La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Dic/Ene 2009 Edición

Cuando el cielo invadió la tierra

aquella primera Navidad, Jesús inauguró un reino totalmente nuevo

Cuando escuchamos la palabra “invasión” se nos vienen a la mente imágenes muy diversas.

Unos piensan en el Día D cuando, a partir del 6 de junio de 1944, millones de soldados británicos, estadounidenses y canadienses llegaron a las costas de Normandía, Francia, para liberar a Europa Occidental de la ocupación nazi. Otros piensan en la invasión de Irak por las fuerzas de la coalición liderada por los Estados Unidos en 2003. Incluso otros hablan de una “invasión británica” en 1964, cuando el grupo musical de Los Beatles llegó a Nueva York con un nuevo estilo de música popular. Si usted fuera un especialista en insectos pensaría en la invasión de las “abejas asesinas” que se produjo en el otoño de 1957 debido a que 26 abejas reinas de Tanzania se escaparon accidentalmente de un instituto de investigación en Brasil.

Se puede pensar en varios sucesos diferentes, pero todos tienen algo en común. Se les llama “invasiones” por la magnitud e intensidad de los efectos que producen en un lugar o una colectividad de personas. Otra cosa más: las invasiones pueden ser positivas o negativas, depende de cuáles sean los efectos y quiénes los experimenten.

En este Adviento, podemos añadir a nuestra lista de invasiones la más importante de todas, la que sucedió hace 2.000 años, cuando el eterno Hijo de Dios tomó un cuerpo humano y entró en el tiempo y el espacio de nuestro mundo. La Natividad fue el momento crucial de la historia en que el cielo invadió la tierra.

Claro, es cierto que la gracia de Dios había llegado a la tierra muchas veces antes de que naciera Jesús, por ejemplo, cuando los israelitas salieron de la esclavitud en Egipto, lo que conocemos como el éxodo. Pero la encarnación de Cristo conlleva algo tan poderoso y profundo que todo lo demás pasa a segundo plano. De hecho, se puede decir que todas las invasiones espirituales anteriores tuvieron el propósito de preparar a la humanidad para ésta, y que todas las invasiones siguientes se han producido gracias a ella.

Al iniciar el tiempo de Adviento este año, nuestro espíritu puede sentirse muy fortalecido y entusiasmado, incluso muy alentado, si reflexionamos en qué fue precisamente lo que el santo Hijo de Dios trajo consigo cuando vino al mundo. ¿Qué fue lo que logró esta invasión espiritual? Si Cristo venía desde el cielo, ¿qué fuerza doblegó y qué efectos ha tenido su venida sobre la vida del ser humano aquí y ahora? Si Jesús vino personificando el amor divino y poder divino, ¿qué cosas nuevas hizo posible su llegada para nosotros en la vida actual?

Una invasión de enseñanza celestial. Algo claramente novedoso que trajo el Señor fue sin duda una nueva enseñanza (Marcos 1,27). En el Evangelio leemos que Jesús enseñaba a todos a rezar, pensar, actuar y a cómo relacionarse con los demás. Enseñaba cuál era la manera de complacer a Dios y a vivir de un modo que le diera gloria. Enseñó a saber qué hacer cuando las cosas no resultan como queremos o esperamos. Enseñó qué es lo que se debe hacer después de haber pecado. Todo este nuevo entendimiento contribuye a formar la base de una nueva filosofía de la vida, una filosofía que sigue trayendo el cielo a la tierra e incluso a nuestro propio corazón.

Valiéndose de sermones y parábolas, Jesús nos comunicó una sabiduría espiritual que no ha perdido ni perderá nada de su eficacia ni validez hasta que Él regrese nuevamente. En su Sermón de la Montaña, por ejemplo, nos enseñó que no son sólo aquellos que cometen asesinato los que violan el mandamiento de Dios de no matar, sino también “cualquiera que se enoje con su hermano” (Mateo 5,22). Igualmente, enseñó que amar solamente a quienes lo aman a uno no es suficiente: “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen” (5,44).

En las parábolas, Jesús enseñó que Dios puede perdonar los pecados grandes, como el del hijo pródigo, y también los más pequeños, como el de su hermano mayor, porque el Señor es tierno y misericordioso (Lucas 15,11-32). Nos enseñó, además, que los dones y talentos que tenemos no son realmente nuestros, sino que somos “administradores” a quienes nuestro Patrón nos ha confiado sus tesoros. Dios espera, eso sí, que desarrollemos y pongamos a trabajar nuestros talentos de modo que se produzca una buena ganancia con ellos (Mateo 25,14-30).

El Señor quiere que aprendamos y pongamos en práctica todas estas enseñanzas, y no que sólo las admiremos por su buen sentido y sabiduría. Aunque ciertamente no son más que una parte de lo que Jesús trajo consigo en su divina invasión. Sí, el Señor vino a hacer mucho más que a enseñarnos. Vino a sanarnos, para que en realidad pudiéramos vivir según el nuevo estilo de vida que Él nos trajo. Y muchas veces esta sanación que Él realiza en nuestro corazón viene acompañada de milagros, que no son más que señales y prodigios venidos del cielo.

Una invasión milagrosa. Es prácticamente imposible hablar de Cristo sin mencionar los muchos milagros que realizó, obras maravillosas que sirvieron para demostrar no solamente que Dios existe, sino que el Altísimo tiene poder y que ese poder divino ha bajado al mundo y que ahora está al alcance de los humanos.

Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas relatan las muchas obras portentosas que realizó Jesús: curó a los enfermos, dio vista a los ciegos, expulsó demonios e incluso resucitó a los muertos. Muchas veces, en realidad, nos dicen simplemente que “Jesús sanó de toda clase de enfermedades a mucha gente, y expulsó a muchos demonios” (Marcos 1,34). Juan, por su parte, se limita a relatar siete milagros específicos, todos los cuales figuran en la primera parte de su Evangelio, el “Libro de las Señales”, como se le ha denominado y que cubre los capítulos 1 a 12. Los capítulos 13 a 21 constituyen el “Libro de la Gloria”. Si bien el Libro de las Señales dirige la atención hacia esos siete milagros, el Libro de la Gloria centra la atención en la pasión, la muerte y la resurrección del Señor.

En la primera de estas señales milagrosas, San Juan nos dice que el poder del cielo tocó tierra en un banquete de bodas, cuando Jesús cambió el agua en vino (Juan 2,1-12). Este milagro, al igual que los seis que vienen después, apunta más allá de sí mismo para darnos una idea de por qué Cristo vino al mundo. En la boda, no fue que Jesús cambiara algo malo en algo bueno; lo que hizo fue cambiar algo bueno en algo mejor. Tomó el agua de la tierra, que es buena, y la cambió en el vino santo del cielo, mostrándonos así que nuestras vidas pueden llegar a ser igualmente mejores si aceptamos que su poder y su amor invadan nuestro corazón. Esta transformación del agua en vino es una señal que nos dice que Jesús quiere transformarnos de personas buenas en personas mejores; nos dice que el Señor quiere tomar nuestras aptitudes, dones y talentos naturales y llenarlos de fuerza espiritual.

Esta clase de transformación es prueba de que Jesús está actuando en el corazón de sus fieles. Estas señales milagrosas de las que habla Juan son obras que todos podemos ver en nuestra vida, y de manera especial en la Navidad, ya que podemos presenciar milagros tales como los frutos del Espíritu y una nueva capacidad para vencer al pecado. Incluso podemos descubrir en nuestro corazón un mayor deseo de servir en la Iglesia.

Pero no es sólo eso. Jesús quiere hacernos experimentar asimismo milagros de sanación, palabras de aliento divino y crecimiento en la fe y lo hace para que aprendamos a confiar más en su amor y estar mejor dispuestos a seguirlo donde Él quiera llevarnos.

Una invasión de salvación. No obstante, con lo impresionantes y extraordinarios que fueron todos los milagros de Jesús, ni siquiera ellos son la bendición más importante que emana de la invasión espiritual de la Navidad. Efectivamente, las siete “señales milagrosas” que San Juan menciona en su Evangelio apuntan hacia la señal más portentosa de todas y culminan en ella: la gloria de la cruz.

El conocido escritor y filósofo C. S. Lewis dijo una vez que la Encarnación era el “Gran Milagro.” Partiendo de la idea que presenta el Evangelio según San Juan, escribió: “El milagro central que afirman los cristianos es la encarnación . . . Todos los demás milagros nos preparan para éste, o lo ponen de manifiesto o son resultado de éste . . . Fue el acontecimiento más importante en la historia de la Tierra, aquello a lo que se refiere todo el relato.”

Algunos difieren de la afirmación de este autor diciendo que el milagro más importante fue en realidad la resurrección que, después de todo, es la base de nuestra salvación. Pero la Escritura nos cuenta de varias otras personas que revivieron después de haber muerto, como Lázaro, la hija de Jairo y Eutico, por ejemplo. La diferencia en el caso de Jesús es precisamente quién fue la Persona que resucitó de entre los muertos.

Cuando la hija de Jairo volvió a la vida, su padre y el resto de la familia se alegraron sobremanera por tener de regreso a la niña y seguramente el milagro causó impacto en los vecinos y en toda la ciudad. Pero cuando Jesús resucitó de los muertos, el pecado y la muerte fueron destruidos; las puertas del cielo se abrieron y ¡toda la creación cambió!

A diferencia de la hija de Jairo y de los demás, Jesús es Dios hecho hombre; todos los demás fueron simples mortales. Es por la Navidad que la Pascua de Resurrección encierra tanto poder, porque fue la eterna Palabra de Dios la que murió y resucitó. Solamente Jesús es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; solamente Él tiene el poder y la autoridad para destruir la muerte para siempre.

Celebremos la Encarnación. Queridos hermanos, la Encarnación es un gran misterio; es tan incomprensible como la Santísima Trinidad. ¿Cómo pudo el Creador entrar en su propia creación? ¿Cómo pudo el Eterno entrar en los confines del tiempo? ¿Cómo pudo Aquel que es espíritu hacerse cuerpo humano? Pero a pesar de que no podemos comprender un acontecimiento tan espléndido y trascendental como éste, la Navidad siempre puede llenarnos de un gran sentimiento de admiración y alegría, simplemente porque “Hoy les ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lucas 2,11).

Así pues, la Navidad nos habla de una santa invasión en la que Dios —que nos ama mucho y que derrama su amor sobre todos sus hijos— ha descendido a su propia creación para que, después de ascender nuevamente, pueda resucitarnos a todos junto con Él de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad y de la vergüenza a la gloria.

Nuestra celebración de la Navidad se refiere, como vemos, al “Gran Milagro” de Dios. ¡Llenémonos de júbilo! Y postrémonos humildemente ante Jesús, tal como Él se humilló antes que nosotros. Hace dos mil años se entregó al cuidado y al amor de un ser humano, la Virgen María. Sigamos su ejemplo y entreguémonos ahora nosotros a su cuidado y su amor.

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