La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio/Julio 2007 Edición

Contemplemos a Jesús

El encuentro con el Señor en la adoración eucarística

De los ejemplos de personas que se mencionan a continuación, ¿cuáles de ellas realmente tuvieron un encuentro con Cristo cuando fueron a hacer adoración ante el Santísimo Sacramento?

El niño que al regresar de la escuela pasó a la iglesia nada más que para decir "¡Hola, Señor!". El hombre que se arrodilló en el último banco de la iglesia y se arrepintió una y otra vez por sus muchos pecados. La adolescente que rezó el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria tres veces. La mujer que rezó cuatro rosarios, uno por cada uno de los 20 misterios. El matrimonio que permaneció durante una hora nada más que contemplando a Jesús. El sacerdote que no hizo nada más que pedirle al Señor orientación y sabiduría para dirigir su parroquia.

Si usted respondió "todos ellos", tiene razón. Todas las veces que hacemos el esfuerzo de ir a visitar a Jesús, recibimos bendiciones. Pero, naturalmente, no todos esos tipos de visitas son iguales, y no todos rinden los mismos resultados. Después de todo, se trata de una relación personal, y en cualquier relación hay diversos grados de acercamiento e intimidad.

Si nos limitamos a sentarnos ante el Señor durante una hora, saldremos bendecidos; nos sentiremos bien y fortalecidos. Sin embargo, este método de adoración tiene sus límites. Si nos preparamos para encontrarnos con el Señor y sabemos algo de cómo actúa el Espíritu Santo, seguramente tendremos mejores posibilidades de recibir una mayor gracia del Señor para aprender a conocerlo e imitarlo. Por eso, a continuación consideraremos algunos métodos que podemos usar para la adoración y veremos cómo el Espíritu Santo actúa en cada caso.

Fije la mirada en Jesús. Fijemos nuestra mirada en Jesús, pues de él procede nuestra fe y él es quien la perfecciona. Jesús soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y se sentó a la derecha del trono de Dios. (Hebreos 12,2)

La idea de fijar los ojos en la presencia de Cristo es tan sencilla que incluso un niño pequeño puede entenderla. Cuando usted se presente ante el Señor, recuerde alguna de las figuras de Jesús que más le guste. Por ejemplo, cuando aparece en la Sagrada Familia, o con su Madre en las bodas de Caná; o bien en la Transfiguración, radiante con la gloria de Dios cuando hablaba con Moisés y Elías, o como el Buen Pastor, con un corderito en brazos. Muchas personas tienen dos imágenes preferidas de Jesús: el Cristo crucificado y el Señor resucitado sentado a la derecha de Dios Padre en la gloria del cielo.

Cuando uno empieza a fijar la atención en una de estas imágenes y a enfocarse en su presencia en el Santísimo Sacramento, hay varias cosas que suceden. Primero, empiezan a disiparse las distracciones de la vida normal, con todas sus responsabilidades, problemas y exigencias. Segundo, uno comienza a sentir que ha entrado en el cielo. Nos parece que nosotros también estamos "sentados" con Jesús "en lugares celestiales" (Efesios 2,6), y llegamos a saborear lo que será cuando no haya más sufrimiento ni dolor, cuando todos estemos reunidos con nuestros seres queridos, y cuando finalmente se cumplan todas nuestras esperanzas y anhelos.

Escuchemos su voz. Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, al glorioso Padre, que les conceda el don espiritual de la sabiduría y se manifieste a ustedes, para que puedan conocerlo verdaderamente. (Efesios 1,17).

Cuando fijamos la mirada en Jesús de esta manera, algo maravilloso empieza a suceder. El Espíritu Santo comienza a abrir nuestra mente y a llenarnos de sabiduría y entendimiento espiritual (Colosenses 1,9); empezamos a comprender más acerca de Jesús mismo: lo que hizo por nosotros, lo mucho que nos ama, lo misericordioso que es y cómo se regocija con nosotros y sufre con nosotros.

Las palabras de la Escritura que anteriormente nos habían parecido difíciles de entender empiezan a cobrar vida, a iluminar nuestra mente y a estimularnos a buscar una vida de santidad. Nos convencen de que tenemos la fortaleza de Dios, que nos puede ayudar a que nuestra vida sea más fructífera para Jesús.

Luego viene la mejor parte. Todo lo que podamos aprender y entender nos lleva a amar más a Jesús. Cuando comprendemos quién es Él en realidad y lo que ha hecho por nosotros, nuestra única respuesta puede ser: "Jesús, te amo". Y así nos enamoramos nuevamente del Señor y su amor a su vez calma nuestros temores, sana nuestras heridas y nos da fortaleza, esperanza y confianza. Algunos que han encontrado este nivel de comunión les ha parecido que el propio Jesús los abraza y los estrecha contra su corazón.

