La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio/Julio 2011 Edición

La Plegaria Eucarística

Punto culminante de la Liturgia católica

La Plegaria Eucarística: Punto culminante de la Liturgia católica

Es relativamente común que, a pesar de asistir a Misa regularmente, muchas personas no logran apreciar el signifi cado de las diversas partes de la Sagrada Liturgia, ni se benefi cian plenamente de ellas, porque nunca se las han explicado, especialmente si no tuvieron una educación católica.

Por razones de espacio nos limitaremos, en esta edición dedicada al Sacramento de la Sagrada Eucaristía, a exponer sucintamente una de las parte más importantes de la Santa Misa, que muchas veces pasa desapercibida para la asamblea por falta de la atención y devoción debidas: la Plegaria Eucarística.

La Plegaria Eucarística. Esta hermosa plegaria es la oración central de la Misa, que el sacerdote que preside la proclama en nombre de toda la comunidad. Cuando el sacerdote reza la Plegaria Eucarística, no sólo Cristo se hace presente de nuevo en su cuerpo y sangre, alma y divinidad, bajo las formas de pan y vino, sino también la acción salvadora de Cristo &mdashsu pasión, muerte y resurrección&mdash y quien la ofrece al Padre es el propio Cristo, en la persona del sacerdote y de todos los presentes.

¡Esta es una verdad de suma importancia! El sacrificio mesiánico de Cristo, ofrecido una sola vez y por todos en el Calvario, que nos trajo la Redención librándonos del pecado y de la muerte eterna, se hace presente para nosotros aquí y ahora, en nuestro tiempo y lugar, con el fin de que nos unamos a la ofrenda perfecta de Cristo y participemos personalmente en el culto perfecto de la sagrada liturgia.

La Plegaria Eucarística es una oración netamente “presidencial”, es decir, le corresponde rezarla al sacerdote que preside la asamblea, por lo tanto la congregación no debe rezarla ni en todo ni en parte. Quien la proclama es el sacerdote que preside porque él asume la persona de Cristo Sacerdote y Mediador (“Instrucción General para el Uso del Misal Romano, IGMR, 147).

Antiguamente existía una sola Plegaria Eucarística, llamada también “Canon romano”, pero después del Concilio Vaticano II, la Iglesia nos ofrece varias plegarias que puede usar el sacerdote según el tiempo litúrgico o la ocasión especial de que se trate.

Lo importante es darse cuenta de que la oración se dirige, no a Cristo, sino al Padre: “Padre misericordioso, te pedimos humildemente...”; “Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos...”; “Te alabamos, Padre santo, porque eres grande y porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor...” De hecho es un culto de adoración que el propio Cristo ofrece al Padre, tal como lo hizo en el momento de su pasión, muerte y resurrección, pero ahora lo ofrece por intermedio del sacerdote, que actúa “en la persona de Cristo”, junto con todos los que formamos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Las partes de la Plegaria. Los principales elementos de la Plegaria Eucarística son los siguientes:

Acción de gracias. Al comenzar la Plegaria, con el Prefacio, el sacerdote glorifi ca a Dios Padre, en nombre de todo el Pueblo santo, y le da gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes del día, la festividad o el tiempo litúrgico.

Aclamación. Ante la salvación que se anuncia y se realiza, toda la asamblea junto con el sacerdote prorrumpe en el alegre y esperanzado canto del Santo, aclamación con que los fi eles reconocemos la magnifi cencia y la absoluta santidad de Dios y le ofrecemos la alabanza y adoración que merece y que continuará en la eternidad (Apocalipsis 4,8).

Epíclesis o invocación. Es el momento en que el sacerdote intercede, con las manos extendidas sobre las ofrendas, y le suplica a Dios que envíe el Espíritu santifi cador sobre las ofrendas de pan y vino para que sean consagradas, es decir, se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo “y para que los fi eles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios” (CIC, 1105). En este momento, por lo general, se hacen sonar unas campanillas llamando al pueblo a concentrar la atención en el milagro extraordinario que está sucediendo en ese preciso momento: ¡Jesucristo Nuestro Señor se está haciendo presente!

La transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor es lo que se llama la “transubstanciación”, es decir, la acción por medio de la cual la sustancia material del pan y del vino se transforma en la sustancia divina del cuerpo y la sangre del Señor. Las especies no cambian de apariencia (color, sabor), pero sí cambian de sustancia y constituyen, en sí mismas, la presencia real de Jesucristo Sacramentado, fuente de vida eterna para todos los fieles.

Narración de la institución del Sacramento y consagración de las ofrendas. Mediante las palabras y acciones del sacerdote, que actúa “en la persona de Cristo”, se lleva a cabo el sacrificio que el propio Cristo instituyó en la Última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino y se lo dio a los apóstoles como alimento y bebida, dejándoles el mandato de perpetuar este mismo misterio: “Hagan esto en memoria de mí” (Lucas 22,19).

