La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Septiembre 2016 Edición

Fe y fidelidad en acción

De jóvenes enamorados a padres de un seminarista

Por: Juan Ortiz

Fe y fidelidad en acción: De jóvenes enamorados a padres de un seminarista by Juan Ortiz

Nuestra historia de conversión comienza hace unos 30 años cuando mi esposa Damaritza y yo apenas teníamos 16 años de edad en Puerto Rico.

Éramos jóvenes enamorados, ingenuos, ignorantes de muchísimas cosas, pero por gracia de Dios, y gracias a nuestros padres quienes iniciaron y mantuvieron la fe en nosotros, teníamos una convicción de fe interna, quizás cultural, que de alguna forma nos atraía a Dios y a la Iglesia. A pesar de las muchas distracciones, tentaciones, las decadentes vertientes morales y las dificultades familiares que veíamos a nuestro alrededor, Dios en su amor y misericordia nos guiaba y mantenía cerca de sí por medio de hechos concretos, pequeños pero significativos.

Dios fecunda la semilla de fe. Damaritza me inició en el grupo Juventud Apostólica de nuestra parroquia y unos años después formamos parte de la Pastoral Juvenil. Esto fue un instrumento importantísimo de Dios que nos ayudó mucho al rodearnos de otros jóvenes que mientras disfrutaban mucho la diversión, la bulla y todo lo que es ser joven, tenían al mismo tiempo un gran respeto y amor a Dios y a la Iglesia.

También fue algo muy importante para Damaritza y para mí el ejemplo de vida que nos dieron los líderes de estos grupos de jóvenes. Ellos dedicaron todas sus fuerzas, tesoro, talentos y tiempo para impartirnos fe, Iglesia, comunidad, respeto. Quizás por primera vez en la vida, experimentamos tener en ellos otros “padres en la fe” fuera de nuestros propios hogares. En ellos vimos a personas que sufrieron y sacrificaron mucho por nosotros, sin recibir nada a cambio, sin embargo eran realmente felices y servían como una inspiración y ejemplo a muchos.

Por seis años y medio Damaritza y yo fuimos novios, manteniéndonos fieles el uno al otro y castos hasta nuestra boda. Nunca nos hubiéramos imaginado cuán grande fue la influencia que tuvieron estos líderes juveniles en nosotros, la formación, la guía y el ejemplo que nos dieron. El 14 de julio de 1990 nos casamos rodeados de muchísima familia y de los jóvenes de la comunidad, ofreciéndonos por completo a Dios luego de haber luchado por mantener al Señor en la vida de cada uno por tantos años mientras éramos solteros. Ahora sólo deseábamos hacer lo mismo mientras establecíamos la familia propia. Sin embargo, pronto nuestra fe y convicción serían probadas por Dios.

Las pruebas grandes comienzan.

Un año después conseguí trabajo como ingeniero en una base naval en el sur de Maryland. Tras muchísimas penurias llegó mi primer día de trabajo. No llevaba más que unos 400 dólares en el bolsillo y estaba solo. No sabía dónde iba a vivir, no tenía modo de transporte y no quería exponer a incertidumbres a mi joven esposa ni a nuestra primera bebé de sólo un mes de edad.

Al llegar a la oficina reconocí la familiar cara de la persona que me había entrevistado en la Universidad en Puerto Rico. Me recibió amistosamente y se dispuso a orientarme. En un momento, viendo que detrás de mí pasaba un norteamericano, me dijo: “¿Ves al que pasó? Tú tendrás que trabajar diez veces más que él para recibir apenas la mitad del reconocimiento.” El comentario me llegó como un fierro caliente, de aquellos que utiliza un granjero para marcar el ganado. Me dejó en el alma y la mente una marca de terror.

