La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Septiembre 2017 Edición

Con los ojos de María

Cómo llegué a conocer la mirada misericordiosa de Jesús

Con los ojos de María: Cómo llegué a conocer la mirada misericordiosa de Jesús

Por muchos años me sentí como desadaptada. Dios me había manifestado su gran amor, pero yo necesitaba sanación emocional antes de poder recibir el amor y mantenerlo en mi corazón.

En mi adolescencia, había comenzado a beber alcohol, usar drogas y tener malas amistades porque yo trataba de sobrevivir con la ansiedad y la inseguridad que sentía internamente, pero al fin terminé sintiéndome mucho peor que antes acerca de mí misma y más lejos de Dios. No fue sino hasta que regresé a la Iglesia Católica —hace unos 25 años, ya casada y con hijos— que comencé a experimentar la tierna mano sanadora de Dios. Pero no fue algo que sucediera en una sola ocasión.

“Por favor, muéstrame a tu Hijo”. Cuando regresé a la Iglesia, también busqué consejería profesional y el poder de curación de los Sacramentos buscando librarme de la ansiedad que me atormentaba. Pero, a pesar de haber avanzado algo, yo seguía sintiendo un vacío en mi corazón. Los intentos que hacía por rezar el rosario, ir a Misa y leer libros espirituales no me producían ningún alivio y me frustraban más. Me parecía que el Señor se mantenía a la distancia, siempre — fuera de mi alcance, y lo que yo necesitaba era experimentar la misericordia del Señor. Finalmente se produjo el encuentro en un retiro ignaciano en el que participé.

El sábado por la tarde, entre una y otra conferencia, fui a la capilla para orar un rato con tranquilidad. Tras arrodillarme, pronuncié una oración que nunca antes había dicho. Le pedí a la Virgen María: “Por favor, muéstrame a tu Hijo.” Le hablé diciéndole que como ella conoce a Jesús mejor que nadie, ella podría decirme lo que a él le gusta. Le dije que siempre había pensado que Jesús, y ella también, eran en realidad un poco criticones, porque hiciera lo que yo hiciera, siempre me parecía que no lo hacía bien. Le expliqué que yo sabía que estos eran mis propios pensamientos, pero que no podía librarme de ellos. Yo quería conocer a Jesús como el Señor amantísimo y misericordioso, no como una fría estatua de mármol que yo me había imaginado.

Ver lo que Jesús ve. A la mañana siguiente, me fui a la capilla un poco antes de la Misa del Domingo. Mientras me acomodaba en el banco en silencio, comencé a ver en mi imaginación la escena de la mujer sorprendida en adulterio, de la que habla el Evangelio (Juan 8, 3-11). Pensando que este retiro estaba centrado en la meditación y la contemplación, pensé: “Bueno, continuaré con esta imagen.”

Vi a la mujer postrada en una esquina, con el rostro cubierto de polvo. Sus acusadores, con piedras en las manos, la rodeaban. Luego vi que Jesús se agachaba entre ella y la gente y comenzaba a escribir en el suelo. También vi lo que estaba escribiendo: todas las cosas buenas que él veía en ella y todo el dolor de su vida que la había llevado a hacer las cosas que ella había hecho.

Cuando Jesús miró a la mujer, era como si me estaba mirando a mí. Por primera vez en mi vida, vi cómo Jesús me mira a mí. Entendí que él ve la bondad que hay en mí, incluso más que el pecado; ve el dolor de mi corazón y siente mi dolor. Cuando traté de tocar su mano, sentí su fortaleza y su ternura. Él me tomó de la mano y me levantó, y así restauró en mí la dignidad.

La mujer del Evangelio según San Juan no cambió de vida porque Jesús fuera sólo un hombre bueno que vino a rescatarla de sus acusadores, sino porque por primera vez en su vida alguien veía lo bueno que había en ella. Yo también me sentí cambiada. María me había mostrado a su Hijo.

El Señor se deleita en nosotros. Me sentí tan sobrecogida que tuve que salir a buscar una caja de pañuelos. Cuando regresé, cerré los ojos y traté de componerme. Pero, al parecer, el Señor quería mostrarme algo más, porque empecé a ver otra escena.

Esta vez vi a una niña que jugaba en la ladera de una colina cubierta de pasto verde y flores. Había un árbol cerca, pero ella jugaba bajo los rayos del sol. Un poco más allá, estaba Jesús sentado en el suelo, simplemente encantado con la presencia de la niña. Ella se volvió para ver si Jesús la estaba mirando y luego cortó un puñado de florecillas azul-morado y se las dio.

Luego la escena cambió. Vi a una joven que bajaba corriendo por una colina cubierta sólo de tierra. Mientras más rápido corría ella cerro abajo se levantaba una gran polvareda y la joven empezó a tropezar con piedras y rocas, pero seguía corriendo y vio que Jesús venía en pos de ella, pero el camino llegaba abruptamente a un precipicio.

Justo cuando ella iba a tratar de saltarlo, Jesús la tomó en sus brazos y los dos saltaron. Cayeron al suelo, y Jesús la seguía abrazando. Cuando él abrió la mano, todavía tenía las flores azul-moradas que ella le había dado cuando era niña.

Dándome cuenta de que yo era la joven que él había auxiliado, me sorprendió el no ver las cicatrices en sus manos. Yo sabía que estaban allí, y que le dolían; lo que mis pecados le habían hecho a él. Pero, pese a eso, el Señor me mostró las flores como símbolo de nuestra amistad y de cuánto me amaba.

Los ojos de María. Cuando volví del retiro a casa, quise averiguar cuáles eran esas flores para plantarlas en nuestro jardín. Busqué en la computadora “florecillas azul-moradas” y me salió una página entera de sitios diferentes, todos con la misma flor. Se llamaba “No me olvides.” Como sucede también con muchas otras flores, algunas de éstas tenían un segundo nombre en honor de la madre de Jesús: “Los ojos de María.” ¡Las había encontrado! Al contemplar mi propia vida a través de los ojos de María, yo había llegado a conocer a Jesús.

Ahora, cuando siento nuevamente la tendencia a dejarme llevar por pensamientos negativos, cierro los ojos y recuerdo la mirada de Jesús que se deleita en mi presencia. Recuerdo que no tengo que ser perfecta. Siempre trato de orar en la mañana e ir a Misa diaria, pero si no puedo, no me condeno a mí misma, porque el Señor entiende que yo estoy haciendo mi mejor esfuerzo. Ahora que sé lo misericordioso que es Jesús, seguirlo ya no es una carga; sino una gran alegría y un alivio renovador.

*La autora ha pedido usar un nombre ficticio.

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