La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio-Agosto 2016 Edición

La fragancia de Dios

Deje que la gracia de Dios se mezcle con su sacrificio

La fragancia de Dios: Deje que la gracia de Dios se mezcle con su sacrificio

Todos sabemos lo que significa pasar junto a un lugar que despide un hedor realmente asqueroso y nauseabundo, como un montón de basura, un zorrillo muerto o una pila de abono orgánico recién aplicado, y el instinto nos mueve a alejarnos de allí lo más pronto posible. También sabemos que el aroma del pan recién horneado o la fragancia de un ramo de rosas frescas tiende a atraernos y aspiramos profundo para deleitarnos con la fragancia.

Bien, imagínese cómo habrá sido el aroma que se propagó en el lugar donde la mujer ungió a Jesús. El Evangelio según San Juan nos dice que “toda la casa se llenó del aroma del perfume” (Juan 12, 3). En cierto modo, esto no es nada sorprendente, porque no se trataba de las pocas gotas que alguien normalmente usa cuando se pone perfume. ¡Era el frasco entero! De manera que, percibiendo aquel dulce aroma de nardo que llenaba toda la casa, uno se imagina que todos aspiraban profundamente, deleitándose con la fragancia y hasta posiblemente relajándose un poco, aunque fuera sólo por unos momentos.

Pero, en otro sentido, también sucedía otra cosa. La fragancia que emanaba del perfume era equiparable al aroma espiritual de santidad que emanaba de lo que hacía la mujer; una fragancia especial en la que se combinaban su amor a Jesús y el amor de Cristo a ella. Fue tan impresionante el efecto que tuvo tal acto de amor y devoción en el entorno espiritual de la casa que Jesús prometió que la historia de esta mujer se contaría “en cualquier lugar del mundo donde se anuncie esta buena noticia” (Mateo 26, 13).

Teniendo presentes estos pensamientos, veremos qué nos enseña este episodio sobre cómo podemos nosotros propagar el dulce aroma del amor de Dios en favor de aquellos que nos rodean.

Devoción y sacrificio. Jesús dijo a los discípulos que esta mujer había hecho “una obra buena conmigo” (Marcos 14, 6). El Señor no dijo esto por orgullo o vanidad; no, Cristo consideró que la obra de la mujer era buena o valiosa porque revelaba la misma clase de pasión que movía su propio corazón.

Nadie le propuso a Jesús que muriera por nuestros pecados; nadie le obligó a hacerlo. Fue algo que él mismo decidió por el gran amor que nos tiene y así el Señor hizo “una obra buena” para nosotros. Del mismo modo, nadie le dijo a la mujer que ungiera a Jesús; nadie la obligó a hacerlo. Fue algo que ella quiso hacer, para demostrarle al Señor cuánto lo amaba. ¡Por eso fue una obra buena!

Algo similar es lo que Jesús dijo de la viuda pobre que echó sus dos últimas monedas en el cofre del Templo (Lucas 21, 1-4). La ofrenda de la viuda no era ni con mucho tan valiosa como el frasco de perfume de la mujer, pero era muy costosa para ella. Resulta muy claro que el tamaño de la donación no era lo que importaba, sino el amor extraordinario que la motivaba. Por eso Jesús elogió a la viuda diciendo que la viuda “ha dado más que todos” (21, 3).

Lo mismo se aplica a nosotros. Jesús valora todo lo que le ofrecemos cuando lo hacemos con un amor que implica sacrificio. No es el costo del regalo ni la cantidad de dinero lo que importa; es el grado de sacrificio con que lo hacemos. Cuando le dijo a sus apóstoles “¿Por qué la molestan?,” también nos hablaba a nosotros (Marcos 14, 6). A todos nos pedía “no molestar” o “no impedir” esa parte de nosotros que quiere estar con Jesús y rendirle homenaje y honor. Efectivamente, querido lector, no dejes que aquella parte de tu corazón se llene de distracciones —buenas o malas— que te consumen todo el tiempo, la energía y el amor a Dios. Si quieres causarle alegría al Señor, decídete a “derrochar” el perfume valioso del amor que llevas en el frasco de tu corazón derramándolo sobre él. Jesús considerará valioso tu sacrificio, así como consideró el de la mujer.

Mixtura con Jesús. Pero hay más. El dulce aroma que llenó la casa no era únicamente la fragancia del perfume derramado; era la combinación de la devoción de la mujer con el amor de Jesús, que se mezclaron en ese momento tan especial, y el aroma de la santidad se propagó por toda la casa porque Dios había “perfumado” con el Espíritu Santo la acción de la mujer.

Hay otros relatos que presentan una realidad similar. Por ejemplo, recordamos a la mujer enferma de hemorragias desde hacía doce años (Marcos 5, 25-34). Cuando extendió la mano y tocó el manto de Jesús sanó. Su fe se mezcló con el poder del Señor para producir algo pleno de gracia divina. Del mismo modo, la mujer cananea anhelaba que el Señor curara a su hija gravemente enferma y así se lo suplicó con vehemencia al Señor y por eso recibió premio (Mateo 15, 21-28). Su fe y su tenacidad se mezclaron con el amor de Jesús y la muchacha fue liberada del mal espíritu. En efecto, repetidas veces vemos a muchas personas que vienen a pedirle algo con gran fe al Señor y descubren una gracia y una bendición que superan con creces todo el sacrificio que hayan hecho, y la razón es esta santa mixtura.

