La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Cuaresma 2014 Edición

La misericordia y el amor de Dios en acción

¡A Dios sea la gloria, el poder y la alabanza por los siglos!

La misericordia y el amor de Dios en acción: ¡A Dios sea la gloria, el poder y la alabanza por los siglos!

En la Vigilia Pascual del Sábado Santo cantaremos el Gloria una vez más.

Esta hermosa oración de alabanza se suprime durante la Cuaresma, pero finalmente, en la víspera del Domingo de Resurrección, uniremos nuestras voces a las de los ángeles y santos en el cielo para expresarle a nuestro Padre todopoderoso la profunda gratitud, alabanza y adoración de nuestro corazón. Y qué hermosa letanía es esta plegaria: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias Señor Dios, Rey celestial, Dios Padre Todopoderoso.”

Este no es un agradecimiento superficial ni dicho “a la ligera”. No, es una hermosa sinfonía de alabanza y gratitud a Aquel que nos ha rescatado de la muerte y nos ha comunicado la vida eterna. El Gloria es la respuesta llena de alegría del alma humana por la redención que Jesucristo obtuvo para nosotros muriendo en la cruz y también un himno de profunda gratitud por el perdón que recibimos cuando públicamente reconocemos esa noche nuestra condición de pecadores durante el Rito Penitencial.

Sobre este tema queremos mirar el caso de una mujer que le expresó a Jesús su propia oración de “Gloria” después de recibir el perdón de sus pecados (Lucas 7, 36-50), porque ella nos da testimonio de lo que podemos experimentar nosotros cuando acudimos al Sacramento de la Confesión con el corazón arrepentido y recibimos la misericordia y el perdón del Señor.

Una cena interrumpida. El suceso ocurre en casa de un fariseo llamado Simón, donde estaba Jesús invitado. La cena se desarrolla normalmente hasta que la mujer entra en el cuarto y comienza a llorar sin control a los pies del Señor. Se inclina ante el Señor y le seca los pies con su cabello, los besa y luego los unge con un costoso perfume que lleva en un frasco de alabastro.

Simón se siente desconcertado ante esta exagerada y emocional demostración. Todos conocían a esta mujer en la ciudad como “pecadora,” vale decir, sabían que era prostituta o de vida muy inmoral (Lucas 7, 37). Pero no es sólo a la mujer que Simón juzga y critica en su interior; también concluye que si Jesús fuera realmente un profeta o un hombre santo nunca permitiría que lo tocara esta mujer.

Pero Jesús se siente profundamente conmovido por el gesto de amor y devoción que ella le demuestra. También sabe lo que está pensando Simón y le dice una parábola sobre el amor y el perdón. Y le explica al fariseo que la mujer le ha hecho semejante demostración de amor porque sabe que “sus pecados que son muchos” han sido perdonados (Lucas 7, 47). Simón, por el contrario, “amaba poco” porque creía ser un hombre recto y consideraba que sus pecados eran pocos, por lo que no pensaba que necesitara nada de Dios.

Una historia de amor agradecido. Este encuentro de Jesús con la mujer pecadora es un testimonio de amor agradecido. No es sólo un caso sucedido hace muchos siglos, porque el relato lleva implícita una pregunta para cada uno de nosotros: “¿Qué tan agradecido eres tú por lo que el Señor ha hecho en tu vida?” Si piensas que su muerte en la cruz fue una obra buena y noble, pero no esencial para tu vida, responderás de una forma. Pero si piensas que fue el acontecimiento que te ha merecido la salvación eterna, responderás de una manera completamente diferente. Esta mujer vio lo que era realmente la misericordia de Jesús: nada menos que la fuente de su salvación. Por eso ella “amó mucho.”

Todos somos pecadores, “todos se han ido por mal camino” (Romanos 3, 12). Ya sea que nuestros pecados sean pocos y veniales o muchos y mortales, todos hemos contravenido los mandamientos de Dios. Pero aun así, en medio de nuestra condición de pecadores, Dios envió a su único Hijo a rescatarnos de la muerte (Romanos 5, 8).

A su propio modo, esta mujer entendió quién era Jesús y cuál era su misión redentora. En su corazón, supo que el Señor la había librado de todas sus culpas y pecados. La Escritura no dice cómo lo supo ella. ¿Tal vez Jesús le habló proféticamente como lo hizo con la mujer junto al pozo de Jacob? (Juan 4, 17-18). ¿Le dijo palabras de perdón y luego realizó un milagro interior en ella, como cuando curó y perdonó al paralítico que bajaron por la azotea? (Marcos 2, 1-12). No sabemos cómo sucedió esto, ¡pero sí sabemos que realmente sucedió!

Un renacimiento espiritual. Dios quiere abrir nuestros ojos, y quiere mostrarnos que lo que le ocurrió a esta mujer nos pasa a nosotros cada vez que recibimos el Sacramento de la Reconciliación. Santa Teresa de Ávila dijo una vez que los pecados son como una capa de alquitrán que cubre el cristal puro de nuestra alma y que impide que la luz de Cristo resplandezca. Esta mujer estaba tan agradecida de Jesús porque sabía que él había quitado de su alma “el alquitrán” del pecado.

