La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio 2015 Edición

Dios me liberó y sanó mis heridas

Un ex adicto violento cuenta su conversión

Por: Julio Huenchuman

Dios me liberó y sanó mis heridas: Un ex adicto violento cuenta su conversión by Julio Huenchuman

Julio Huenchuman conoce el rostro del infierno que viven los drogadictos, pero también la misericordia de Dios, que lo llevó a la comunidad terapéutica de las Fazendas de Esperanza, ubicada a pocos kilómetros de la localidad argentina de Deán Funes.

Traumas en la infancia. Julio comienza narrando que nació en el sur de Argentina, región mapuche. Apenas recuerda algunas expresiones de cariño por parte de Claudia, su madre, que también en aquella época era adicta. “En ese tiempo, cuando era niño, fui muy rebelde. Ya tenía actitudes no buenas, como robarle a la familia y otras maldades.

Con el paso de los años y la compañía sanadora de una religiosa, la madre de Julio pudo rehabilitarse gracias a una fundación llamada Viaje de Ida y Vuelta.

Sueños y miseria. Sin la protección, el afecto y demás realidades benéficas que otorga una familia sana, Julio, ya adolescente, extravió el rumbo. Conoció, nos dice, a personas que estaban en el ambiente de la droga y la delincuencia. “Me fui iniciando en el robo. Entonces, dejé la escuela. Tenía muchos proyectos, quería ser maestro mayor de obras, quería trabajar, quería ser una persona, alguien. Pero cuando empecé a iniciarme en la droga, se fue todo. No tenía metas. Empecé con la marihuana y luego pasé a consumir drogas más fuertes.”

En forma espontánea, muestra las cicatrices que lleva en el cuerpo —fruto de historias que prefiere silenciar— y comenta que ellas hablan de las heridas que alguna vez atormentaron su alma. “A los 18 años recibo una puñalada en el pulmón y llegué a terapia intensiva.” Pero el alma de Julio no escarmentaba, según él mismo confidencia: “Sigo en este mundo con mucho odio, rencor, con heridas profundas, sin sentimientos. No me importaba robarle a una persona, ni si ella se quedaba sin sus cosas por las que hubiera trabajado toda su vida, menos su dolor. Sólo me preocupaba de mí.”

Adicción, delincuencia y violencia. Habían transcurrido seis meses luego de aquella primera puñalada, cuando tuvo una discusión con otros muchachos y terminó recibiendo otra herida en el estómago. “Cuando me drogaba mucho, me ponía violento con otras personas…”, reflexiona hoy. Pero el mal no sólo mordía el alma de Julio, sino que por su medio buscaba reproducirse, como un cáncer sin control. Julio así lo testifica: “Ya después, a mis hermanos más chicos, les estaba enseñando a robar o en otras ocasiones les robaba yo”, prosigue.

De Río Negro, la provincia de donde venía, salía incluso a robar a otros sectores, hasta que cayó detenido a los 23 años, el 14 de octubre de 2010. En el encierro, finalmente, se produciría un punto de quiebre. “Estuve preso en un penal de Buenos Aires y me condenaron a tres años, con posibilidad de salir en forma condicional. Los primeros tres meses seguía consumiendo droga porque tenía una persona que me la llevaba allí a mi propia celda. Después, ocurrió algo que marcaría mucho mi vida: Mi madre me fue a ver y la veo llorar mucho, aún la recuerdo. Aquella expresión… la vi sufrir mucho, y yo pensaba que ella nunca iba a llegar a la cárcel para verme. Entonces comprendí que, en el momento en que consumía, yo no era persona. Me creía el más malo de todos, pero todo era una mentira que yo me la creía.”

Dios Padre al encuentro. Explica que, en los primeros meses, para evitar ser agredido por otros reos por ser primerizo, tuvo la suerte de que aceptaran su solicitud de ser recluido en el pabellón de evangélicos. Allí recibió un regalo muy significativo: “Me acuerdo que había un carcelero que me pasó una revista que se llamaba Más que Vencedores y tenía testimonios de deportistas que contaban cómo Dios los había ayudado para salir adelante.

Cada vez que leía las líneas del Evangelio no comprendía nada, pero me daban paz, tranquilidad.”

En total, fueron 11 meses los que sirvieron para enmendar los pasos de Julio. En tanto, afuera, distintos hechos iban transformando su familia. Su madre, por un lado, pedía con fervor por la conversión de su hijo, mientras que, sigilosamente, la obra del Espíritu Santo se estaba concretando por medio de un nuevo rostro. “Hubo una catequista que había conocido a mi madre cuando yo estuve en el hospital la primera vez que me apuñalaron. Ella la acompañó desde ese instante mucho… Al poco tiempo me escribía cartas a la cárcel, me enviaba cosas para leer, y me dijo una vez que, si yo quería, ella podría ser mi madrina de Bautismo.”

La salida del penal de Buenos Aires, el 8 de septiembre de 2011, marcaría un nuevo comienzo para Julio. Empezó a participar con un grupo de jóvenes católicos en el barrio y recibió sus sacramentos, aunque aún transitaba por los dos caminos. “Por un lado veía la luz y el amor en ese grupo de chicos, porque me hacían sentir amado; y por otro lado, tenía a los compañeros con quienes delinquía.”

