La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2015 Edición

Un bálsamo que salva

Hablan los maestros de la amistad

Un bálsamo que salva: Hablan los maestros de la amistad

En todas las épocas los cristianos han escrito bastante sobre las bendiciones y el sacrificio que implican las amistades basadas en el amor de Cristo.

En los pasajes que incluimos a continuación, hemos seleccionado a tres autores de épocas pasadas, cuyos escritos han sido especialmente importantes. San Agustín, Obispo de Hipona y doctor de la Iglesia, del siglo IV, que describe la gran amistad que tenía con su paisano Alipio. San Francisco de Sales, obispo y escritor espiritual del siglo XVII en Francia cuyo libro, Introducción a la Vida Devota, es considerado un clásico de la literatura espiritual. Finalmente, San Gregorio Nacianceno, Arzobispo de Constantinopla también en el siglo IV, cuya elocuencia ayudó a contener la herejía del arrianismo. Las palabras de estos seguidores de Cristo pueden despertar en cada uno de nosotros un deseo más intenso de llegar a la comunión fraterna que ellos describen.

San Agustín de Hipona:
Su gran amistad con su paisano Alipio.

En la vida de San Agustín, nacido en 354 d.C., la amistad ocupó un lugar excepcional. “Alipio era como yo, de Tagaste —cuenta en su autobiografía, Confesiones— y procedía de una de las familias más conocidas de la ciudad... Me apreciaba muchísimo porque me consideraba un hombre honrado y culto; y yo también le quería mucho, porque él sí que era verdaderamente un hombre bueno.”

Alipio era un hombre bueno, como señala Agustín, pero en aquellos momentos estaba dominado por un gran vicio: los juegos del circo. Su amigo y profesor Agustín —que aún no era cristiano— hacía lo posible para apartarle de aquellos juegos degradantes, sin conseguirlo. Hasta que un día, durante una clase, Agustín comenzó a criticar abiertamente unas diversiones que embrutecían a tantos jóvenes de la ciudad. “Yo no tenía la intención —contaba Agustín— de corregirle; pero él se creyó que lo había dicho pensando en él, y como era de carácter tan noble, en vez de enfadarse conmigo, se enfadó consigo mismo; y a partir de entonces, me tuvo mucho más aprecio.”

Como suele suceder con frecuencia, aquella corrección, en vez de distanciarles, les unió más. Y tiempo después, cuando Agustín se planteó seriamente la posibilidad de bautizarse, su amigo Alipio tuvo una intervención decisiva en su vida.

Un día fue a visitarles otro paisano de ambos, su amigo Ponticiano, que era buen cristiano. Éste, al ver que tenían en la casa un texto de San Pablo, les estuvo hablando de la fe. Sus palabras fueron el “detonante” para que Agustín se plantease seriamente la crisis de la conversión: tenía que decidirse a llevar, de una vez por todas —se dijo— una vida decididamente cristiana. Su amigo Alipio, como de costumbre, le acompañaba.

Su amistad con Alipio fue un instrumento del que Dios se sirvió para acercarlos a los dos a la gracia de la fe. Nada más experimentar aquel cambio interior, Agustín corrió enseguida, como de costumbre, a contárselo a su amigo: “Me dijo entonces que le estaba pasando lo mismo, cosa que yo no sabía. Y comenzó a leer unas palabras que venían a continuación en las que yo no me había fijado: “Recibid al débil en la fe.”

Se aplicó aquellas palabras a sí mismo, y confortado por ellas, sin ningún tipo de turbación interior”, cuenta Agustín, Alipio decidió convertirse también.

San Agustín de Hipona
Adaptado de Confesiones, libro VI, capítulos 9-11

San Francisco de Sales
La amistad entre los imperfectos.

Es menester practicar las palabras que el Salvador de nuestras almas solía decir, como nos lo enseñan los antiguos: “Sed buenos cambistas y buenos negociantes de monedas”, es decir, no aceptéis la moneda falsa junto a la buena, ni el oro de baja ley con el oro fino; separemos lo precioso de lo ruin, porque nadie hay que no tenga alguna imperfección. Y ¿qué razón hay para recibir mezcladas las taras y las imperfecciones del amigo, junto con su amistad? Ciertamente, es menester amarle, a pesar de su imperfección, pero sin amar ni recibir ésta, porque la amistad supone la comunicación del bien mas no la del mal. Así como los que extraen las arenas del río las dejan en la ribera después de haber separado el oro, para llevárselo, de la misma manera los que gozan de la comunicación de alguna buena amistad, han de separar de ella la arena de las imperfecciones, y no dejarla penetrar en el alma. . .

Conocemos a maridos, esposas, hijas, amigos que, por tener en grande estima a sus amigos, a sus padres, a sus maridos, a sus esposas, adquieren, por condescendencia o por imitación, mil pequeños defectos, con el trato amistoso que sostienen. Ahora bien, esto en manera alguna se ha de hacer, pues cada uno harto y demasiado tiene con sus malas inclinaciones, sin necesidad de echar sobre sí las de otros; y la amistad, no sólo no exige esto, sino que, al contrario, nos obliga a ayudarnos los unos a los otros, para librarnos mutuamente de toda clase de imperfecciones. Es indudable que se han de soportar pacientemente, en el amigo, sus imperfecciones, pero no nos hemos de inclinar a ellas ni mucho menos trasladarlas a nosotros.

Y no hablo sino de las imperfecciones, porque, en cuanto a los pecados, ni los hemos de admitir, ni los hemos de soportar en el amigo. Es una amistad débil o mala, ver al amigo en peligro y no socorrerle…

La verdadera y viva amistad no puede conservarse entre los pecados. Se dice de la salamandra que apaga el fuego sobre el cual se acuesta, y el pecado destruye la amistad, porque no puede subsistir si no es sobre la verdadera virtud. ¡Cuánto menos, pues, hay que pecar por motivos de amistad!

San Francisco De Sales,
Introducción a la Vida Devota, III Parte, capítulo 22.

San Gregorio Nacianceno
“Queríamos ser cristianos juntos.”

Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios. En aquellas circunstancias, no me contentaba yo sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y lo habían oído.

En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común, y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Este fue el preludio de nuestra amistad; esta la chispa de nuestra intimidad; así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.

Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y ya para entonces, el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo. Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Pugnábamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.

Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aún antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ese fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de nuestra vida y de todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente al empeño por la virtud; y a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y la regla con la que se discierne lo recto y lo torcido.

Y así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea ganados con los esfuerzos y la orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso es este nombre.

San Gregorio Nacianceno, Oración 43: Alabanza a San Basilio Magno. De la Liturgia de las Horas de la Orden Cisterciense: http://win.ocist.org/pdf/ES.

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