La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero/Marzo 2008 Edición

Muriendo destruyó la muerte

La muerte, la vida y el milagro de la cruz

A todos nos gusta hacer alarde de algo.

Ya sea de nuestros hijos, de algo que hayamos hecho con nuestras manos o del éxito que hayamos conseguido en el trabajo, en la profesión, en algún deporte, en el arte o en alguna otra actividad. En lo íntimo de nuestro ser nos gusta llamar la atención sobre las cosas buenas o grandes que hayamos logrado hacer. Pero sería positivo, por ejemplo, sentirse orgulloso de los hijos y satisfecho de las obras buenas que uno haya hecho. Hasta Dios, refiriéndose a su Hijo Jesús, dijo "en él me complazco" (Lucas 3,22). Claro que, al hacer alarde de algo, hay que tener cuidado de no mirar en menos a otras personas ni de hacer sentir a nadie como fracasado o inútil.

¿Qué podemos decir entonces de lo que declaraba San Pablo: "de nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Gálatas 6,14)? Por una parte, esta afirmación no es una descripción completamente precisa del pensamiento del apóstol. En realidad no le costaba "enorgullecerse" de su trabajo o del de sus compañeros apóstoles (2 Corintios 11,10-22; Filipenses 2,19-24; Romanos 16,1-16). Por otra parte, San Pablo se sentía tan maravillado y agradecido por la cruz de Cristo que hubo ocasiones en que simplemente no se pudo contener. La alabanza a Jesús y la gran admiración de todo lo que había producido la cruz en su propia vida lo movió a declarar: "De nada quiero gloriarme"; "¡Qué profundas son las riquezas de Dios, y su sabiduría y entendimiento!" y "¡Ahora es el día de la salvación!" (Gálatas 6,14; Romanos 11,33; 2 Corintios 6,2).

En esta edición especial de Cuaresma de La Palabra Entre Nosotros, queremos dar una mirada a la cruz de Cristo y preguntarnos qué fue aquello que captó con tanta fuerza la atención de San Pablo, y luego la de millones de otros creyentes. Lo que haremos será tratar de entender el misterio de la cruz y preguntarnos cómo fue que este acontecimiento de la historia hizo posible nuestra redención y al mismo tiempo puede darnos fuerzas hoy para vivir diariamente.

El miedo a la muerte. Cuando pensamos en la manera en que la cruz de Cristo fue el instrumento de nuestra redención, debemos abrir el libro del Génesis en el principio mismo de la Biblia, donde leemos que Dios creó al hombre y a la mujer y los puso en un jardín hermoso, con una sola restricción: no debían comer del árbol del conocimiento del bien y el mal (Génesis 2,17). No era que Dios no quería que adquirieran conocimiento, sino que aprendieran a vivir en una relación de amor y humilde sumisión a su Creador, de quien habían recibido la vida. Por eso, "conocer el bien y el mal" implicaba suponer que el ser humano podría decidir por sí mismo qué era lo correcto y lo incorrecto y así desentenderse de Dios y de su protección. De manera que cuando, a instancias del diablo, Adán y Eva comieron el fruto de ese árbol, lo que hicieron fue ponerse en el lugar de "dioses". Así fue como rechazaron el amor y la sabiduría que Dios quería darles y, al hacerlo, se separaron voluntariamente de la presencia, el amor y la protección del Creador.

Dios les había advertido que si comían del fruto de ese árbol, ciertamente morirían. Si seguimos leyendo la historia, vemos claramente que no murieron físicamente en ese momento, pero también queda perfectamente claro que algo sucedió en el interior de ellos, algo como una muerte espiritual. Tuvieron miedo y trataron de ocultarse de Dios, porque ahora veían a Dios como juez y no como Padre y empezaron a echarse la culpa el uno al otro por el pecado cometido. Así fue que la herencia que ellos dejaron para toda la humanidad empezó a ser un legado de tragedias, aislamiento y dolor, comenzando con sus propios hijos (Génesis 3,8—4,24). Por eso San Pablo escribió: "Por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado entró la muerte, y así la muerte pasó a todos porque todos pecaron" (Romanos 5,12).

Cuando el pecado y la muerte llegaron al mundo, trajeron consigo a un "compañero", que no ha dejado de encadenar y agobiar a la humanidad desde entonces: el miedo, y particularmente el miedo a la muerte. Esta ha sido el arma más poderosa del diablo: el miedo acerca de nuestro futuro, como se expresa claramente en la Escritura: "Todos paran en el mismo lugar; del polvo fueron hechos todos, y al polvo todos volverán" (Eclesiastés 3,20-21). Desde entonces la muerte ha sido nuestro peor adversario, "el último enemigo que será derrotado" (1 Corintios 15,26).

Este miedo a la muerte, al dolor, al aislamiento, es el que nos tienta, de una forma u otra, a mentir, engañar o robar. Es el miedo de nuestras propias limitaciones y el que da origen al orgullo, la envidia, el odio y hasta la inmoralidad sexual. Todo pecado que cometemos, en realidad, puede identificarse con nuestro deseo de "vivir para siempre" o al menos tratar de "engañar" a la muerte por un poco más de tiempo.