Damaritza y yo todavía estábamos aprendiendo a ser esposos y padres y ahora íbamos a estar completamente solos en un país extraño, a miles de millas de distancia y a más de cinco horas del familiar más cercano, en una cultura distinta y un idioma desconocido. Yo tenía que aprender a ser empleado y profesional en un lugar donde para comenzar tenía ya una desventaja.

Lleno de terror y a pesar de lo mucho que Dios había hecho por nosotros y para traernos hasta este lugar, yo opté, lamentablemente, por encerrarme en mí mismo. Me dije: “Yo voy a tener que sacar adelante a mi familia. Entonces no sólo trabajaré diez veces más que aquél, trabajaré veinte veces más, para ser el mejor y sacar a mi familia adelante.”

Un castillo sobre arena movediza. Todo era nuevo y emocionante al principio, pero muy pronto la soledad y la intimidación causada por tantos cambios a la vez empezaron a afectarnos en gran manera. Por ejemplo, cuando íbamos a la Iglesia, que por muchos años había sido nuestra fuente de fortaleza, ahora era motivo de ansiedad, pues no sabíamos ni siquiera el Ave María en inglés.

Mi esposa sufría mucho por no poder servir y participar en la iglesia, ya que no había Misas en español en nuestra zona. También le afectaba mucho el no poder trabajar, no tener familiares ni amigos cerca y no poder hacerse entender.

Yo sufría porque por mucho que trataba no podía hacerla feliz. Así que me hundí más en mí mismo, y me dispuse a trabajar el doble, dedicando innumerables horas a ser el mejor en el trabajo para así poder proveer estabilidad a mi familia. Mi reputación en el trabajo creció rápidamente, al igual que mi salario, gracias a las largas horas que dedicaba a mi labor profesional. Tan sólo dos años después de comenzar mi carrera compramos una casa y yo esperaba que gracias a mis esfuerzos las cosas por fin empezaran a mejorar. Pasaron los años y se acumularon los éxitos en mi trabajo, mientras la familia también crecía con la bendición de dos hijos más, un varón y otra niña.

Pero a pesar de que estaba “sacando la familia adelante”, mi esposa y yo sabíamos que las cosas no iban bien. El matrimonio y la vida familiar estaban muy afectados por los muchos y frecuentes viajes que yo tenía que hacer por el cargo que había logrado alcanzar en el trabajo. Como consecuencia, estuve ausente en cumpleaños, eventos escolares y deportivos de mis hijos y en muchísimas otras ocasiones familiares. Mi éxito profesional iba en aumento, pero también crecían en el hogar los resentimientos y la distancia entre nosotros.

Nuestro matrimonio se estaba enfriando, nuestra unión se estaba destruyendo, y yo entré en una crisis. No podía entender cómo yo había hecho tanto esfuerzo y sacrificio “por la familia” y sin embargo la que pierde es la familia. Estábamos siendo víctimas de la “gran mentira” de esta sociedad en que vivimos, buscando la felicidad en el poder, el éxito y el dinero. Nos habíamos olvidado de que Dios es la fuente de la felicidad y no el mundo. Estábamos erróneamente forjándonos un porvenir por nuestras propias fuerzas, construyendo nuestro castillo sobre arena movediza y el castillo se nos estaba derrumbando.

Dios viene al rescate. Damaritza y yo sentíamos de alguna manera que teníamos que volver atrás, a como éramos en el principio, pero no sabíamos cómo. Tratamos de involucrarnos más en la parroquia, pues sólo asistíamos a Misa de domingo, y a pesar de que sí nos ayudaba escuchar las lecturas, la homilía y recibir el Santo Sacramento, todavía no experimentábamos una conversión que nos ayudara. Fue en la iglesia donde nos enteramos de un retiro de vida cristiana que ofrecía una comunidad católica carismática, cuyo enfoque era la evangelización y la renovación familiar. Decidimos ver cómo era ese retiro y asistimos.

