La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2016 Edición

Penitencia tras las rejas

Mi confesión de asesinato me salvó la vida

Por: Esteban Lee Goff

Penitencia tras las rejas: Mi confesión de asesinato me salvó la vida by Esteban Lee Goff

El Viernes Santo de 2013 subí a mi camioneta y comencé a manejar sin rumbo fijo. Tenía mucho que pensar. Durante tres días seguidos manejé yo solo con mis pensamientos, una distancia de más de mil millas, desde mi casa en el sur de Nueva Jersey hasta la ciudad de Detroit, en Michigan, y de regreso.

Por el camino debo haber parado en unas doce iglesias católicas. Cuando a lo lejos veía los elevados campanarios y sus cruces que sobresalían del panorama me parecía que me invitaban a entrar y rezar. Yo era católico bautizado, pero había perdido la fe y me había alejado de Dios por muchos años. Sin embargo, algo había que me venía pesando gravemente en la conciencia desde hacía tiempo, y todo ese fin de semana recé pidiendo perdón y valor para hacer lo que ya había decidido que tenía que hacer.

Así fue como el lunes después de la Pascua de Resurrección me armé de valor, entré en una comisaría de Nueva Jersey y me entregué confesando que yo había cometido un asesinato hacía 23 años.

No era ninguna broma. Ese día era 1 de abril, que en los Estados Unidos se llama April Fool’s Day, en el que mucha gente hace bromas para hacer caer a los “inocentes crédulos”. Por eso, el joven oficial de policía que atendía la oficina no creyó que yo le hablara en serio. “¿Le dijo mi sargento que me dijera eso?”, preguntó con una sonrisa. “¿Hace 23 años? ¡Yo ni siquiera había nacido!”

Pero no era ninguna broma. El 5 de mayo de 1990, a la edad de 18 años, maté a mi amigo Ricky. Él y yo habíamos estado robando farmacias y consultorios médicos y veterinarios en busca de esteroides anabólicos, que yo había estado usando hacía varios años.

Aquella noche me enceguecí de cólera porque se había descubierto que Ricky y yo habíamos estado cometiendo esos robos, y en un arrebato de ira lo apuñalé en un bosque detrás de donde vivíamos. Un año y medio más tarde, un cazador encontró sus restos.

La policía me interrogó, naturalmente, pero nunca encontraron pruebas suficientes para acusarme formalmente del crimen. Es decir, maté a un hombre y no me pillaron. Conmocionado por el solo pensamiento de lo que pudo haberme pasado a mí, cambié de vida y nunca más volví a tener problemas con la ley. Me dediqué a trabajar y llevar una vida bastante buena, y hasta engendré un hijo.

Pero, a medida que iban pasando los años, el pensamiento de que un día un policía llamaría a mi puerta era constante y no me dejaba tranquilo. No pasaba un día en que yo no me preguntara: “¿Y si Ricky estuviera vivo todavía?” Me atormentaba la idea de que tal vez yo le había quitado la vida a alguien que estaba destinado a la grandeza. A lo mejor él habría descubierto la cura a una enfermedad horrible o habría hecho que el mundo fuera mejor de algún otro modo. ¿Habría tenido hijos que tal vez hubieran jugado con el mío? Ahora que mi propio hijo se aproximaba a la edad que tenía Ricky cuando murió, empecé a preocuparme de que Dios quisiera llevarse a mi hijo en represalia.

Volver a casa. “El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría” dice la Biblia (Proverbios 1, 7). Esto se hizo realidad para mí. Aunque yo pensaba incorrectamente que Dios era un juez iracundo e implacable, él usó mi sentido de culpa y mi temor al castigo eterno para ayudarme a cambiar el curso de mi vida.

La muerte de mi madre, como un año antes de que yo confesara mi delito, también influyó. “Ahora ella sabe que su hijo mató a otro ser humano,” pensé aquel día de su fallecimiento. De alguna manera, esto despertó en mí el deseo de corregir mis errores. Además, también comencé a pensar en la madre de Ricky. ¿Acaso no tenía ella el derecho de saber qué había pasado con la muerte de su hijo? La señora estaba ya envejeciendo y no me pareció correcto que ella se enterara de la verdad recién después de morir. Además, aunque yo no pudiera devolverles vivo a Ricky, al menos podría darle a su familia la satisfacción de ver que el asesino de su hijo era llevado a la justicia.