Tras la consagración, el sacerdote presenta la sagrada Hostia y el Cáliz que contiene la Sangre preciosa de Cristo, elevándolos con ambas manos para que el pueblo adore la Presencia Real de Cristo Sacramentado, momento en el que se hacen sentir nuevamente las campanillas invitando al pueblo a adorar al Señor.

Anámnesis o memorial: La Iglesia, cumpliendo este encargo que recibió de Cristo el Señor, a través de los Apóstoles, realiza el memorial del mismo Cristo, es decir, el recuerdo de su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y su ascensión al cielo. Pero no es la evocación pasiva y fría de un acontecimiento pasado, sino un memorial vivo, realizado en el aquí y ahora de la asamblea. En la Sagrada Eucaristía, la Iglesia celebra y hace presente de nuevo la potencia salvadora de los hechos que nos merecieron la reconciliación con Dios.

Oblación u ofrecimiento del sacrificio: La Iglesia reunida en la asamblea ofrece al Padre, en el Espíritu Santo, la víctima inmaculada, es decir, la Hostia santa; pero al mismo tiempo espera que los fieles no sólo se unan al ofrecimiento de la víctima inmaculada sobre el altar, sino que también aprendan a ofrecerse ellos mismos, y que día a día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre unos y otros.

Intercesiones: La Sagrada Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, es decir, la del cielo y la de la tierra, y el ofrecimiento se hace por ella y por todos sus miembros vivos y difuntos, miembros que han sido llamados a participar de la salvación y la redención adquiridas por el Cuerpo y la Sangre de Cristo (v. IGMR, 79). Por eso hay una intercesión explícita por todos ellos: el Papa, el Obispo, la jerarquía eclesiástica, los oferentes, los que están reunidos, los ausentes, los enfermos, los necesitados y los difuntos.

Doxología final. Finalmente, al concluir la Plegaria Eucarística, el sacerdote resume todo lo ocurrido hasta ese momento proclamando: “Por Cristo, con Él (Cristo) y en Él (Cristo), a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”. Los fi eles, privilegiados de poder hacer nuestro el mismo ofrecimiento, respondemos con la aclamación más importante de la Misa, el gran Amén, con el cual profesamos que la acción de Cristo es también nuestra acción. La palabra amén, de origen semítico, con la que asentimos y reafi rmamos lo que hace y declara el sacerdote, no signifi ca sólo “así sea”; sino que es una ratifi cación personal de lo que consideramos cierto y verdadero, es publicar la seguridad de la fe y la convicción. “El amén es la fi rma que ponemos a un documento &mdashdice San Agustín&mdash porque por el amén hacemos nuestro el contenido de lo que fi rmamos.”

Participación. La Plegaria Eucarística, como hemos dicho, es presidencial, es decir, la pronuncia el sacerdote, pero la congregación no permanece pasiva. Además de oírla atentamente y sumarse a ella, va subrayando con sus respuestas, llenas de convicción, los diversos elementos de la oración. Así, tras la alabanza que se le da al Padre en el Prefacio, el pueblo entona el Santo; tras el memorial de Cristo, lo subraya diciendo “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús” u otras fórmulas que propone el Misal.

Una forma de participación de la asamblea que también es valiosa es el silencio sagrado: “La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y en silencio” (v. IGMR, 78), pero no se trata de un silencio pasivo o inactivo, y menos de distracción, sino un silencio de oración y contemplación.

Sobre esto, el Concilio Vaticano II nos enseña: “Por tanto la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, y se perfeccionen día a día por Cristo, mediador en la unión con Dios y entre sí, para que finalmente Dios sea todo en todos” (Constitución sobre la Sagrada Liturgia, 48).

Conclusión. La Iglesia nos enseña que en la Santa Misa, durante la Plegaria Eucarística, se hace presente Cristo, no sólo en su Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad bajo las especies consagradas del pan y el vino, sino también en su acción salvadora, su pasión, muerte y resurrección, que el mismo Cristo ofrece al Padre en la persona del sacerdote y de todos los presentes.

En efecto, si el propio Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, el Rey de Reyes y Señor de Señores, se hace presente para nosotros en cada celebración eucarística, por el poder del Espíritu Santo y en virtud de las fórmulas y acciones litúrgicas que realiza el sacerdote, cuyas manos han sido ungidas y consagradas, ¿no vamos a contemplarlo y adorarlo nosotros también con toda la atención y devoción que podamos? ¿No vamos a entregarnos de nuevo a su cuidado y protección? ¿No le vamos a pedir de corazón que nos perdone, nos sane y nos fortalezca en la fe?

Es claro, pues, que si queremos que nuestra participación en la Santa Misa sea más que el mero “cumplimiento de un deber” y sea en realidad una ocasión sagrada en la que podemos entrar directa y personalmente en los misterios de nuestra Redención y recibir las gracias y bendiciones espirituales que nos ofrece nuestro Señor en la santa Comunión, debemos poner toda nuestra atención y devoción a lo que sucede en el altar, rechazar las distracciones y elevar el espíritu y la mente a la Presencia divina que tenemos ante nuestros ojos.

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