Vencemos al mundo. Hijitos, ustedes son de Dios y han vencido a esos mentirosos, porque el que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo" (1 Juan 4,4)

Otra acción del Espíritu Santo cuando adoramos a Jesús en el Santísimo Sacramento es ayudarnos a vencer los obstáculos que solemos encontrar en nuestro caminar hacia Dios. San Pablo los llama "fortalezas" que se levantan para "impedir que se conozca a Dios" (2 Corintios 10,4-5).

Cuando nos arrodillamos delante del Señor, empezamos a escuchar que el Espíritu Santo suavemente nos dice que la perfección no puede unirse con la imperfección; nos dice que en Cristo hemos sido hechos santos y que ahora debemos llevar la vida de pureza que Él quiso que tuviéramos cuando nos creó. De repente, nos damos cuenta de que la misericordia y el poder de Dios están actuando en nosotros, ayudándonos a superar aquellos obstáculos y vencerlos uno por uno a medida que pasa el tiempo. Vemos que la gracia de Dios actúa en nosotros, convenciéndonos de que podemos superar cualquier obstáculo que nos aparte de su lado.

Cuando nos sentimos inspirados a arrepentirnos y confesar nuestras faltas, hay algo en nuestro interior —sí, es el Espíritu Santo— que nos infunde una capacidad divina para arrepentirnos, de manera que terminamos el momento de adoración convencidos de que podemos dejar de pecar, y descubrimos nuevas fuerzas para decir "no" a las tentaciones que nos asaltan en el curso del día.

Edifiquemos el reino de Dios. Así podrán portarse como deben hacerlo los que son del Señor, haciendo siempre lo que a él le agrada, dando frutos de toda clase de buenas obras y creciendo en el conocimiento de Dios. (Colosenses 1,10)

Como cualquier padre de familia, nuestro Padre celestial tiene mucho interés en que cada ser humano sea perfectamente feliz. Hoy día, el Padre está muy contento de que hayamos venido a dedicar tiempo para adorar a su Hijo, pero también nos muestra algo de su tristeza. Si contemplamos fijamente a Jesús, por un rato largo, podremos percibir que está llorando por todo el dolor y el sufrimiento que hay en el mundo; veremos que lamenta profundamente todo el pecado que comete la sociedad, y que padece por los que lo rechazan o que nunca han escuchado de Él.

El dolor que percibimos en el corazón quebrantado de Jesús nos mueve a acatar su llamada. La adoración a Cristo sacramentado nos mueve a decir: "Aquí estoy yo, envíame a mí" (Isaías 6,8). Nos convence de que nuestra vida con el Señor no se refiere sólo a la santidad personal, sino también a ser faros de su luz ante el mundo.

El Espíritu Santo quiere que utilicemos el tiempo de adoración para darnos cuenta de las necesidades de los pobres, las dificultades que enfrentan los que no han recibido educación, la soledad de los que no han sido evangelizados, y los sufrimientos y temores de los enfermos, los olvidados y los sin casa. El Espíritu Santo quiere que amemos a Jesús a tal punto que nos sintamos impulsados a servirlo.

Con los ojos abiertos. A las personas que nunca han dedicado tiempo al Señor de esta manera, la adoración eucarística puede parecerles una pérdida de tiempo; en cambio, a los que sí hemos saboreado la bondad del Señor, la adoración tiene el poder de reanimarnos y llevarnos junto a Cristo.

Pensemos en el encuentro de Jesús con la mujer samaritana que leemos en Juan 4. Al principio de su conversación, Jesús le dijo: "Si supieras lo que Dios da y quién es el que te está pidiendo agua, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva" (Juan 4,10). De modo similar, la adoración eucarística no es "darle de beber a Jesús" renunciando a nuestro tiempo para dedicarlo a Él, sino más bien pedirle que Él nos dé a beber del agua viva de su amor. Es presentarle nuestras necesidades y pedirle que nos llene de la gracia divina, el poder divino y la sabiduría divina. Es recibir todo lo que necesitamos para vivir en Cristo y para Cristo en este mundo.

Mientras más intensamente fijemos la mirada en Jesús, más le daremos gracias por lo mucho que hace por darnos sus bendiciones. Cuando vamos al encuentro divino en la adoración eucarística, el Señor nos demuestra —tal como le mostró a la samaritana— que Él quiere ser nuestro Señor, nuestro Salvador y nuestro Amigo. A medida que se nos abran los ojos, acataremos su consejo y le pediremos que nos dé a beber de su agua viva. Y jamás volveremos a ser los mismos.

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