La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2016 Edición

El amor abre muchas puertas

Santa Clara de Asís, Pionera de la fe

Por: Sor Inez Marie Salfer, PCPA

El amor abre muchas puertas: Santa Clara de Asís, Pionera de la fe by Sor Inez Marie Salfer, PCPA

Siendo la hija mayor de una adinerada familia aristócrata, se suponía que la Dama Clara se casaría con un acaudalado miembro de la nobleza.

En cambio, ella ansiaba darle su vida a Dios, según el ejemplo de Francisco, el hijo de un próspero mercader de Asís que había renunciado a su herencia para seguir a Cristo como un monje pobre. Consciente de que sus padres nunca consentirían en su decisión, Clara se escapó de su casa de un modo dramático y simbólico.

En aquel entonces era costumbre en aquella región italiana que las casas fueran construidas con una puerta lateral o trasera a la que denominaban “puerta de la muerte,” porque por ella sacaban el cuerpo de los familiares que fallecían para luego proceder al entierro, después del velatorio de rigor. En Asís, esta “puerta de la muerte” también se usaba cuando una joven se marchaba de la casa paterna para casarse, lo cual simbolizaba que ella moría a su propia familia a fin de unirse a la de su marido.

Así, pues, Clara decidió marcharse de su casa por la “puerta de la muerte,” porque al entregarse totalmente a Jesús, ella también moría a su familia y a su antiguo estilo de vida. ¡Pero esto no era nada sencillo! La puerta estaba bloqueada con pesados maderos y un pilar de piedra con el fin de que esa puerta no se usara sino solamente para los fines especiales indicados.

¡Pero el amor vence todos los obstáculos! Con la fuerza de Jesús en su corazón, Clara quitó las barreras en silencio y sin demora. ¡El amor divino actuó como un estallido en su interior y finalmente quedó libre!

Brilla una nueva luz. Pero esta fue solamente la primera de muchas puertas por las que Clara pasaría en su vida. Armada de gran valor, fuerza interior y la gracia del Señor, se abrió paso dejando un nuevo rastro que afectaría no sólo a otras religiosas sino a toda la Iglesia.

Antes de su nacimiento, Ortolana di Offreduccio, su madre, recibió una inspiración de que la criatura que nacería iluminaría el camino para muchos otros. Temerosa por los informes que entonces circulaban de una elevada tasa de mortalidad al dar a luz, Ortolana oraba con gran devoción pidiendo que el parto fuera normal y seguro. Un día, en la oración, escuchó una voz interior: “No temas mujer, porque darás a luz sana y salva, una luz que hará resplandecer con mayor claridad el mundo entero.” Como era de esperar, Ortolana le puso a su hija el nombre de Chiara (Clara en italiano).

Ortolana era una mujer devota de noble linaje que se preocupaba por los necesitados. Gracias a este testimonio de vida, Clara aprendió a ser amable con los labriegos que trabajaban en los campos y cumplían otras labores serviles para las familias nobles de Asís. Con frecuencia, ella y su madre llevaban cestas de comida bajando por las escarpadas cuestas del Monte Subasio hasta las casas de los pobres. Todo esto iba quedando sembrado en el joven corazón de Clara y la iba preparando para mirar más allá de las limitaciones de su círculo social.

Clara también admiraba a sus siete tíos, fuertes caballeros de armadura, y observaba cómo ellos defendían con arrojo a las mujeres y niños de cualquier peligro. Al parecer, de ellos heredó la capacidad de tomar valerosas decisiones, junto con la gentil suavidad, compasión, fe y confianza en Dios de su madre. Esta combinación de atributos resultó ser esencial cuando le tocó abrir las muchas puertas cerradas que encontró en su camino.