Sanación y liberación. Pero su alma gritaba pidiéndole optar por abandonar el delito y las drogas. Julio recuerda: “Estaba como medio tambaleando. Incluso estuve semanas tratando de buscar un trabajo. Habré consumido una o dos veces afuera, y después hubo un momento muy fuerte. En diciembre, ya estaba bautizado y había recibido la Primera Comunión, pero recaí el 22 de diciembre. Volví para atrás en ese momento.

Al otro día, nos habíamos organizado en el barrio para salir a repartir golosinas y yo, anteriormente, había ofrecido disfrazarme de Papá Noel para repartirlas con un grupo de señoras. Por dentro tenía mucho dolor por haber fallado. Estando ya caracterizado como Papá Noel, me acerqué a una niña y cuando le entregué los regalos en su casa, ella saltaba de alegría y decía: “Papi, papi, ¿viste que vino Papá Noel?” Ella vino y me abrazó. Ese fue un momento de shock para mí, y me cuestioné cómo yo podía hacer tan mal las cosas.”

Pasaron las horas y Julio le pidió a Dios que, pese a sus fragilidades, le acompañara en su caminar, y así se produjo. “Días después empecé a compartir con los jóvenes, a hacer un curso de cocina y comencé a superarme yo mismo”. Consiguió su primer empleo y su alma rebozaba de gozo —nos cuenta— porque la paga que recibía ya no era a costa de dañar a otros ni dañarse a sí mismo.

Pese a estos avances, dice, intuía que, en lo profundo, no estaba sano y quería profundizar su relación con Dios, fortalecer su seguridad frente a la tentación. Así, animado por su madrina, conoció la experiencia de las Fazendas de Esperanza en Argentina.

“Se sentía esa presencia de Jesús en medio del grupo y me sentí muy querido. Nos reuníamos los sábados. Para mí, los sábados son días muy peligrosos, porque es muy difícil enfrentar a las personas y aquel ambiente donde se mueve la droga. Pero me sentí muy amado y empecé a caminar, con mil dificultades, con mis altos y bajos. Ese fue el principio de la recuperación. Te vienen muchas culpas, porque están las heridas de la droga. Empecé a sanar esas heridas, a perdonar a mi madre, porque ahí llegué a comprender todas las dificultades. Sentí un vacío, y en un momento me di cuenta de los consejos de mi madre. Sus palabras vinieron a mi cabeza, y yo, que estaba cumpliendo ya dos meses en la Fazenda, me dije: ‘Mi mamá estuvo dos años y lo hizo por nosotros, por sus hijos.’ Yo tenía otra visión antes, pensaba que ella me había abandonado, que era una drogadicta y esas cosas. Entonces comencé a entenderla. Dios hizo posible que sanara esas heridas de rencor hacia mi madre.”

Después de permanecer en la Fazenda, Julio volvió a casa y logró terminar el curso de cocina. Hoy, a los 26 años, es un hombre nuevo. “Soy padrino en la comunidad y mi tarea es acompañar y amar, ser luz para aquella persona que viene buscando esperanza, salvación. Nosotros nos comunicamos con las familias. Somos quienes tomamos a veces determinaciones para la comunidad, buscando el bien para el hermano. Es algo lindo, porque uno, cuando llega la noche, se da cuenta de que hizo muchas cosas y, a la vez, algo que es significativo. Dios está en este lugar, sin él no se puede hacer nada.”

Adaptado de un artículo publicado originalmente en www.portaluz.org. Usado con permiso.

Las Fazendas de Esperanza son asociaciones de fieles laicos, reconocidas por la Iglesia católica, que se dedican a trabajar en diversos campos sociales, pero principalmente en la recuperación de jóvenes drogadictos. Surgieron primeramente en Brasil, por iniciativa de laicos, a partir del movimiento Focolare, fundado en Italia por Chiara Lubich.

La exitosa experiencia de las Fazendas de Esperanza sigue multiplicándose hoy en numerosos países latinoamericanos, como Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala, México, Paraguay y Uruguay. También se han organizado Fazendas en Alemania, Filipinas, Mozambique, Portugal y Suiza. Para más información visitar: http://www.fazenda.org.ar/


El costoso combate contra las drogas

Pese a los grandes esfuerzos que realizan organismos internacionales y gobiernos, el consumo de drogas crece en el mundo generando costos no sólo en salud y seguridad pública, sino también sobre la credibilidad de los gobiernos que, para el ciudadano, carecen de efectividad en la solución de esta trágica realidad. Pero el costo principal es aquel que describe el infierno que —con poca o nula conciencia— viven todos los que consumen las drogas.

En este contexto, el último informe emitido por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) señala que “en 2012 entre 162 y 324 millones de personas, es decir del 3,5% al 7,0% de la población mundial de entre 15 y 64 años, consumieron por lo menos una vez alguna droga ilícita, principalmente sustancias del grupo del cannabis (marihuana), los opioides, la cocaína o los estimulantes de tipo anfetamínico.” Para más información visitar: www.unodc.org/documents/wdr2014/V1403603_spanish.pdf.

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