Y luego apareció el Papa Francisco. Me acuerdo que yo estaba en casa mirando las noticias sobre el cónclave papal y cuando se anunció su elección el 13 de marzo, entré en Internet y comencé a buscar antecedentes para saber quién era el nuevo Sumo Pontífice. Me conmovió su humildad y su deseo de ayudar a la Iglesia a seguir las mociones del Espíritu Santo hacia nuevos rumbos. Me intrigó el hecho de que fuera jesuita y tomara el nombre de Francisco y sentí una gran impresión en el corazón cuando él exhortaba a los católicos a salir a evangelizar el mundo. De hecho, me sentí tan tocado por el Papa Francisco que abrí la Biblia por primera vez en muchos años.

Me pareció que las palabras de Jesús saltaban de la página. Leí su impresionante advertencia sobre la necesidad de reconocerlo públicamente y las consecuencias de negarlo (Mateo 10, 32-33). Luego, sus palabras de misericordia y aliento: la parábola de la oveja perdida, por ejemplo, y su afirmación de que “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lucas 15, 7), y también “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se vuelvan a Dios” (5, 32).

Jesús me estaba llamando. Había llegado la hora de reconocer y confesar el horrible pecado que yo había mantenido escondido y recibir el perdón de Dios para comenzar de nuevo.

Nada que lamentar. Después de entregarme, la noticia llegó a los noticieros nacionales y recibí cartas desde todas partes del país. La mayoría quería saber si yo lamentaba haberme entregado y haber ido a la cárcel. Muchos decían que en mi lugar ellos se habrían guardado el secreto y lo habrían llevado a la tumba. Aquí, en la prisión, muchos que ya conocen mi caso me ridiculizan diciendo: “¿A quién en su sano juicio, que haya cometido asesinato y no lo descubren en más de 20 años, se le ocurriría confesarlo y entregarse?”

Bueno, pues, ¿lamento yo mi confesión? ¡No! Aquella emoción quedó atrás el momento mismo en que decidí confesar mi delito y nunca me he sentido más libre que ahora. Esto parece una completa ironía, considerando que estoy escribiendo estas líneas tras las rejas.

Ministerios carcelarios. Cuando yo muera, tendré que presentarme ante Dios y rendirle cuentas del horrendo crimen de haber quitado una valiosa vida creada por él, y ese pensamiento me hace estremecerme. Con todo, he reconocido mi pecado en Confesión sacramental y estoy haciendo penitencia. Sé que Dios me ha perdonado y tengo fe en la misericordia de mi divino Redentor.

Mientras tanto, hago todo lo que puedo para cultivar mi fe. La mayor parte del dinero que gano con mi trabajo carcelario lo invierto en libros religiosos. En el penal tenemos la Misa semanal y hay oportunidad de confesarse. El ministerio carcelario de nuestra prisión está dirigido por la Hermana Isabel, una religiosa extraordinaria que viene a visitar a los reclusos desde hace 25 años; ella es una verdadera bendición de Dios.

Lo único que quiero hacer hoy es dedicar el resto de mi vida a propagar la buena noticia de Jesucristo, mi Señor. Hacer esto aquí en la cárcel, donde hay tanta gente que lucha con sus propios demonios interiores, es una misión abrumadora; pero la mayoría de los presos se dan cuenta de que yo estoy en paz: casi siempre me ven caminando con una sonrisa en la cara, lo que aquí es raro, y trato de dar buen ejemplo. A veces hay reclusos que me dicen en secreto que se sintieron inspirados por mi decisión de confesar el delito, y lamentan no haber hecho lo mismo desde el principio, en lugar de alegar falsamente su inocencia e ir a la prisión de todos modos. Esto me inspira para poner oído atento a sus historias personales y hablarles de todo lo que Jesús ha hecho por ellos.

Así pues, esta es mi historia. Ahora le pido al Señor que la use para darte esperanza a ti o a alguien a quien tú conozcas. Mi mayor deseo es que mi testimonio sirva para ayudar al menos a un alma atribulada, como la persona que yo era antes de mi confesión.

Esteban Lee Goff cumple su condena en una prisión de Nueva Jersey.

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