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Adviento 2015 Edición

San Juan Pablo II y la Misericordia de Dios

Párrafos selectos de la carta encíclica Dives in Misericordia

San Juan Pablo II y la Misericordia de Dios: Párrafos selectos de la carta encíclica Dives in Misericordia

Revelación de la misericordia. “Dios rico en misericordia” es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer.

Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia”, nos permite “verlo” especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por él, el misterio de Dios «Padre de la misericordia» constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.

Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es “amor”, como dirá San Juan en su primera carta; revela a Dios “rico de misericordia”, como leemos en San Pablo (Efesios 2, 4). Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por él primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista.

En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente “en parábolas”, debido a que éstas expresan mejor la esencia misma de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano. Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor que busca la oveja extraviada o a la mujer que barre la casa buscando la moneda perdida. El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado “el evangelio de la misericordia.”

La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión.

Misericordia revelada en la cruz y la resurrección. El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido como “misterio pascual”, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación.

El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en él la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor.

Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa; es el que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre, sin coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto de solidaridad con el Hijo del hombre que sufre, sino también, en cierto modo, “misericordia” manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del Padre eterno.

Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado.

La Madre de la Misericordia. En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel, mujer de Zacarías: “Su misericordia de generación en generación.”

María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por él desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el “beso” dado por la misericordia a la justicia.

San Juan Pablo II emitió la carta encíclica Dives in Misericordia el 30 de noviembre de 1980.

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