorizó ante esta nueva misión, ya que sólo deseaba permanecer dentro de los confines de su celda y protestó alegando que siendo ella del sexo “débil”, era incapaz de salir a un mundo en el cual se suponía que las mujeres permanecieran en sus casas sin dejarse ver. El Señor le respondió: “Para mí no existe ni hombre ni mujer, ni rico ni pobre. Todos son iguales, porque yo puedo hacer todas las cosas con la misma facilidad.” Dios había elegido a Catalina, según le dijo, para reprender a los hombres orgullosos y eruditos.

Regreso al mundo. Esta joven de veintiún años que se había mantenido silenciosa por tanto tiempo tuvo que aprender a relacionarse de nuevo con sus semejantes y amarlos como amaba a Cristo. Por eso, empezó a participar en las cenas familiares. Varios años antes, en 1365, ella había decidido usar el hábito de un grupo de religiosas dominicas conocidas como las mantelatas, que vivían en sus propios hogares y hacían obras de caridad. Ahora, siguiendo el ejemplo de esas religiosas, Catalina se dedicó de todo corazón al cuidado de los pobres y los enfermos.

Conforme su sabiduría espiritual se hacía conocida, el aislamiento de Catalina terminó y pronto se vio sumergida de lleno en el mundo. Muchos hombres y mujeres acudían a escuchar sus enseñanzas espirituales. Finalmente, se formó en torno a ella un grupo de discípulos, que la llamaban “Madre”, aun siendo varios mayores que ella. Estos eran sus queridos amigos a quienes Catalina amaba profundamente y muchos de ellos permanecieron a su lado hasta sus últimos días.

Sin embargo, no todos estaban encantados con Catalina; algunos se burlaban de sus prácticas y difundían rumores atroces sobre ella. Incluso unos frailes dominicos de la iglesia estaban molestos porque a veces ella sollozaba en voz alta durante la Misa y casi siempre, después de comulgar, entraba en prolongados éxtasis permaneciendo rígida e inconsciente.

La vida de Catalina era bastante más activa, pero el Señor siempre permanecía cerca de ella. Una vez cuando cuidaba a una anciana que padecía de una llaga infectada, Catalina sintió náuseas. Reprendiéndose a sí misma por sentir repugnancia, bebió el agua que había utilizado para lavar la herida. Después le dijo a Raimundo: “Nunca en mi vida había probado alimento ni bebida más dulce o más exquisita.” Para recompensarla por este acto, el Señor la atrajo hacia su costado herido y le permitió beber de su sangre. Después de esta experiencia, Catalina fue perdiendo la capacidad de digerir los alimentos comunes y a menudo subsistía únicamente con la Eucaristía.

En una visión, el Señor intercambió su corazón con el de ella. En otra, Catalina recibió las dolorosas llagas de Cristo, pero a petición suya nadie salvo ella podía verlas. Luego, en 1370, durante una grave enfermedad, experimentó una “muerte mística”. Durante cuatro horas estuvo inerte y experimentó las inefables delicias del cielo. Pero esas experiencias místicas, en vez de sacarla del mundo, la adentraban más en él.

Luchas políticas. El círculo de influencia de Catalina comenzó a ampliarse. Cuando la peste bubónica se desató en Siena en 1347, pronto se hizo conocido el coraje con que ella cuidaba a los enfermos. Incluso se difundió la noticia de que tenía el don de curación: cuando uno de sus amigos contrajo la peste, ella le increpó diciéndole: “Levántate. ¡No es tiempo de estar acostado en una cama mullida!” El enfermo se recuperó inmediatamente. Su creciente renombre dio lugar a numerosas invitaciones para visitar otras ciudades. En Pisa y en otros lugares, predicaba tan eficazmente que muchos sacerdotes tenían que acompañarla para escuchar las confesiones de los pecadores arrepentidos. En un buen número de ocasiones, Catalina oraba por criminales empedernidos y condenados a la pena capital y éstos se arrepentían de sus delitos antes de ser ejecutados.