El ingreso a la Comunidad de Familias en Cristo Jesús (FCJC) literalmente fue lo que nos salvó. Luego de un curso de 13 semanas, recibimos una poderosa oración para el avivamiento del Espíritu Santo sobre nosotros y desde ese momento todo cambió en nuestra vida. No hay otra forma de describirlo: fuimos inmersos en el Espíritu del Señor, en su Palabra y en su Iglesia como nunca antes. Hasta entonces, leer la Biblia nos resultaba muy árido, muy difícil y no entendíamos mucho cómo aplicar la Palabra a nuestras situaciones.

Luego de nuestra experiencia en el Espíritu Santo, la Biblia cobró una vida sin igual. No podíamos dejar de leerla todos los días y de experimentar cada día cómo nos hablaba Dios a través de la Escritura. Era como leerle a un niño uno de esos libros en que al abrir una página la hoja se desdobla y se levantan los paisajes y caracteres del cuento como en tercera dimensión. Además, a través de la citada comunidad, Dios nos desafió no sólo a profundizar en nuestra fe, sino también a servir a otros y a convertirnos más.

Por primera vez se nos desafiaba realmente a confiar en Dios, confiar en sus promesas, en su providencia, en su ayuda. Y experimentamos personalmente el poder del Espíritu Santo, la presencia y la generosidad de Dios. Como consecuencia, la Misa, los sacramentos y la vida de servicio en la parroquia también cobraron una vida nueva y un poder nuevo sobre nosotros.

Esto sucedió hace ya más de 17 años, y por la gracia de Dios, no hemos dado ningún paso atrás. Toda nuestra familia, con mi esposa y nuestros tres hijos nos entregamos a la vida de comunidad y al servicio de Dios y la Iglesia. Los dos fuimos invitados primero a ser líderes de servicio en un “hogar familiar” (household en inglés), donde un grupo de hasta seis familias se reúnen semanalmente en sus hogares para orar, alabar a Dios y ser instruidas en la fe católica. Luego servimos como “líderes de unidad”, es decir, un grupo de hogares familiares que crecen juntos. Todos en la familia servimos y crecimos unidos en la familia y la fe.

Gracias a la Comunidad de Familias en Cristo Jesús, nuestros hijos crecieron en un ambiente donde se vivía la fe en la Iglesia y fuera de la Iglesia, donde se oraba y se servía en familia. Allí aprendieron que sí es posible vivir como familia comprometida y ser muy felices, que luego de una ofensa o una falla hay perdón, que no hay familia perfecta, pero que sí es posible disfrutar de una familia donde hay amor, orden, paz y unidad.

En todos estos años de servicio y de vida de fe en la Iglesia, hemos compartido mucho tanto los sufrimientos de Cristo como también el gozo de nuestro Señor: El sufrimiento, a través de las muchísimas pruebas, incertidumbres, cansancios, desilusiones y persecuciones que hemos experimentado. El gozo, al experimentar que Dios puede llevar a cabo su plan perfecto usando instrumentos tan ineptos y necesitados de sanación, como nosotros.

En todos estos años, hemos visto cómo Dios ha sanado a tantos matrimonios y familias tal como lo hizo con nosotros. Además, nos ha usado para comenzar toda una comunidad hispana en nuestra parroquia, la cual está situada en un lugar donde no existía ningún ministerio católico en español. También, Dios nos usó para comenzar una Comunidad de Familias en Cristo Jesús en español en nuestra área, donde los dos servimos como líderes de servicio.

Nuestro hijo Julián David escuchó el llamado al sacerdocio y ya está terminando su cuarto año en el Seminario San Juan Pablo II en Washington, D.C. Nuestras dos hijas, Mariángeli y Desiree siguen muy fieles a Dios y su Iglesia.

Juan y Damaritza viven en Lexington Park, Maryland. Él estudia para el Diaconado Permanente en la Arquidiócesis de Washington, D.C. y ella es, además, coordinadora de RICA y de la Comunidad Hispana en la Parroquia del Inmaculado Corazón de María.

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