Las tribulaciones también fueron parte de los primeros años de Clara. Cuando estalló una guerra en Asís, Ortolana y sus tres jóvenes hijas fueron a refugiarse en la ciudad vecina de Perugia. Al regresar a casa, en 1205, Clara había llegado a ser una hermosa señorita. No obstante, para la gente era sorprendente que ella no procurara exhibir su belleza, como las otras jóvenes nobles de Asís que salían a los balcones esperando captar la atención de los caballeros solteros que por allí pasaban. Pero Clara tenía su corazón en otra parte.

Escape valeroso. A pesar de las ventajas propias de su condición social, una joven de la nobleza como Clara no tenía muchas opciones. Era de rigor que entre los 14 y los 18 años se casara con un pretendiente prestigioso y de dinero elegido por su familia. Pero Clara había rechazado todas las propuestas por una razón muy diferente: El pobre Jesús crucificado le había cautivado el corazón. Mediante las prédicas de Francisco, el pobre de Asís, el deseo que Dios había plantado ya en el corazón de Clara se fue convirtiendo en una encendida llama de amor.

Armándose de mucho valor y en silencio, buscó el modo de hablar con Francisco sobre su deseo. Tras varias reuniones efectuadas en secreto, él vio que ella era sincera y le comunicó sus intenciones al obispo de Asís. Ambos resolvieron ayudar a Clara, porque sabían que sus tíos tratarían de impedirle que adoptara un estilo de vida que era considerado indigno de los aristócratas. A tal fin, buscaron un lugar seguro: un monasterio de monjas benedictinas situado a poca distancia en el pueblo de Bastia.

En la noche de la fuga, Clara acompañada de un primo suyo se encontraron con Francisco y algunos de sus frailes a la puerta de la ciudad. Alumbrados por antorchas, atravesaron los bosques hasta la pequeña iglesita de Santa María de los Ángeles, donde Clara se consagró a Jesús. Francisco procedió a cortarle su hermoso cabellera, y ella se despojó de su fino y relumbrante atavío y se puso un sayal áspero, velo y sandalias e hizo voto de dedicar su vida a la “Dama Pobreza.” Más tarde aquella misma noche, Clara y los frailes se dirigieron a Bastia, donde les esperaban las hermanas benedictinas.

A la mañana siguiente, como era de suponer, los siete tíos de Clara llegaron a caballo en busca de ella para llevarla de regreso a su casa paterna. Clara se aferró al altar de la iglesia del monasterio, que era un lugar sagrado según el derecho del santuario y que los fugitivos no podían tocar; no obstante, sus tíos entraron por la fuerza, acusándola de avergonzar a la familia. Clara se resistió con el coraje de un caballero andante y la fuerza de Jesús en su corazón.

Finalmente, se arrancó el velo para revelar que se había cortado su hermosa cabellera. Horrorizados, sus tíos finalmente entendieron que ella había escogido un nuevo camino: Había salido por la “puerta de la muerte” a fin de unirse, no a un novio acaudalado, sino a Jesús, que se hizo pobre por nosotros.

Superar la barrera social. El breve tiempo que pasó Clara en el monasterio, que fue fructífero y bien conocido, resultó valioso, lo cual le dio la posibilidad de observar los escollos que conllevaba el hecho de poseer bienes y también observó que el sistema de clases sociales no desaparecía; pero ella tenía una visión diferente: para Clara, todos los hombres y mujeres, ricos o pobres, eran iguales ante Dios.

En cuanto pudo, Francisco estableció a Clara y su hermana menor Catalina (a quien le dieron el nombre de Inés) en la iglesia de San Damián. Este fue el inicio del primer monasterio de las Hermanas Clarisas Pobres, también conocidas como Hermanas Pobres de Santa Clara o simplemente Clarisas. El profundo amor que Clara le tenía a Jesús era notorio para todos y pronto otras mujeres sintieron que Dios las llamaba a unirse a ellas.

Esta comunidad era única en su género, ya que, si bien las mujeres provenían de todas las clases sociales —nobleza, comerciantes y sirvientas—, todas eran tratadas con igualdad. Las hermanas de la aristocracia trabajaban codo a codo con las que venían de familias campesinas, y la propia Clara cumplía las tareas más difíciles y a veces repugnantes.