La vida que brota de la muerte. Ahí, precisamente cuando la humanidad se encontraba encadenada por el temor a la muerte, Jesús vino al mundo, pero a diferencia del resto de nosotros, el miedo a la muerte no ejercía control alguno sobre su Persona. Él sabía lo grande que puede ser este miedo, pero ni por un segundo dejó que le impidiera cumplir el plan de Dios. En el huerto de Getsemaní, por ejemplo, le pidió al Padre que dejara "pasar esta copa" (Mateo 26,39), pero decidido siempre a aceptar lo que Dios hubiera dispuesto para Él, fuera lo que fuera. Sabía que su propia muerte destruiría el poder que la muerte tenía sobre el mundo y aceptó con agrado cumplir esta misión, aun cuando también tuviera que experimentar el temor humano común a todos.

Mucho nos cuesta imaginar el grado de maldad con que Satanás trató de tentar a Cristo, pero el Señor se mantuvo firme. Ni por un momento maldijo Jesús su destino, ni una sola vez trató de evitar la cruz recurriendo a argumentos falsos o tratando de manipular la situación. Ni una sola vez dio cabida a pensamientos de hipocresía ni arrogancia. No, Jesús enfrentó a la muerte cara a cara y la venció.

¿Cómo derrotó a la muerte? Sometiéndose a ella, sin dejar que el miedo, en sus diversas formas, le hiciera variar en su decisión y rechazando la tentación de abandonar el plan del Padre. Al contrario, dejó de lado toda idea de desconfianza en Dios o intento de encontrar otra salida. Y con esta sola y poderosa demostración de fe en Dios y confianza en el amor y la protección del Padre, Jesús pagó el precio de la redención por los pecados de todo el género humano, incluso por las faltas, errores y maldades que aún no se han cometido.

Pensemos en lo siguiente: Adán trató de enaltecer su propia vida independiente de Dios, con lo cual trajo la muerte a todo el género humano, pero Jesús entregó su vida sin reservas, y así ganó la vida y la salvación para todos los que quieran aceptarla. ¡Su propia muerte es nuestra propia vida! Jesús aceptó la cruz porque su corazón rebosaba de amor a su Padre y a sus hermanos humanos, y por esto "Dios lo resucitó, liberándolo de los dolores de la muerte" (Hechos 2,24). Por haberse sometido a la muerte en forma completamente voluntaria e inocente, Jesús llegó a ser el héroe vencedor del pecado y de la muerte y nuestro Salvador y Redentor.

¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que ahora somos libres, libres de la carga del pecado, libres de la esclavitud y de la dominación que el pecado puede tener sobre cada uno de nosotros, libres para vivir como hijos de Dios y miembros de su Cuerpo, la Iglesia. ¡Con razón San Pablo se enorgullecía de la cruz! Había llegado a experimentar la libertad que Jesús le dio muriendo en el madero y esa experiencia era apasionante. Descubrió que gracias a la cruz, no había nada que pudiera jamás separarlo del amor de Dios y este descubrimiento tuvo un efecto completamente transformador en su vida.

¡Ahora es el tiempo! En esta época de Cuaresma, dediquemos el tiempo de oración personal a darle gracias a Jesús por haberse entregado por nosotros en sacrificio voluntario y absoluto. En su carta a los colosenses, San Pablo dice claramente que antes de que Jesús muriera éramos "extranjeros y enemigos de Dios . . . por las cosas malas que hacía[mos]" pero ahora Dios mismo nos ha reconciliado consigo por medio de la muerte de su Hijo. En efecto, en Jesús y por medio de Él, podemos llegar a presentarnos delante del Padre "santos, sin mancha y sin culpa", siempre que permanezcamos fieles en nuestra fe (Colosenses 1,21-23) y vivamos "como deben hacerlo los que han sido llamados por Dios" (Efesios 4,1).

Por eso, qué mejor época que la Cuaresma para dedicarnos a pensar en la verdad fundamental de nuestra fe: "Ustedes, en otro tiempo, estaban muertos espiritualmente a causa de sus pecados y por no haberse despojado de su naturaleza pecadora; pero ahora Dios les ha dado vida juntamente con Cristo, en quien nos ha perdonado todos los pecados" (Colosenses 2,13).

Qué mejor tiempo para pedirle al Espíritu Santo que nos revele el misterio de Dios, es decir, Jesucristo, en quien "están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y del conocimiento. . ." (Colosenses 2,3).

Qué mejor momento para cuidarse y no dejarse "llevar por quienes los quieren engañar con teorías y argumentos falsos, pues ellos no se apoyan en Cristo, sino en las tradiciones de los hombres" (Colosenses 2,8).

Así pues, cuando contemples el crucifijo en esta Cuaresma, medita en Jesús, que te salvó muriendo en la cruz. Deja que la imagen del Señor allí crucificado te haga fijar el corazón y la mente en las cosas del cielo "donde Cristo está sentado a la derecha de Dios" (Colosenses 3,1). Si lo haces, no te sorprendas de que te encuentres de repente enorgulleciéndote de la cruz, como lo hacía San Pablo. No te sorprendas de descubrir que deseas compartir con todos tus amigos y conocidos que este sacrificio perfecto es el acontecimiento más importante y extraordinario de la historia de la humanidad. Y así, al igual que todos los santos de toda la historia, también llegarás a considerar que la cruz es el tesoro más valioso que existe, un tesoro que debe ser honrado, experimentado y proclamado hasta los confines de la tierra.

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