Una mezcla sacramental. En ningún lado puede verse esta mezcla de nuestras vidas y la gracia de Dios en forma más impresionante que en la Sagrada Eucaristía. Cuando venimos a Misa con el corazón bien dispuesto para la adoración, algo poderoso sucede, porque cuando llegamos con el deseo de honrar a Jesús y entregarle nuestro corazón, ese deseo es iluminado con el poder de Dios y de él emana una cautivadora fragancia de amor, paz y gracia, una fragancia que llena toda la iglesia. Es como si trajéramos nuestro propio frasco de alabastro y ungiéramos a Jesús.

Vemos dos ocasiones específicas durante la Misa en las que sucede esto más claramente. En primer lugar, en el “ofertorio”, cuando presentamos las ofrendas de pan y vino al Señor, “el fruto de la tierra y del trabajo del hombre.” ¿No tiene esto una semejanza con el frasco de perfume que trajo la mujer? El pan y el vino, como también el frasco, representan nuestra propia vida; representan nuestra fe y el fruto de nuestro trabajo; representan lo que somos y cuanto amamos al Señor.

Luego, en el altar, estas ofrendas se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Aquello que fue hecho por manos humanas se transforma ahora en algo nuevo por la gracia de Dios, que toma lo que le ofrendamos y le infunde una “fragancia” completamente nueva. El Señor le infunde un poder nuevo y más profundo que nos restaura y nos renueva. Tal vez los ojos naturales no vean más que comida y bebida ordinarias, pero ahora las especies consagradas están dotadas del poder de comunicarnos algo mucho más valioso que la nutrición corporal.

El segundo ejemplo de la mixtura ocurre justo antes de la consagración del pan y el vino. El sacerdote vierte el vino en un cáliz y luego añade unas gotas de agua, mientras ora diciendo: “Que por el misterio de esta agua y este vino podamos participar de la divinidad de Aquél que se dignó participar de nuestra humanidad.” Aquí se aprecia nuevamente la mezcla de lo humano y lo divino, y demuestra que Dios quiere unirse a nosotros para luego elevarnos junto a sí mismo.

San Cipriano escribió una vez: “Al consagrar el cáliz del Señor no se puede ofrecer ni agua sola ni vino solo: si uno ofrece vino solo, se hará presente la sangre de Cristo sin nosotros; si sólo hay agua, se hará presente el pueblo sin Cristo. En cambio, cuando se mezclan ambas cosas hasta formar un todo sin distinción y perfectamente uno, entonces se consuma el sacramento celestial y espiritual.”

En lo profundo del corazón, todos anhelamos estar unidos con Jesús. ¿No queremos todos estar “mezclados” con él? Esta es precisamente la experiencia que todos podemos tener cada vez que celebramos la Santa Eucaristía.

Una nueva atmósfera. Cuando dice que toda la casa se llenó de la fragancia del perfume, San Juan Evangelista nos dice que lo que cambió la atmósfera fue la vida de la mujer: su corazón, su actitud de adoración y su entrega al Señor. No era sólo el perfume, era su corazón mezclado con la gracia de Dios. Por consiguiente, su vida entera se transformó en un perfume de exquisito aroma, que todos pudieron percibir.

San Pablo dijo también que nosotros mismos “somos la fragancia de Cristo,” un aroma “que conduce a la vida” (2 Corintios 2, 15. 16). Cuando adoramos a Cristo Jesús con todo lo que somos y todo lo que tenemos, venimos a ser la fragancia de Dios, tal como ocurrió con esta mujer, y así somos transformados, como ocurre con el pan y el vino en Misa. El deseo de estar con Jesús crece en nosotros y también el deseo de ser más como él. Por eso, el testimonio de nuestra vida lleva consigo el poder de cambiar la atmósfera de cualquier lugar, como el perfume de la mujer que llenó toda la casa.

Seamos la fragancia de Dios. ¿Qué aprendemos de lo que hizo esta mujer? Que es bueno y encomiable tener el deseo de llevarle al Señor las ofrendas extraordinarias de nuestra adoración, haciendo sacrificios especiales para él, porque los sacrificios que hagamos pueden abrir las puertas para que el Señor venga y nos llene de su gracia.

Además, hemos de saber que Jesús nunca se guarda para sí mismo la adoración que le brindemos ni la fe que le demostremos, sino que las multiplica tal como lo hizo con los panes y los peces, y luego las prodiga como bendiciones para aquellos que nos rodean. Todos tenemos el potencial de emanar una fragancia agradable a Dios que es capaz de bendecir a cuantos se nos cruzan por el camino. Así pues, vayamos y unjamos al Señor hoy y todos los días de nuestra vida.

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