Abrirse camino. Pero Clara no había terminado de abrir puertas. Ella insistía en que su nueva comunidad no poseyera bienes ni propiedad alguna. Las hermanas debían depender totalmente de las limosnas y confiar en el Señor. Todas realizaban un arduo trabajo, hilando paja de lino donada para fabricar hilo, con el que luego tejían la tela, con la cual confeccionaban paños de lino para el altar de iglesias pobres. Dormían en esteras de paja en un salón grande y comían lo que la gente les donaba, principalmente pan.

Clara estaba perfectamente consciente de lo que había perdido y lo que había ganado. En una carta a una princesa de Bohemia, que también renunció a los honores mundanos para unirse a la nueva orden de Santa Clara, le escribió: “¡Qué magnífico y admirable intercambio: dejar las cosas temporales por las eternas; escoger las cosas celestiales en lugar de las terrenales, recibir el ciento por uno y poseer una vida bienaventurada y eterna!”

Muchos hombres del clero trataron de persuadir a Clara de que abandonara su visión, y más de un papa se preocupó por el bienestar de la comunidad. ¿Cómo podrían sobrevivir sus religiosas sin ingresos estables y sin ninguna propiedad? Clara puso toda su confianza en Dios y le pidió al Santo Padre que le concediera el “Privilegio de la Pobreza,” vale decir, el privilegio de no poseer nada. ¡Esto era algo que ninguna religiosa había solicitado antes!

El Papa Gregorio IX deliberó y, tras vigilar atentamente a Clara y sus hermanas que vivían felices y fructíferamente esta clase de pobreza, le concedió el privilegio solicitado para su monasterio particular. Esto significaba que, si quería que el privilegio estuviera disponible para otros monasterios, tenía que ser incorporado en una regla de vida religiosa específica.

Clara buscó un modo de abrir esa puerta también. Hasta entonces, las religiosas siempre habían seguido una regla escrita por hombres para ellas, por lo que Clara decidió escribir su propia regla de vida religiosa. Con todo valor, y con el debido respeto a las autoridades de la Iglesia, ella redactó en oración el estilo de vida que se sentía llamada a practicar y lo presentó al Papa Inocencio IV.

Para entonces, la salud de Clara había desmejorado mucho. Clara recibió la aprobación de su regla el 9 de agosto de 1253 cuando ya estaba postrada en su lecho y a punto de morir, pero besó muchas veces la declaración de aprobación en señal de gratitud. Dos días más tarde, Clara pasó por su puerta final: la puerta que la llevó a la vida eterna. Clara se había mantenido firmemente fiel al tipo de vida que sabía que Dios había dispuesto para ella, y lo había hecho con un amor extraordinario.

Las puertas se abrirán. Dios también tiene un plan y una misión para cada uno de nosotros, como los tuvo para Clara. Aunque vivimos en un mundo que es muy diferente del de Italia en el siglo XIII, la vida de valerosa dedicación y devoción que Clara llevó nos exhorta a preguntarnos: “¿A dónde me está llevando el Señor? ¿Qué puertas me pide él que yo abra?”

Cualquiera sea la etapa en la que nos encontremos en esta vida, podemos tener la seguridad de que el Señor nos equipará para la vocación que tengamos, como lo hizo con Santa Clara. Cuando nos topemos con obstáculos inevitables —ya sea en la sociedad o en nosotros mismos— recordemos el ejemplo de fe confiada que ella nos dejó. De ese modo, recordando que “todo lo podemos en Cristo que nos fortalece” (v. Filipenses 4, 13), nos encontraremos abriéndonos paso por el singular sendero que el Señor nos vaya mostrando para llegar a su lado.

Sor Inez Marie Salfer es Clarisa Pobre de la Adoración Perpetua en el Monasterio de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, en Washington, DC.

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