En el tiempo de Catalina, las riquezas y el poder temporal habían corrompido a numerosos sacerdotes. Catalina oraba continuamente por una reforma en la Iglesia y escribió muchas cartas a altos prelados de la Iglesia, exhortándolos a erradicar la corrupción y nombrar a hombres virtuosos para los cargos eclesiásticos. Nunca tenía miedo de decir lo que pensaba y francamente comunicaba a los jefes de estado y gobernantes lo que ella creía que era la voluntad de Dios para ellos. A un sacerdote que había abandonado el ministerio, le escribió una severa censura diciéndole: “Los que deberían ser templos de Dios, se han convertido en pocilgas.”

Tampoco fue tímida para instar a los florentinos a que permanecieran leales al Papa Gregorio XI, a pesar de la creciente tensión surgida entre Florencia y el papado. Para Catalina, la dignidad pontificia del Papa como Jefe de la Iglesia lo convertía en “el dulce Cristo en la Tierra”.

En junio de 1376, las autoridades de la República de Florencia enviaron a Catalina a Aviñón como embajadora, con el fin de que mediara ante el Papa y los Estados Pontificios y lograra la paz para dicha república. Catalina cultivó una relación afectuosa con el Papa Gregorio XI a quien llamaba “Mi papá”. Tras entrevistarse con él en Aviñón (Francia), donde residían los papas desde 1309, logró persuadirlo a que retornase a Roma, cosa que sucedió en enero de 1377, un paso que en su opinión restablecería la paz y fortalecería el papado.

Sin embargo la condición de la Iglesia continuó empeorando en los últimos años de su vida. Gregorio XI falleció y fue reemplazado por Urbano VI, a quien Catalina le suplicó que tratara con clemencia a sus enemigos: “Combine la misericordia con la justicia, no sea que su justicia se vuelva injusta,” le aconsejaba. Pero fue en vano. Urbano marginó tanto al clero francés que éstos declararon inválida la elección papal y eligieron su propio papa.

Urbano quería que Catalina permaneciera en Roma para darle apoyo espiritual, y en 1378 ella y veintidós de sus discípulos arribaron a la ciudad. Viendo que aun los ciudadanos de Roma se estaban volviendo en contra del sumo pontífice, cosa que para Catalina era un pecado grave, le suplicó al Señor que los perdonara y le permitiera a ella sufrir el castigo que ellos merecían. Como consecuencia, Catalina se vio atormentada por espíritus malignos y aquejada de una gran debilidad física. Sin embargo, continuó con su diaria caminata de un kilómetro y medio para asistir a misa en la Basílica de San Pedro, hasta que finalmente un día no pudo levantarse más de su cama. Falleció el 29 de abril de 1380, a la edad de treinta y tres años. El cisma papal que tanto lamentaba Catalina, no obstante, se prolongó por otros cuarenta y cuatro años, hasta 1424.

El Diálogo. Además de los cientos de cartas que escribió, Catalina legó al mundo un gran clásico de la literatura cristiana. Antes de su muerte, dictó un “libro” a unos frailes secretarios mientras permanecía en éxtasis, el cual se conoce como El Diálogo. A través de la conversación entre Dios y “un alma”, Catalina reveló la profundad del amor y la misericordia del Señor.

La santa describió a Jesús como un puente entre el Cielo y la Tierra, por el cual cada alma debe ascender para no caer ni ahogarse en el río que fluye por debajo. Este puente tiene tres escaleras: la primera son los pies de Cristo clavados en la cruz, que simboliza la etapa en la cual las almas están temerosas de las consecuencias del pecado y tratan de buscar a Dios por temor servil. La segunda escalera es el costado de Cristo, desde el cual las almas pueden contemplar el corazón de Jesús y darse cuenta del inefable amor que Dios les tiene. La tercera escalera es la boca de Cristo, donde las almas ahora aman perfectamente y encuentran la paz después de la guerra que han librado contra el pecado.

La vida de Catalina también fue un puente, desde el Señor hasta nosotros. Ella, que experimentó personalmente la intensidad del amor y la misericordia de Dios, respondió de modo similar, no solo a Dios sino también a cuantos tenía cerca, desde el campesino pobre hasta el rey poderoso. De la sabiduría que ella recibió del Señor, sus escritos continúan siendo fuentes de enseñanza para todos, reconocimiento que se hizo oficial en 1970, cuando el Papa Pablo VI le concedió a Santa Catalina de Siena el título de Doctora de la Iglesia.

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