La asombrosa noticia es que aquello que esta mujer experimentó hace tanto tiempo, nosotros podemos experimentarlo ahora mismo acudiendo a confesar nuestros pecados. En un discurso pronunciado en 2007 sobre la naturaleza de este sacramento, el Papa Emérito Benedicto XVI dijo lo siguiente: “La confesión se convierte, por tanto, en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura.” Todos sabemos que en la Confesión se nos borran nuestros pecados; pero como lo dijo el Santo Padre, el Señor quiere que experimentemos un verdadero renacimiento espiritual cada vez recibimos la absolución; quiere que tengamos la experiencia de la purificación de nuestro corazón y de la liberación de nuestra conciencia, de modo que esta experiencia nos mueva a doblar la rodilla delante de Cristo como muestra de gratitud y adoración, como lo hizo la mujer pecadora.

Si usted quiere experimentar este renacimiento espiritual de un modo más profundo en la Confesión, una de las mejores cosas que usted puede hacer es dedicar unos minutos cada día a contemplar a Cristo en la oración. Piense en que “todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe” (Juan 1, 3); piense en todas las limitaciones que Jesús tuvo que aceptar cuando se hizo hombre, en lo difícil y humillante que sería para él ajustarse a los límites de un cuerpo humano y aceptar el hecho de que ahora tendría que experimentar agotamiento, dolor físico, hambre, sed y sueño. Piensa en que Jesús estuvo dispuesto a aceptar la crucifixión, ¡nada más por amor a ti! Finalmente, piensa que Aquel que entregó su vida para salvarte viene personalmente a ti en la Confesión y te dice: “Yo te perdono todos tus pecados. Te amo y estoy muy contento de que hayas venido a verme.”

Meditar en Cristo Jesús de esta manera puede tener resultados poderosos para que percibamos la presencia del Señor en la Confesión y lleguemos a vislumbrar algo de su gloria cuando recibimos la absolución. También nos puede inspirar a dedicarnos por completo a servirlo a él y a su Iglesia.

Pasión por Cristo Jesús. Las Escrituras están llenas de historias de personas que tuvieron visiones de Dios, relatos que muy a menudo revelaron la grandeza del Todopoderoso junto a las imperfecciones de quienes las veían. Pero en lugar de sentirse avergonzados o culpables, estas personas se sintieron movidas a adorar al Señor de una manera nueva, de un modo parecido al de la mujer pecadora.

El profeta Isaías tuvo una de estas visiones. Vio al Señor entronizado en toda la majestad de su gloria y al mismo tiempo se dio cuenta de su propio pecado. Al principio, al verse frente a la santidad de Dios lanzó un grito: “¡Ay de mí! Estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos” (Isaías 6, 5). Pero Dios purificó a Isaías de sus pecados, y el profeta se sintió tan impresionado que inmediatamente se ofreció a servir al Señor respondiendo: “Aquí estoy, Señor, envíame” a mí a realizar tu obra (Isaías 6, 1-8).

La mujer pecadora no tuvo una visión, pero vio a Jesús en persona, de manera que su experiencia fue similar a la de Isaías. Cuando ella se encontró con Jesús, todo lo que quiso hacer fue adorarle y agradecerle por su misericordia. Esta fue su única preocupación y lo hizo con todo su ser; nada le iba a impedir manifestarle su amor y agradecimiento al Señor, ni siquiera la desaprobación de Simón, en cuya casa se presentó sin ser invitada.

Queridos hermanos, Jesús quiere revelarse a sus fieles, tal como lo hizo con Isaías, la pecadora y tantos otros, para que todos tengamos la misma pasión por él que ellos tuvieron. Si no te parece posible, entonces piensa en la pasión que el Señor tiene por ti. Piensa en cuánto te ama. Recuerda todas las veces que él ha estado a tu lado, consolándote y alentándote. Piensa en la pasión que le llevó a la cruz y la pasión que lo resucitó tres días más tarde. ¡Él lo hizo por ti! Deja, pues, que esta pasión cobre vida en tu corazón, para que tu pasión y amor por él sean más intensos y patentes.

¡Gloria a Dios ahora y siempre! Dios quiere dar a sus fieles momentos en los que experimentemos su imponente presencia; quiere que veamos la suciedad de nuestros pecados en contraste con la absoluta santidad de su perfección, pero no para hacernos sentir culpables, desanimados o avergonzados, sino para que corramos a su presencia buscando perdón y misericordia, para que seamos liberados y respondamos con una adoración sincera y apasionada.

Mientras transcurra para usted esta temporada de Cuaresma, propóngase contemplar un crucifijo día a día, medite en la pasión y la muerte de Cristo y rece su propia “Gloria”, es decir, bendiga, adore y glorifique al Señor con sus propias palabras y sus propios sentimientos. Exprésele su alegría diciéndole algo como: “Te amo, Señor y Salvador mío. Te doy gracias por morir en la cruz por mí. Señor, te ofrezco todo mi ser, mi corazón y mi voluntad.” Hermano, mucho es lo que Dios te ha perdonado; ¡ahora te toca a ti venir y amar mucho al Señor!

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